Si
el cristianismo, como vimos en entregas anteriores, dio sus primeros pasos de
forma algo titubeante, y se enredó en herejías y desviaciones que dificultaron
su andadura durante el periodo bajoimperial, cobró vigor y aseguró su unidad
gracias a la intervención de los que históricamente se han llamado sus primeros
padres. Tres hombres cuya altura intelectual y peripecia personal resultaron
decisivas: san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín.
Ambrosio,
el que fue primero gobernador y después obispo de Milán, se hizo bautizar
cuando conoció su inminente elección para el cargo. Era un noble patricio cuya
estatura e importancia no palidecían ni ante el mismo emperador Teodosio. A
Ambrosio se debe la idea de la superioridad del poder espiritual encarnado en
la Iglesia, sobre el poder temporal que representaba el emperador. Afirmó que
el primer deber del cristiano no era la obediencia al Estado, sino a Dios,
cuyos vicarios en la Tierra eran los obispos. Fue un predicador excepcional
cuyos sermones eran seguidos por multitudes de miles de personas que se
congregaban bajo su púlpito para oírle predicar. Se dice que su verbo
incendiario era capaz de enardecer al público más frío. Compuso el Hexaemeron, una obra de exégesis bíblica.
Destacó también en la lírica latina, siendo autor de himnos bellísimos como el
célebre Veni Redemptor Gentium, y en
definitiva, a pesar de su vasta formación clásica, o acaso gracias a ella, fue
san Ambrosio de Milán el verdadero iniciador de la que podríamos llamar cultura
cristiana, lo mismo en lo estético que en lo literario y lo litúrgico.
Jerónimo,
nacido en 340 en Stridone, en la frontera entre Dalmacia y Panonia, pasó su
juventud en Roma, donde se formó con el gramático Elio Donato. Dotado de gran inteligencia
y según se dice, de una memoria prodigiosa, el joven Jerónimo se fascinó por la
cultura clásica y aprendió de memoria las obras de Cátulo y Lucrecio, además
del griego en los textos de Platón, Aristóteles y Tucídides.
Sus
biógrafos no se ponen de acuerdo en si Jerónimo era ya cristiano cuando llegó a
Roma, o se convirtió precisamente a través de la obra platónica. En cualquier
caso, a él se debe la interpretación acaso un tanto forzada, de que Platón y
Aristóteles, a pesar de vivir en época anterior a Cristo, adelantaron el germen
del cristianismo en sus proposiciones filosóficas. Esta idea, muy seguida y
popular en tiempos medievales y renacentistas, tuvo virtud de dotar al
cristianismo de la base filosófica y el prestigio intelectual del que quizá
carecía.
Jerónimo
fue ordenado sacerdote en Antioquía en el año 379, cuando se hallaba a punto de
cumplir los cuarenta. En lo personal, era un asceta vegetariano que dormía
sobre unas pajas, gastaba cilicio y ayunaba a menudo. Se vestía con una piel de
cabra, y se dice que con sus apenas cuarenta años parecía un anciano moribundo.
En Roma causó una extraña mezcla de desprecio y fascinación, no sólo entre los
prelados, sino entre las damas de la corte romana. Roma, a pesar de la Iglesia,
o quizá por su causa, era como lo fue siempre, una ciudad depravada donde debía
ser difícil encontrar una virgen. Dos damas de la alta sociedad romana, Marcela
y Paula, que si no vírgenes, al menos eran oficialmente solteras, acogieron a
Jerónimo como consejero espiritual. Se le acusó de haberse liado con ellas.
Probablemente se trataba de una calumnia, pero ese episodio unido a la
acusación de la madre de una joven asceta que murió tras una prolongada
abstinencia, aconsejó al papa Dámaso decretar su destierro. Es probable que en
ello pesara más la machacona insistencia de Jerónimo en condenar a las mujeres
que se pintaban, a las que vestían ropa provocativa, a las que abortaban, y
hasta a los sacerdotes que vivían en la opulencia. Estaba obsesionado con el
sexo, y condenaba hasta el mismo matrimonio, olvidando que se trataba de un
sacramento. El caso es que marchó a Belén de Judea, donde falleció en 419 en la
cueva que habitaba allí en compañía de la bellísima Eustoquia, una joven
admiradora que le siguió en su exilio y en su vida de privaciones. Jerónimo,
que poco después sería san Jerónimo, afirmaba que la virginidad podía perderse
hasta con el pensamiento. Ignoramos si su joven discípula la conservó. Al menos
parece que no se casaron.
En
el terreno intelectual, a san Jerónimo se debe la traducción al latín de la
Biblia desde el arameo y el hebreo. Es la que se llamó Vulgata, y se ha tenido por canónica durante muchos siglos.
Así
pues, san Ambrosio fue todo un príncipe de la Iglesia, que en su tiempo
inauguró sus fastos, vanidades y magnificencia, mientras que san Jerónimo fue
un asceta, azote de pecadores y partidario de la pobreza más extrema. Son las
dos caras más conocidas del cristianismo, y en gran medida contradictorias.
Hacía falta encontrar el necesario equilibrio que en la Iglesia representó san
Agustín.
Agustín
nació en 354 en la pequeña ciudad numidia de Tagaste, en el norte de África. Su
madre, santa Mónica, ganó la santidad perdonando las muchas infidelidades de su
marido, el padre de Agustín. El joven estudió, primero en Madauro y después en
Cartago, latín, retórica, matemáticas, música y filosofía. Tuvo Agustín una
juventud turbulenta como se desprende de su autobiografía que tituló Confesiones. Se amancebó con una
muchacha que le dio un hijo natural. Viajó a Roma. Fue adepto al maniqueísmo y
al neoplatonismo durante años, hasta que en Milán, san Ambrosio lo invitó a
leer las epístolas de san Pablo. El domingo de Pascua florida de 387, Agustín se
hizo bautizar junto a su hijo Adeodato. Ambos regresaron a África donde
discurrió el resto de sus vidas. Agustín llegó a ser obispo de Hipona.
Entre
su obra destacan los tratados Del libre
albedrío y De la Trinidad, y en
materia filosófica, La ciudad de Dios,
escrita entre 413 y 426. Se apoyó en el pensamiento de Platón, al que leyó en
sus traducciones latinas, pues Agustín desconocía el griego. Hasta santo Tomás
de Aquino primero, y más tarde junto a él, san Agustín fue el principal soporte
intelectual en que se apoyó el cristianismo. San Agustín inauguró la filosofía
medieval e inspiró el pensamiento occidental. Sus últimos años, los de su
vejez, se vieron oscurecidos por la invasión del norte de África de los
vándalos de Genserico, y por su mala salud y su degradación física. También
debió irse un poco de cabeza a juzgar por alguna de sus últimas dudas y
obsesiones. Se preguntaba por ejemplo, si las mujeres conservarían en el cielo
el sexo que habían tenido en la tierra, o qué ocurriría el día del Juicio Final
a quienes habían sido devorados por caníbales.
En definitiva, estos fueron los tres primeros Padres de la Iglesia. Varios siglos después, alguien preguntó al descreído Voltaire si había leído las obras de los tres. Contestó afirmativamente y apostilló: pero me las pagarán.
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