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domingo, 18 de junio de 2023

DIOCLECIANO, EL BAJO IMPERIO Y EL PRINCIPIO DEL FIN

 


Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto, más conocido como Diocleciano, puso fin con su ascensión al trono de Roma en 284, al reinado del terror que le precedió en el que casi todos los emperadores eran asesinados sistemáticamente por los guardias pretorianos. Era el hijo de un liberto dálmata, así que no precisamente noble, pero sí muy ambicioso. Y también inteligente, como lo prueba el hecho de que se las arregló para obtener el mando de los pretorianos, una posición magnífica para acceder al poder. Una vez conseguido su propósito, su primer objetivo fue salvar el pellejo. Tomó para ello dos decisiones importantes: abandonar Roma, cuyas intrigas palaciegas la habían convertido en el lugar más peligroso para un emperador; y rodearse siempre de una reforzada guardia de corps de fidelidad a toda prueba.


Ante la estupefacción de los habitantes de la Urbe, trasladó la capital del Imperio a Nicomedia, en el Asia Menor. Y como las fronteras eran tan extensas e imposibles de controlar, ideó dividirlo. Designó para ello a Maximiano, con el título de Augusto idéntico al suyo y capital en Milán, para que se hiciera cargo del territorio occidental. Además, de acuerdo con Maximiano, cada uno de ellos designó a un César más joven para compartir el gobierno: Diocleciano en la persona de Galerio, que estableció su capital en Mitrovitza, en la actual Kosovo; y Maximiano en la persona de Constancio Cloro, así apodado por la palidez de su rostro, que eligió como sede Tréveris, en Germania. Quedó de esta manera establecida la Tetrarquía o gobierno de cuatro, con el acuerdo de retirarse los Augustos al cabo de veinte años, para dejar el poder a los Césares. Roma seguía siendo la ciudad más poblada del Imperio y la más impresionante, con sus circos, sus teatros, sus templos y sus suntuosos palacios, pero no tomaba parte en ninguna de las decisiones políticas o estratégicas. Comenzó con la tetrarquía lo que muchos historiadores han llamado el Bajo Imperio, y constituyó de alguna manera el principio del fin de Roma y de una época histórica.


Cada Augusto dio a su César correspondiente una de sus hijas como esposa, sellando así una alianza destinada a durar dos décadas. Este fue el plan de Diocleciano, que también tenía otros no menos ambiciosos. Prosiguió con la reforma iniciada por Aureliano. Fue una visión absolutista del Estado, un experimento que, salvadas las distancias, recuerda un poco a lo que en el siglo XX hemos llamado socialismo real, con sus aciertos y sus errores. Basó el gobierno en la planificación de la economía, nacionalización de las industrias y multiplicación de la burocracia. La moneda quedó vinculada al patrón oro, algo que iba a permanecer invariable durante aproximadamente los mil años siguientes. Los campesinos libres quedaron fijados a las tierras que ocupaban y se constituyeron en el antecedente de los siervos de la gleba medievales. Los obreros y los artesanos quedaron encuadrados en gremios hereditarios que nadie tenía derecho a abandonar. Todo ello sin olvidar el peso abrumador de la mano de obra esclava, pues la esclavitud seguía siendo en el Imperio una institución inamovible. El sistema no podía funcionar sin un severo control de los precios, una economía dirigida en la que todo estaba reglado. Diocleciano multiplicó el ejército de agentes fiscales y tributarios, hasta el punto de que como escribe Lactancio, en nuestro Imperio, uno de cada dos ciudadanos es funcionario. A pesar de ello, abundaron los fraudes y el estraperlo, lo que intensificó a su vez los controles…


Se dio entonces en el Imperio una curiosa paradoja: en vez de recibir como antes a inmigrantes bárbaros que buscaban la pax romana, el imperio de la ley y la prosperidad, eran los ciudadanos romanos quienes a escondidas cruzaban los límites del Imperio para buscar refugio entre los bárbaros. Todo un síntoma del principio del fin. Mientras en el interior reinaba el orden, un orden ciertamente despótico, y una paz de cementerio, los jóvenes Constancio Cloro y Galerio establecieron fronteras más o menos seguras en Britania y en Persia. La sociedad de aquel Bajo Imperio preludiaba en todo a la que se instalaría durante la larga Edad Media que siguió. La corte oriental de Diocleciano tenía ya todo el aspecto de la que durante siglos iba a florecer en Bizancio, un lugar entonces todavía desconocido.


En 305, cumplidos los veinte años pactados, en Nicomedia y en Milán los dos Augustos abdicaron con solemnes ceremonias en favor de sus propios Césares y yernos. Diocleciano a los cincuenta y cinco años se retiró a su magnífico palacio de Spaleto, Split, en la actual Croacia, su Dalmacia natal, donde falleció a los sesenta y tres. Cuando Maximiano solicitó su mediación en el conflicto sucesorio que siguió, Diocleciano respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien jamás había visto con qué lozanía crecían las coles en su huerto. No se movió de allí. Después de él volvió a reinar la anarquía, pero había hecho todo lo que razonablemente podía hacerse: demorarla veinte años.

Aconsejar economía a los pobres es como aconsejar bañarse al que se está ahogando. Oscar Wilde.


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