Translate

viernes, 9 de noviembre de 2018

LA HISTORIA DEL VENDEDOR DE CAMELLOS


Ismail había sido un honrado vendedor de camellos de esos que solo regateaban hasta donde le está permitido a un honrado comerciante de cualquier tipo de género. Procuraba obtener una ganancia razonable de aquellos clientes a los que sabía ricos, pero a cambio hacía un buen precio a los menos pudientes, dejando de ganar dinero, o incluso perdiéndolo en más de una ocasión cuando se las veía con personas verdaderamente necesitadas.
La revolución islámica le dejó sin trabajo, pero Ismail sufrió su pérdida con resignación. Era ante todo un creyente, así que daba por bueno cualquier sacrificio que se hiciera a mayor gloria del Islam. Además Ismail estaba acostumbrado a sufrir. Unas semanas antes de perder su trabajo, había perdido a su querida esposa. Contempló impotente como la pobrecilla agonizaba en el pasillo de un hospital desabastecido, cuyos médicos y enfermeras habían huido del país.

-Igual que las ratas, -pensó entonces-. Huyen porque no tienen la conciencia limpia, pero Alá es grande. Recibirán su justo castigo como todos los infieles. Alá es grande, -repetía como un mantra-, y eso le procuraba algún consuelo.
Eso y su pequeña. Ismail tenía una única hija, un ángel llamado Naima, a la que profesaba el más tierno amor paterno. Si sus piernas y su torturado corazón le seguían sosteniendo era para Naima. Y para Naima eran sus más amorosos pensamientos. El día que cumplió trece años no pudo ofrecerle otra cena que un trozo de pan y unos arenques. Después, sollozando en silencio, la miró dormir durante horas, mientras le acariciaba la mano y le retiraba de la frente un mechón de sedosos cabellos, poniendo un cuidado exquisito para no despertarla. Naima era hermosa como la luna, una belleza morena de ojos de gacela y corazón purísimo.

Ismail estaba decidido a cualquier cosa, incluso a robar, para su pequeña. Pero no fue necesario. La mañana siguiente oyó como llamaban a su puerta, y encontró afuera a la gente de Mansul Billah, el jefe tribal más influyente de la región; un señor de la guerra, como le llamaba la prensa occidental. Mansul era todo un personaje. Su familia descendía del mismo Profeta a través de su hija Fátima. Era por lo tanto uno de aquellos orgullosos y admirables príncipes fatimíes. Cuando le llevaron a su presencia, Ismail inclinó respetuosamente la cabeza. –Te conozco bien Ismail, -le dijo Mansul Billah-, y sé que eres un devoto creyente y un buen patriota.

-Me conoce y sabe quien soy, -repitió para sí Ismail abrumado. Allí mismo juró obediencia a Mansul Billah, el victorioso por la Gracia de Alá. A partir de ese día a él y a su hija no les faltó de nada. A cambio Ismail tuvo que aprender a manejar las armas y tuvo que utilizarlas con decisión. Mató a muchos, pero así es la guerra, se decía. La yihad, mejor dicho. La guerra santa contra los enemigos del Islam, contra los sicarios del mal, y contra quienes niegan la Verdad Revelada.

Cuando Ismail participaba en feroces razzias contra la población civil, cuando veía correr regueros de sangre como riachuelos en el suelo reseco, cuando, como una vez en Kandahar, tuvo que guardar la puerta de un cobertizo mientras Mansul y sus dos cuñados violaban adentro a un puñado de mujeres y de chiquillas supervivientes de su última matanza; Ismail se repetía machaconamente: -¿No es Alá el único Dios, y Mahoma su Profeta?, ¡pues muerdan el polvo sus enemigos y sufran sus mujeres como perras apaleadas a mayor Gloria del Todopoderoso!


Pasaron como una pesadilla aquellos meses de sangrientas orgías, sobre todo porque no quedó en la región prácticamente un solo enemigo de Dios con vida. Más tarde llegó el tiempo de la política. Los políticos, los militares y los señores de la guerra se reunieron una vez, dos, diez, veinte veces. Hicieron pactos primero y después los deshicieron. De vez en cuando un grupo traicionaba a otro. Algún tiroteo, algún muerto… -Para negociar en mejor posición, -era la explicación que daba a Ismail algún hombre de confianza de Mansul, cuando se sorprendía al saber de una u otra escaramuza-.

Con todo ese guirigay de paces a medias, Ismail había vuelto a quedarse sin trabajo. Llegó a pensar seriamente en hacerse policía, y hasta se acercó un día a la cola de la oficina de reclutamiento, sin decidirse a ponerse en ella. De vuelta en su barrio, vio una limusina parada en la puerta de su casa. Le invitaron a subir. Era Mansul Billah. –Has sido elegido Ismail, -le dijo-, y al escuchar aquellas cuatro palabras recorrió al antiguo vendedor de camellos un escalofrío mortal. –Dios te ha elegido entre los mejores hombres de sus ejércitos, para llevar la muerte a sus enemigos. Serás un héroe y un mártir, Ismail, -confirmó el imán sentado junto a Mansul-. Se abrirán para ti las puertas del Paraíso. Serás premiado con la vida eterna en el Dichoso Jardín donde los ríos manan leche y miel. Donde setenta jóvenes e inmaculadas vírgenes te servirán, y atenderán solícitas hasta el último de tus caprichos…


