

Le
manifesté mi pesar, y después de agradecérmelo, explicó que al
parecer su hermano había sucumbido en una inocente batalla de
almohadas. ¿Almohadas, cómo es posible?, pregunté incrédulo, y
Holmes me aclaró que su hermano Tilbury era faquir. Las almohadas de
los faquires, ya sabe, están hechas con clavos. Naturalmente, eso lo
explicaba todo. Le di unas palmadas de ánimo y muy pronto se
recobró, volviendo a exhibir su frialdad habitual. Debemos partir
cuanto antes, me dijo. El viejo Tilbury Holmes no tenía más familia
que su hermano, y era preciso hacerse cargo de su herencia.
Al
día siguiente tomamos el expreso con destino a Durham. Holmes
insistió en que debíamos ir de incógnito, así que opté por
disfrazarme de colegiala. Estaba yo tan mona en aquel compartimiento
de primera clase con mi faldita de cuadros, cuando entró un apuesto
mozo de equipajes y me tiró un pellizco en la nalga izquierda. Ya
pensaba que allí podría haber plan, cuando comprendí que aquel
joven no era otro que Sherlock Holmes. Su disfraz es perfecto Watson,
me dijo, excepto por el bigote. ¡Maldición!, pensé, y pasé el
resto del viaje sumido en la más profunda melancolía.
Una
vez llegamos a la mansión que había sido el hogar de Tilbury
Holmes, asistimos a la lectura del testamento. No aburriré al lector
con detalles sin interés. En lo sustancial, la casa pasaba a ser
propiedad de la atractiva señora Hotass, el ama de llaves, unos
miles de libras se legaban al doctor Killhealthy, su médico de
cabecera, y para su querido hermano Sherlock, Tilbury reservaba una
cajita de madera que contenía el dibujo de una clave de sol y una
breve nota: Querido Sherlock, si de verdad eres tan listo como
dicen, hallarás los famosos diamantes de Bangalore guiándote por
esta hermosa clave de sol. Tienes veinticuatro horas a partir de la
lectura del testamento, así que buena suerte.

Allí
mismo, entre los cientos de cuentas de cristal de la lámpara,
brillaron con especial fulgor tres grandes piezas de carbono
perfectamente talladas. Eran los diamantes de Bangalore con los que
el majarajá Shalmán III había obsequiado a Tilbury Holmes en
agradecimiento por haberle librado de un vendedor de seguros muy
pelmazo. A partir de aquel momento, el gran Sherlock Holmes sería su
afortunado propietario. Con aquel dinero llovido del cielo podría
ampliar su colección de dermápteros, podría realizar un
viaje alrededor del mundo, y hasta podría inscribirse en el curso de
bandurria por correspondencia que tanto y tanto había anhelado.
Gracias a la generosidad de mi socio, a mí me correspondió un
pellizco de aquella fortuna con el que al fin pude hacerme una
depilación en condiciones, y adquirir ese carísimo rouge de labios
con el que soñaba desde que era un muchacho.
El
mundo es un gran teatro, pero la comedia tiene un reparto deplorable.
Oscar Wilde.
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