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lunes, 14 de enero de 2019

TIMOTEO, EL APÓSTOL DEL HELENISMO



En el terreno religioso el periodo helenístico fue en la propia Grecia una simple prolongación del periodo precedente. No ocurrió lo mismo sin embargo, en las extensas regiones conquistadas y colonizadas culturalmente por los sucesores de Alejandro. Singularmente hubo un hombre que contribuyó de forma decisiva a la propagación del helenismo religioso. Timoteo fue un sacerdote de Démeter de la familia de los Eumólpides, originario de Eleusis, en cuyos misterios había sido iniciado desde muy joven. Podemos rastrear su legado en dos de los centros más importantes de la actividad religiosa del helenismo: Pesinonte de Frigia y Alejandría.

En Pesinonte helenizó la religión local de la Madre Suprema, Mégalé Máter, la misma que entre los indígenas se llamaba Cibeles y en griego Rheia del Ida, es decir, la diosa de la montaña. Timoteo actuó bajo el reinado de Lisímaco, que se había propuesto crear una nueva religión oficial, lo mismo que sus sucesores los reyes de Pérgamo. Esta religión muy extática, tomó como centro el apasionado amor de la Madre por el joven pastor Atis, que condujo al amado hasta la locura y la automutilación. Esa emasculación (castración) fue imitada por los nuevos adeptos los llamados sacerdotes galos, un término, simple coincidencia fonética, que no tiene la menor relación con la Galia y los galos célticos que nos son más familiares. Curiosamente del viejo mito de Cibeles y Atis en Grecia se había suprimido hacía ya mucho tiempo el desagradable rito de la mutilación. Timoteo no logró impedir que se convirtiera en el motivo central de la nueva religión grecofrigia. No pudo evitar la emasculación voluntaria, tan arraigada entre la casta sacerdotal frigia, pero atenuó su importancia situando al lado de la muerte, la resurrección de Atis a través del amor de la Madre Suprema. Eso le dio ocasión de introducir en la religión de la Madre el drama religioso de Démeter, la búsqueda de su hija Perséfone, la victoria sobre la muerte y el renacer cada primavera, enseñanzas todas contenidas en los misterios eleusinos que le eran tan familiares y queridos.


Los iniciados se unían a los adeptos de la religión nueva consumiendo alimentos sagrados, eucarísticos, y sirviéndose como vajilla de címbalos y tímpanos, de que hacían uso para acompañar las danzas exaltadas en honor de la diosa. He comido en el tímpano, he bebido en el címbalo y me he saciado de la sangre de Atis, salmodiaban los iniciados. Después, ante ellos se representaba el drama religioso del amor, la muerte y la resurrección de Atis, que convertía el dolor en alegría. En la definitiva iniciación se pronunciaba este dístico: Disipad vuestro temor ¡oh iniciados! El dios está salvado. El premio de la salvación se nos ha otorgado también para siempre. De la victoria sobre la muerte que conseguía Atis, los iniciados obtenían la convicción de ser inmortales ellos mismos. Desde tiempos inmemoriales, la Madre era honrada bajo la forma de una piedra negra que primero se encontraba en Pesinonte y más tarde se trasladó a Pérgamo. Para la imaginación helénica eso parecía poco, había que esculpir los ídolos en forma humana. Así se produjo una abundante iconografía tanto de Atis como de Cibeles, a quien se añadió una corona en forma de torre. La imagen hizo fortuna y se exportó a Roma en su forma célebre de Mater turrita.

Aun más importante fue la actividad de Timoteo en Alejandría, donde transformó el antiguo culto egipcio de Osiris e Isis en el culto helenístico de Isis y Serapis. En el mito egipcio, Osiris, hermano y marido de Isis, cae víctima de una celada que le tiende su malvado hermano Seth, y su cuerpo es despedazado. Isis reúne los fragmentos y mediante fórmulas mágicas devuelve la vida al difunto. Este rito estaba más cerca del culto de Démeter, con la cual Heródoto en consecuencia, identifica a Isis. Aquí la labor de Timoteo consistió en helenizar tanto el culto como las estatuas mismas. Por alguna razón misteriosa, Osiris se transformó en Serapis, que fue identificado con Hades, el dios heleno del inframundo. Al principio Isis se representó bajo los rasgos de Démeter, pero ya en el helenismo tardío la diosa adquirió su aspecto grecoegipcio, vestida con la túnica que usaban sus sacerdotisas, sentada y sosteniendo en brazos a su hijo, el pequeño Horus, que cambió su rostro de halcón por un rostro humano, y a la postre sería el antecedente iconográfico de nuestras muy cristianas madonas con niño. El sensualismo oriental aportó un marcado carácter sexual en el amor de la Madre Suprema. A la larga el mundo grecorromano eliminó esa sensualidad, pero en principio ese elemento se hizo extraordinariamente patente, hasta el extremo de que muchos moralistas grecolatinos llamaron a los templos alejandrinos almácigos de la desvergüenza. Los lugares de culto, que exigían la presencia de un numeroso clero masculino y femenino, acabaron siendo comparados a lupanares.


Los seléucidas del reino de Persia, a dónde no llegó Timoteo, no aprovecharon ningún elemento de las religiones locales, y se limitaron a imponer en sus dominios el culto helenístico de Afrodita y Adonis, exportado de la relativamente cercana Chipre prácticamente sin modificaciones. Ello no impidió a los naturales del país mantener sus tradicionales ritos de Baal o de Mitra. Los judíos, que cayeron también bajo el dominio seléucida, siguieron conservando intactas sus creencias religiosas. Incluso el judaísmo hizo entre los helenos cierto número de prosélitos: proselytoi, con el significado de aquellos que se han acercado.
Por último, citaremos la que acaso fue la más significativa aportación del helenismo en materia religiosa, el culto a los reyes, que comenzó por la divinización de Alejandro, y se acabó propagando primero al Egipto ptolemáico, y más tarde a la Roma imperial.
Os dejo por hoy. El profe Bigotini está haciendo un ruido de mil demonios esculpiendo con martillo y cincel, una estatua con una enorme nariz.

Cuando Dios quiera jubilarse, descubrirá que sólo cotizó durante seis días.



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