Cuando se acercó a la oficina de reclutamiento Ismail temblaba como una hoja. Sudaba tan copiosamente que se nublaron sus ojos y le escocían horriblemente, hasta el punto de impedirle mantenerlos abiertos más allá de un parpadeo. Iba cargado de muerte. Treinta kilos de explosivo plástico y un detonador que debía activar al alcanzar el interior del edificio. Al final de la calle interminable, fuera del alcance de la detonación, le pareció adivinar entre dos polvorientos montones de cascotes ruinosos, el morro de la limusina de Mansul. Voy a morir, -pensó un instante-. Pero la muerte nos igualará a todos. Mi Jardín del Paraíso no será inferior al tuyo ni en el menor detalle.
Esa idea le reconfortó. Caminó unos pasos más… Uno de los guardias armados reparó entonces en él. Ese es un antiguo vendedor de camellos llamado Ismail. Yo lo conocía y lo trataba hace años. Pero… ¿qué lleva bajo la ropa? Camina como si fuera arrastrando un peso. La idea del atentado se encendió en la mente del guardia como una luz repentina y providencial.
Le dio el alto una vez, dos… La gente de la cola comenzó a huir en desbandada. Ismail no oía ni veía. Siguió caminando. El guardia se parapetó tras una vieja camioneta. Apuntó su fusil con cuidado. Apretó el gatillo. Ismail solo notó un extraño zumbido, e inmediatamente… nada. Nada en absoluto.


Luego, como si despertara de un profundo sueño, se halló en el Paraíso.


Miró a su alrededor. Era todo exactamente como el imán le había dicho. En el Jardín celestial no faltaba ninguna flor que habitara la Tierra en el pasado, el presente o el futuro. Su hermosura superaba todo cuanto pueda expresarse con palabras. Deliciosos y fragantes arroyos corrían como hilos de vida. Ismail probó sus dulcísimos néctares. En efecto, cremosa leche y miel purísima. Y por supuesto, allí estaban sus setenta vírgenes. Rubias, morenas, castañas, pelirrojas… Todas hermosísimas y todas apasionadas. ¡Gran Dios! ¡Todo era verdad! ¡Alá premia a sus mártires como merecen!


Subido en un pequeño cerro de su Jardín, contempló Ismail las parcelas colindantes. ¡Que bien planeado!, -pensó-. ¡Todas son del mismo tamaño! Miró la parcela de su derecha… y allí vio a Mansul Billah. ¡Caramba, qué sorpresa! Resulta, -e Ismail lo supo inmediatamente, porque los elegidos conocen por ciencia infusa todo lo que debe conocerse-, que Mansul murió a las pocas horas de la explosión abatido por un comando especial de una agencia americana en una de esas operaciones a las que ponen nombre de película (zorro rojo, o algo por el estilo).

-¡Cuánta razón tenía cuando pensé que la muerte nos iguala a todos!, -exclamó-, y después, elevando una voz prodigiosamente melodiosa (téngase en cuenta que se había convertido en un bienaventurado), inició un cántico repetitivo y místico: ¡Alá es grande!, ¡Alá es grande!, ¡Alá es… ¡pero, será posible lo que contemplan mis ojos! Ismail se los frotó incrédulo, pero lo cierto es que no le engañaban. Ahora su visión era perfecta, como el resto de sus sentidos. De hecho podía ver nítidamente a través de distancias siderales. En la parcela de Mansul estaba viendo a Naima, su querida hija.

En efecto. A cada justo le corresponden setenta hermosísimas vírgenes, y todo el mundo se hace cargo de lo difícil que resulta encontrar vírgenes hermosas. Naima, que era virgen y era bella como un amanecer, tocó en suerte a Mansul. Ismail corrió hacia la verja que separaba las dos parcelas. ¡Naima!, -gritó-, y su hija, con un gesto de sorpresa indecible, le reconoció al instante. ¡Ven aquí, -le apremió Ismail-. Naima se apresuró a abrazar a su padre, y en un santiamén se halló en sus brazos al otro lado de la verja.
Ambos disfrutaron unos días de la leche, de la miel y del fragante aroma de las flores. A Ismail, teniendo con él a su pequeña, le parecía indecente gozar de sus setenta vírgenes a pesar de lo mucho que todas solicitaban sus atenciones, sobre todo cuando no cesaban de escucharse gemidos provenientes de la parcela vecina.


Mansul Billah por su parte, disfrutaba como un camello en la charca de un oasis hasta que cierto día, algunas de sus muchachas repararon en que no dejaba de contarlas una y otra vez. ¡Sesenta y nueve!, fue el sorprendente resultado. Luego se fue derecho a la verja y empezó a contar las vírgenes de Ismail. ¡Setenta y una!, rugió ciego de ira. Pidió audiencia con el Profeta (no se olvide que era descendiente suyo). Tras alguna deliberación y hasta una consulta al patriarca Abraham, la conclusión no pudo ser otra: Ismail había osado robar una virgen a su vecino. Un caso sin precedentes en el Paraíso, que sin duda merecía ejemplar castigo.

Poco tiempo después Mansul había disfrutado ya innumerables veces de la agradable compañía de sus ciento cuarenta vírgenes. En ese momento se encontraba con la pequeña Naima en los brazos. Era su preferida, acaso porque temblaba como una gacela, y le recordaba los goces de cierto cobertizo en Kandahar. Mansul apartó un poco las nubes y miró un instante a aquel desdichado Ismail que se consumía en los infiernos. En ese momento estaba siendo sodomizado por una tropa de babuinos de tamaño colosal. No pudo evitar un breve sentimiento de compasión, pero lo desechó al instante. Después de todo, como escuchó a Abraham decirle al Profeta: no puedes fiarte nunca de los perros callejeros; a veces les ofreces pan y te muerden en la mano.


Ismail vendía camellos, la religión vende camelos.

Ser ateo no te hace más inteligente, simplemente te libra de creer a pies juntillas las estupideces que te cuentan curas, imanes, rabinos y otros charlatanes semejantes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario