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miércoles, 1 de noviembre de 2017

CIENCIA PROTOMEDIEVAL. LUCES EN LA EDAD OSCURA


Es bien conocida la predilección que la cultura del Renacimiento manifestó por la ciencia greco-romana. Los motivos no pueden estar más claros. El orbe cultural despertó entonces del largo sueño letárgico en que que había estado sumido durante los oscuros siglos medievales. Para entender con alguna profundidad este fenómeno, conviene retrotraerse a la tardorromanidad, cuando la instauración del cristianismo como religión oficial del Imperio, comenzó a introducir algunos cambios importantes en la forma de entender las ciencias y en general, la existencia, tanto en lo material como en lo espiritual.

Si bajo el término ciencia se entiende la formación científica, puede decirse que el periodo del Imperio cristiano no es en esencia diferente del inmediatamente precedente. La enseñanza, subdividida en enseñanza primaria, secundaria (las siete artes clásicas) y superior, continuó floreciente, contribuyendo los mismos emperadores a esa prosperidad. Lo hicieron eximiendo de contribuciones y cargas a los maestros, asignándoles sueldos a cargo del aerarium sacrum, o cargando esos emolumentos en el presupuesto de las ciudades. Así fue como San Agustín asistió a la escuela primaria en su africana localidad natal de Tagaste, fue educado en el Liceo de la vecina Madaura, y cursó estudios superiores en la Universidad de Cartago. Instituciones similares funcionaban en la mayor parte del Imperio. En el 425 Teodosio II fundó una Universidad en Constantinopla con treinta y un profesores. Nos ha llegado noticia documental de la constitución de este cuerpo docente: tres retóricos latinos, diez gramáticos latinos, cinco retóricos griegos, diez gramáticos griegos, un filósofo y dos juristas.


Causa asombro la ausencia de las ciencias matemáticas y naturales en ese ciclo superior. Acaso la explicación radica en que dichas materias formaban parte de lo que se llamaba grammatikê, lo que explicaría el gran número de representantes de aquella especie de ciencia sintética en que se había convertido.
El cristianismo se mostró tolerante con la escuela antigua, reservándole un papel en la sociedad renovada. Tras pasar el fino tamiz censor, se conservó una parte de de la literatura de la antigüedad. El medio de salvarla fue la creación de lo que se llama el ars clericali, es decir, la función que tenían los monjes de copiar los libros y completar las bibliotecas de los monasterios. Tan benemérita medida se debe a uno de los hombres más notables de aquel tiempo, a quien se considera junto a Boecio, el último romano: Casiodoro, ministro del rey godo Teodorico. La figura egregia de Casiodoro marca el límite de la Antigüedad y la Edad Media.

Bajo el reinado de Amalasvinta, hija de Teodorico, Casiodoro se retiró al monasterio de Seyllacium, que él mismo había fundado y dotado de su pecunio. Allí, bajo la regla de San Benito, exigía a los monjes la dedicación a ciertos trabajos. El más importante era el de los antiquarii, encargados de la copia de manuscritos. Al menos de la pequeña parte que quedaba de ellos. Las famosas bibliotecas fundadas por los soberanos helenísticos y por los emperadores romanos, no sobrevivieron al Imperio cristianizado. Desconocemos los detalles de la destrucción de la mayoría, sólo se han conservado algunos datos acerca del martirologio de la biblioteca de Alejandría, incendiada sucesivamente en tiempos de César, de Cómodo y de Aureliano. Cuando en 390, la turba alejandrina, excitada por el patriarca Teófilo, demolió el templo de Serapis, los restos de aquella célebre biblioteca desaparecieron definitivamente.


Todo esto en lo relativo a la formación. Si hablamos del trabajo científico, el cuadro es mucho más desolador. Cabe distinguir entre Oriente y Occidente. En el Oriente griego se conservó a pesar de todo, cierta relevancia de las matemáticas, la medicina (anatomía y fisiología), y hasta de la filología. No olvidemos que las matemáticas formaban parte del legado de Platón, la medicina estaba ligada a la vida, y la filología a la escuela. Sin embargo en el Occidente romano se esforzaron en reducir la ciencia a un estado de mínimos. Sólo lo estrictamente necesario. La lengua formó parte de esos mínimos. Donato, grammaticus urbis Romae (siglo IV), escribe su Ars sucinto, que proporcionó material a los gramáticos latinos posteriores. Servio compuso los Comentarios de Virgilio, Porfirio los de Horacio, y Donato los de Terencio. También se necesitaban manuales para el estudio de las siete artes. Así Marciano Capella escribió De nuptiis Philologiae et Mercurii, una rara enciclopedia en la que Mercurio celebra su matrimonio con la Filología y le da como servidoras a las siete artes, que se explican cada una en un libro. Esta obra convirtió a su autor en el creador de la alegoría medieval.


También hacía falta, por la alarmante desaparición en Occidente de la literatura griega, la conservación de al menos algunos fragmentos traducidos al latín. Un fraude literario ofrecerá a la Edad Media una descripción de La guerra de Troya, San Agustín tradujo ciertas partes del Timeo de Platón, Boecio (el favorito de Teodoríco) tradujo la introducción de Porfirio a la Lógica de Aristóteles, Julio Valerio adaptó en latín la novela del pseudo-Calístenes sobre Alejandro Magno. Por último, extinguida ya en la conciencia de los hombres la ciencia seria, había que crear manuales poco voluminosos con los resultados de esa ciencia que fueran capaces de interesar al espíritu grosero del lector medieval. Así escribió Solino sus candorosas Mirabilia, una geografía casi por completo imaginaria, y así Casiodoro y San Isidoro de Sevilla compusieron sus escuetas enciclopedias. Tanto desde la óptica de tiempos anteriores, como desde la nuestra en la actualidad, estas actividades se muestran casi patéticas. Sin embargo, hay que situarse en la mentalidad medieval. Estamos ni más ni menos que contemplando los esfuerzos de los tripulantes de un navío náufrago, que procuran salvar lo estrictamente necesario y lo que ocupa menos lugar. Vistos desde esta perspectiva, esos esfuerzos se muestran loables y dignos de reconocimiento.


Hablemos por último de tres ciencias o pseudociencias que en esa sociedad cristiana fueron oficialmente reprobadas, y desempeñaron un papel muy especial. La astrología, la alquimia y sobre todo, la demonología o magia, que en aquel momento se consideraba una ciencia. Para el cristianismo era evidente su relación con el reino del diablo y el culto a los falsos ídolos. Resultaban del todo inadmisibles para los hijos de la Iglesia iluminados por la fe. Estas ciencias que rechazaron los señores del mundo cristiano, encontraron refugio en las comunidades igualmente reprobadas y severamente cerradas de las juderías. Las pesadillas de las sencillas gentes medievales se poblaron de rabinos descifrando la cábala y crucificando a tiernos infantes. Algo más tarde, cuando se encendió en el mundo árabe la antorcha de la ciencia, estas y otras materias emigraron temporalmente a Oriente, para volver a la Europa medieval a través de las traducciones de la Escuela de Toledo. Paradójicamente los sabios bajomedievales y renacentistas redescubrieron a Platón, a Aristóteles o a Hipócrates, entre otros, a través de las traducciones del árabe.

Puede admitirse la fuerza bruta, pero la razón bruta es inadmisible. Oscar Wilde.



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