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miércoles, 18 de abril de 2018

LA HERENCIA DE TILBURY HOLMES. UNA NUEVA AVENTURA DEL FAMOSO DETECTIVE


Otra anodina tarde en Baker street. Sherlock Holmes, el genial detective, repasaba minuciosamente su colección de dermápteros, más conocidos por su nombre vulgar de cortapichinas o tijeretas. La señora Padmore debía estar en la cocina, a juzgar por el coro de borboteos que producían la media docena de pucheros en los que solía hervir pescuezos de yegua, cardos espinosos de las Hébridas, cabezas de somormujo, y el resto de inmundicias con las que cada día castigaba nuestros paladares. Yo por mi parte, a despecho de los continuos temblores que me producía la malaria, intentaba pintarme las uñas, y lo único que conseguía era ponerme los pantalones perdidos de laca. De pronto, Holmes exclamó: ¡atención doctor Watson, la correspondencia! El muy taimado había calculado con la precisión de siempre que el cartero arrojaría por la ventana la correspondencia como cada tarde a las dieciocho treinta y cinco. Levantó tres dedos y los fue recogiendo al tiempo que contaba: ¡tres, dos, uno...!, y el voluminoso paquete que contenía nuestra correspondencia y los diarios de la tarde, describiendo una parábola, atravesó la ventana acertando de pleno en mi rostro.

Aun intentaba recoger los fragmentos de mis lentes destrozados, cuando mi compañero de habitación casi había terminado de clasificar la prensa y el correo. Le vi titubear ante una de las cartas. La abrió, leyó, y el genial detective se puso durante un instante pálido como la cera. ¿Malas noticias, Holmes?, pregunté, y con gesto sombrío me contestó: Se trata de mi hermano Tilbury. Me temo, querido Watson, que ha fallecido en la India el jueves pasado.
Le manifesté mi pesar, y después de agradecérmelo, explicó que al parecer su hermano había sucumbido en una inocente batalla de almohadas. ¿Almohadas, cómo es posible?, pregunté incrédulo, y Holmes me aclaró que su hermano Tilbury era faquir. Las almohadas de los faquires, ya sabe, están hechas con clavos. Naturalmente, eso lo explicaba todo. Le di unas palmadas de ánimo y muy pronto se recobró, volviendo a exhibir su frialdad habitual. Debemos partir cuanto antes, me dijo. El viejo Tilbury Holmes no tenía más familia que su hermano, y era preciso hacerse cargo de su herencia.

Al día siguiente tomamos el expreso con destino a Durham. Holmes insistió en que debíamos ir de incógnito, así que opté por disfrazarme de colegiala. Estaba yo tan mona en aquel compartimiento de primera clase con mi faldita de cuadros, cuando entró un apuesto mozo de equipajes y me tiró un pellizco en la nalga izquierda. Ya pensaba que allí podría haber plan, cuando comprendí que aquel joven no era otro que Sherlock Holmes. Su disfraz es perfecto Watson, me dijo, excepto por el bigote. ¡Maldición!, pensé, y pasé el resto del viaje sumido en la más profunda melancolía.
Una vez llegamos a la mansión que había sido el hogar de Tilbury Holmes, asistimos a la lectura del testamento. No aburriré al lector con detalles sin interés. En lo sustancial, la casa pasaba a ser propiedad de la atractiva señora Hotass, el ama de llaves, unos miles de libras se legaban al doctor Killhealthy, su médico de cabecera, y para su querido hermano Sherlock, Tilbury reservaba una cajita de madera que contenía el dibujo de una clave de sol y una breve nota: Querido Sherlock, si de verdad eres tan listo como dicen, hallarás los famosos diamantes de Bangalore guiándote por esta hermosa clave de sol. Tienes veinticuatro horas a partir de la lectura del testamento, así que buena suerte.


¡Nada menos que los famosos diamantes de Bangalore! Se les calculaba un valor próximo al cuarto de millón de libras. Quise preguntar algo a Holmes, pero me atajó con un gesto disuasorio. Quería estar solo para poder pensar, y así lo hizo durante las siguientes cuatro horas encerrado en la biblioteca de su difunto hermano. La voluptuosa sirvienta, el viejo galeno, el abacea y yo mismo, quedamos afuera expectantes hasta que ya de noche cerrada, el genial detective salió de la biblioteca anunciando con gesto triunfal: ¡ya lo tengo!, y acto seguido nos citó a todos allí mismo la mañana siguiente poco antes del amanecer. Aquella noche yo no pude pegar ojo, y tampoco debieron dormir muy bien los demás a juzgar por los rostros ajados que exhibían cuando volvimos a comparecer en la biblioteca poco antes de que amaneciera. Holmes, sin embargo, estaba radiante. Por indicación suya nos sentamos todos a esperar que los primeros rayos de sol penetraran por la ventana. Por suerte el día amaneció sin una sola nube, y pocos minutos más tarde, un luminoso haz de luz inundó la estancia, iluminando la pesada araña de cristal que colgaba en el centro de la biblioteca.

Allí mismo, entre los cientos de cuentas de cristal de la lámpara, brillaron con especial fulgor tres grandes piezas de carbono perfectamente talladas. Eran los diamantes de Bangalore con los que el majarajá Shalmán III había obsequiado a Tilbury Holmes en agradecimiento por haberle librado de un vendedor de seguros muy pelmazo. A partir de aquel momento, el gran Sherlock Holmes sería su afortunado propietario. Con aquel dinero llovido del cielo podría ampliar su colección de dermápteros, podría realizar un viaje alrededor del mundo, y hasta podría inscribirse en el curso de bandurria por correspondencia que tanto y tanto había anhelado. Gracias a la generosidad de mi socio, a mí me correspondió un pellizco de aquella fortuna con el que al fin pude hacerme una depilación en condiciones, y adquirir ese carísimo rouge de labios con el que soñaba desde que era un muchacho.

El mundo es un gran teatro, pero la comedia tiene un reparto deplorable. Oscar Wilde.



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