Translate

sábado, 13 de septiembre de 2025

LOS PRIMEROS PADRES DE LA IGLESIA

 


Si el cristianismo, como vimos en entregas anteriores, dio sus primeros pasos de forma algo titubeante, y se enredó en herejías y desviaciones que dificultaron su andadura durante el periodo bajoimperial, cobró vigor y aseguró su unidad gracias a la intervención de los que históricamente se han llamado sus primeros padres. Tres hombres cuya altura intelectual y peripecia personal resultaron decisivas: san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín.

Ambrosio, el que fue primero gobernador y después obispo de Milán, se hizo bautizar cuando conoció su inminente elección para el cargo. Era un noble patricio cuya estatura e importancia no palidecían ni ante el mismo emperador Teodosio. A Ambrosio se debe la idea de la superioridad del poder espiritual encarnado en la Iglesia, sobre el poder temporal que representaba el emperador. Afirmó que el primer deber del cristiano no era la obediencia al Estado, sino a Dios, cuyos vicarios en la Tierra eran los obispos. Fue un predicador excepcional cuyos sermones eran seguidos por multitudes de miles de personas que se congregaban bajo su púlpito para oírle predicar. Se dice que su verbo incendiario era capaz de enardecer al público más frío. Compuso el Hexaemeron, una obra de exégesis bíblica. Destacó también en la lírica latina, siendo autor de himnos bellísimos como el célebre Veni Redemptor Gentium, y en definitiva, a pesar de su vasta formación clásica, o acaso gracias a ella, fue san Ambrosio de Milán el verdadero iniciador de la que podríamos llamar cultura cristiana, lo mismo en lo estético que en lo literario y lo litúrgico.


Jerónimo, nacido en 340 en Stridone, en la frontera entre Dalmacia y Panonia, pasó su juventud en Roma, donde se formó con el gramático Elio Donato. Dotado de gran inteligencia y según se dice, de una memoria prodigiosa, el joven Jerónimo se fascinó por la cultura clásica y aprendió de memoria las obras de Cátulo y Lucrecio, además del griego en los textos de Platón, Aristóteles y Tucídides.

Sus biógrafos no se ponen de acuerdo en si Jerónimo era ya cristiano cuando llegó a Roma, o se convirtió precisamente a través de la obra platónica. En cualquier caso, a él se debe la interpretación acaso un tanto forzada, de que Platón y Aristóteles, a pesar de vivir en época anterior a Cristo, adelantaron el germen del cristianismo en sus proposiciones filosóficas. Esta idea, muy seguida y popular en tiempos medievales y renacentistas, tuvo virtud de dotar al cristianismo de la base filosófica y el prestigio intelectual del que quizá carecía.

Jerónimo fue ordenado sacerdote en Antioquía en el año 379, cuando se hallaba a punto de cumplir los cuarenta. En lo personal, era un asceta vegetariano que dormía sobre unas pajas, gastaba cilicio y ayunaba a menudo. Se vestía con una piel de cabra, y se dice que con sus apenas cuarenta años parecía un anciano moribundo. En Roma causó una extraña mezcla de desprecio y fascinación, no sólo entre los prelados, sino entre las damas de la corte romana. Roma, a pesar de la Iglesia, o quizá por su causa, era como lo fue siempre, una ciudad depravada donde debía ser difícil encontrar una virgen. Dos damas de la alta sociedad romana, Marcela y Paula, que si no vírgenes, al menos eran oficialmente solteras, acogieron a Jerónimo como consejero espiritual. Se le acusó de haberse liado con ellas. Probablemente se trataba de una calumnia, pero ese episodio unido a la acusación de la madre de una joven asceta que murió tras una prolongada abstinencia, aconsejó al papa Dámaso decretar su destierro. Es probable que en ello pesara más la machacona insistencia de Jerónimo en condenar a las mujeres que se pintaban, a las que vestían ropa provocativa, a las que abortaban, y hasta a los sacerdotes que vivían en la opulencia. Estaba obsesionado con el sexo, y condenaba hasta el mismo matrimonio, olvidando que se trataba de un sacramento. El caso es que marchó a Belén de Judea, donde falleció en 419 en la cueva que habitaba allí en compañía de la bellísima Eustoquia, una joven admiradora que le siguió en su exilio y en su vida de privaciones. Jerónimo, que poco después sería san Jerónimo, afirmaba que la virginidad podía perderse hasta con el pensamiento. Ignoramos si su joven discípula la conservó. Al menos parece que no se casaron.

En el terreno intelectual, a san Jerónimo se debe la traducción al latín de la Biblia desde el arameo y el hebreo. Es la que se llamó Vulgata, y se ha tenido por canónica durante muchos siglos.


Así pues, san Ambrosio fue todo un príncipe de la Iglesia, que en su tiempo inauguró sus fastos, vanidades y magnificencia, mientras que san Jerónimo fue un asceta, azote de pecadores y partidario de la pobreza más extrema. Son las dos caras más conocidas del cristianismo, y en gran medida contradictorias. Hacía falta encontrar el necesario equilibrio que en la Iglesia representó san Agustín.

Agustín nació en 354 en la pequeña ciudad numidia de Tagaste, en el norte de África. Su madre, santa Mónica, ganó la santidad perdonando las muchas infidelidades de su marido, el padre de Agustín. El joven estudió, primero en Madauro y después en Cartago, latín, retórica, matemáticas, música y filosofía. Tuvo Agustín una juventud turbulenta como se desprende de su autobiografía que tituló Confesiones. Se amancebó con una muchacha que le dio un hijo natural. Viajó a Roma. Fue adepto al maniqueísmo y al neoplatonismo durante años, hasta que en Milán, san Ambrosio lo invitó a leer las epístolas de san Pablo. El domingo de Pascua florida de 387, Agustín se hizo bautizar junto a su hijo Adeodato. Ambos regresaron a África donde discurrió el resto de sus vidas. Agustín llegó a ser obispo de Hipona.

Entre su obra destacan los tratados Del libre albedrío y De la Trinidad, y en materia filosófica, La ciudad de Dios, escrita entre 413 y 426. Se apoyó en el pensamiento de Platón, al que leyó en sus traducciones latinas, pues Agustín desconocía el griego. Hasta santo Tomás de Aquino primero, y más tarde junto a él, san Agustín fue el principal soporte intelectual en que se apoyó el cristianismo. San Agustín inauguró la filosofía medieval e inspiró el pensamiento occidental. Sus últimos años, los de su vejez, se vieron oscurecidos por la invasión del norte de África de los vándalos de Genserico, y por su mala salud y su degradación física. También debió irse un poco de cabeza a juzgar por alguna de sus últimas dudas y obsesiones. Se preguntaba por ejemplo, si las mujeres conservarían en el cielo el sexo que habían tenido en la tierra, o qué ocurriría el día del Juicio Final a quienes habían sido devorados por caníbales.

En definitiva, estos fueron los tres primeros Padres de la Iglesia. Varios siglos después, alguien preguntó al descreído Voltaire si había leído las obras de los tres. Contestó afirmativamente y apostilló: pero me las pagarán.


Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos soñado. Los puentes de Madison.

No hay comentarios:

Publicar un comentario