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sábado, 13 de febrero de 2021

LA PROVERBIAL SEVERIDAD REPUBICANA: MITO O REALIDAD

 


Entre los historiadores romanos fue común idealizar el periodo republicano como un tiempo idílico en que reinaron la honradez y la justicia. Lo hicieron en gran parte para subrayar el contraste con la corrupción que oscureció algunas etapas posteriores. La República se mitificó, sí, pero ya se sabe que todos los mitos encierran cierta dosis de verdad, y lo cierto es que la Roma republicana, aun con sus correspondientes luces y sombras, tuvo muchas virtudes.

Es de destacar la sobriedad arquitectónica de la urbe primitiva. Dos calles principales se cruzaban en la ciudad, dividiéndola en cuatro barrios, cada uno de ellos con sus dioses tutelares propios, los Lari compitali, que se horraban con pequeñas estatuas en multitud de rincones y hornacinas repartidas por toda Roma.

Calles estrechas de tierra apisonada que no se pavimentaron hasta mucho más tarde. Desde los Tarquinos existía ya la cloaca máxima, pero tuvo que ser Apio Claudio el Ciego quien hiciera construir el primer acueducto que por fin llevó agua fresca a la ciudad desde las montañas cercanas. Por primera vez los romanos se pudieron lavar. Las primeras termas no se abrieron hasta después de la derrota de Aníbal. Subsistían las casas edificadas por los etruscos, casas de piedra que se iban reparando y estucando cuando hacía falta. Los romanos vivían fundamentalmente de la agricultura que practicaban en los campos cercanos. Muchas de las familias aristocráticas debían su nombre a sus especialidades agrícolas. Así, los Léntulo eran especialistas en lentejas, los Cepione (Escipiones) en cebollas, los Fabio en habas. Abundaban también los higos, las uvas y el aceite. Cada familia criaba sus gallinas, sus cerdos y sobre todo sus ovejas de las que obtenían la lana para vestirse.



El primer camino decente fue la vía latina, construida en 370 a.C., un siglo después de la instauración de la República. Unía la urbe con los puertos albanos. Cincuenta años más tarde, Apio Claudio, el mismo del acueducto, construyó la segunda, la vía Apia, que se prolongó hasta Capua. No existió una flota que mereciera tal nombre hasta las guerras púnicas. En los primeros tiempos los romanos desconocían la moneda. Se limitaban las transacciones al intercambio de ganado. Las primitivas monedas ostentaban las imágenes de cerdos, ovejas, vacas… ganado o pecus, de donde deriva el término pecunia. La primera unidad monetaria fue el as, un trozo de cobre de una libra de peso. Apenas nacida, fue devaluada por el Estado para hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica. Para ayudar al ejército, todos los ciudadanos entregaron sus ases de cobre, estos fueron divididos en seis partes, y por cada as recibido, el Estado restituyó una sexta parte, el sestercio, que al principio fue de cobre y más adelante lo hubo de plata con valor de dos ases y medio. Llegó luego el denario, también de plata, con valor de cuatro sestercios. Del término denario deriva nuestro dinero en castellano. Por último, la unidad de más valor fue el talento de oro, que valía una fortuna, y sólo estuvo al alcance de los ricos.


A falta de bancos, los romanos depositaban sus dineros en los templos, y los préstamos estaban a cargo de los argentarios que traficaban en oscuras oficinas próximas al Foro. El interés máximo permitido era del ocho por ciento, y aunque la usura estaba expresamente prohibida por las Doce Tablas, debía ser una práctica ilegal bastante extendida. Gran parte de la mano de obra era esclava, y para los demás siervos los derechos laborales eran inexistentes. Hubo diversas revueltas llamadas guerras serviles, y acaso para aplacar a los trabajadores, se promovieron los gremios, llamados más propiamente colegios. Hubo doce oficialmente reconocidos: alfareros, herreros, zapateros, carpinteros, tocadores de flauta, curtidores, cocineros, albañiles, cordeleros, fundidores, tejedores y actores, llamados estos últimos artistas de Dionisio.

Los romanos se casaban muy jóvenes, a los veinte años los varones y tal vez algo más jóvenes las esposas. Los matrimonios solían pactarse entre las familias y podían ser con mano o sin mano. En los primeros la mujer pasaba a ser propiedad del marido desde el primer momento. En los segundos el padre de la novia mantenía los derechos sobre su hija durante el primer año, lo que daba lugar a separaciones precoces. Pasado ese periodo, el matrimonio se convertía en con mano por coemptio, es decir, por uso o adquisición. Y también podía ocurrir por confarreatio, cuando ambos cónyuges comían juntos un dulce. Esta modalidad estaba reservada a los patricios, y requería solemnes ceremonias, festejos, cantos y nutridas procesiones con acompañamiento de flautas. Cuando el cortejo llegaba a la casa del novio, éste desde detrás de la puerta, preguntaba: ¿Quién eres?, y la novia contestaba: Si tú eres Ticio, yo soy Ticia. Entonces el novio le entregaba las llaves de la casa, la tomaba en brazos y así pasaban bajo un yugo, el yugo matrimonial. Según los historiadores del periodo imperial, el primer divorcio de la Roma republicana no ocurrió hasta dos siglos y medio tras la fundación de la República. Ignoramos si el dato es exacto o se debía al afán de los historiadores por ensalzar la moralidad de los tiempos pretéritos frente a la impudicia del Imperio, etapa en la que los divorcios fueron cosa corriente.

Las relaciones entre hombres eran generalmente rudas, y el trato dispensado a esclavos y prisioneros, despiadado. Sin embargo, se procuraba primar la Justicia y la honradez por encima de todo. Por ejemplo, cuando un sicario se presentó en el Senado proponiendo envenenar a Pirro, cuyos ejércitos amenazaban a Roma, los senadores no sólo rechazaron la oferta sino que informaron del complot al caudillo enemigo. Cuando después de la derrota romana de Cannas, Aníbal mandó diez prisioneros de guerra a Roma para tratar el rescate de otros ocho mil, con promesa de regresar. Uno de ellos no cumplió su palabra, quedándose en su casa de Roma. El Senado le puso grilletes y le mandó al general cartaginés. Si hay que creer a Polibio, la vuelta del prisionero nubló la alegría de Aníbal, pues se dio cuenta de cuál era la clase de gente con la que debía pelear.

En definitiva, los romanos de la República eran tipos severos y rectos. Es muy conocida la anécdota del esclavo escita de César que cada vez que alguien le adulaba, le susurraba por detrás: recuerda, oh César, que sólo eres un hombre. También se sabe que en los triunfos, a la vez que el pueblo vitoreaba y aplaudía, los soldados de César le gritaban: ¡Déjate de mirar a las matronas, calabaza monda, confórmate con las putas!

Debemos concluir pues que los romanos de esa época debían parecerse bastante a los tipos que idealizaron Plutarco o Tácito. Les faltaban el sentido de las libertades individuales, el gusto por el arte y por la ciencia, los placeres de la conversación y la filosofía, y sobre todo el sentido del humor. Pero a cambio podían presumir de lealtad, sobriedad, tenacidad, obediencia y sentido práctico. No estaban hechos para comprender el mundo y disfrutarlo. Estaban hechos para conquistarlo y gobernarlo.

¿Qué cuántos pulmones tengo? Uno, como todo el mundo. Mostaza Merlo, futbolista.


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