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viernes, 26 de abril de 2019

DARÍO EL GRANDE. EL REFORMADOR


Cuando Darío conquistó Babilonia, sus habitantes le recibieron llenos de temor. Le precedía una injustificada leyenda de crueldad. Pero Darío tenía la capacidad de moderarse, una cualidad rara entre aquellos emperadores de la Antigüedad. A pesar de su encendido zoroastrismo, permitió a los babilonios seguir adorando a sus dioses, y lo mismo hizo con los egipcios que le consideraron un rey benigno y magnánimo. También en Jerusalén permitió en 516 a.C. la reconstrucción del Templo contra la opinión de los gobernadores persas que se opusieron al proyecto. Aunque muy lejos del afán expansionista de Ciro o de Cambises, Darío realizó también algunas conquistas, extendiendo su imperio hasta los límites de la India. Además, el primer ejército oriental que penetró en Europa fue el suyo. Se anexionó algunos territorios al norte de Grecia y, sobre todo, se ocupó en consolidar las conquistas de sus predecesores.

Pero ante todo Darío fue un gran gobernante desde el punto de vista de la organización y la administración del Estado. Creó regiones gobernadas por delegados, los sátrapas, que administraban territorios llamados satrapías. Hizo construir caminos e inauguró un servicio de correos, mensajeros a caballo que mantuvieron unido el imperio. Varias décadas después de la muerte de Darío, Heródoto expresó su admiración hacia estos correos en términos que, a través de los siglos, se convirtieron en el lema del servicio postal de los Estados Unidos: ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni las tinieblas de la noche impiden a estos correos hacer los recorridos que tienen asignados.


También reorganizó las finanzas, estimuló el comercio, puso en orden el sistema de impuestos, acuñó moneda y estandarizó los pesos y medidas. Nunca el Asia occidental y Mesopotamia fueron gobernadas tan eficientemente como durante el reinado de Darío, que se prolongó entre 521 y 486 a.C., un periodo de paz interna y prosperidad. Eligió como capital a Susa, y fue una sabia elección, porque no formando parte ni de Persia ni de la Media, ninguno de los dos principales grupos gobernantes tuvo motivo de queja. La región en la que se asentaba Susa, que antes se había llamado Elam, se hizo así completamente persa, y en lo sucesivo sería llamada Susiana. Pero a la vez que mantenía a Susa como capital de conveniencia, Darío pasaba los veranos en Ecbatana, situada más al norte y mucho más fresca, e inició la construcción de una nueva y futura capital en el corazón de Persia, a la que llamó Parsa, y conocemos por su más célebre nombre de Persépolis, la ciudad de los persas.


Persépolis resultaría a la postre un completo fracaso, pues nunca llegó a ser una verdadera ciudad, sino simplemente una residencia real, o más exactamente un mausoleo, cuyas ruinas todavía impresionan. Allí quedaron enterrados Darío y sus sucesores. Aunque acaso la gran obra que el emperador legó a la posteridad fue el relieve y la inscripción propagandística que hizo grabar en una montaña situada al sudoeste de Ecbatana, en el camino principal entre la vieja capital meda y la aun más vieja Babilonia. El texto de la inscripción está escrito en tres lenguas, el persa antiguo, el elamita y el acadio, y relata la ascensión de Darío al trono, tras deponer al usurpador Esmerdis.


No pudo ser descifrada por completo hasta el siglo XIX. Se acompañaba de una gran figura humana que representa naturalmente a Darío, con su imponente y rizada barba. Incomprensiblemente, cinco siglos después el cronista griego Diodoro Sículo, atribuyó erróneamente la inscripción a la reina Semíramis, a quien por otra parte, los griegos tenían la costumbre de atribuir cualquier obra antigua y monumental. Lo que resulta aun más increíble es que Diodoro también identificara la figura barbuda con la reina Semíramis. Debía ser miope o quizá tenía una opinión no demasiado caritativa de las mujeres de la región.

Hoy en día está muriendo gente que antes no se moría. George Bush.




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