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sábado, 27 de octubre de 2018

MARTIRIO DE SANTO DOMINGUITO DE VAL



Dominguito de Val era un infante de coro de siete años, hijo de Sancho de Val, notario, y de Isabel Sancho, sus labores. Estamos en la Zaragoza de mediados del siglo XIII. Si nos atenemos a lo que enseñan las series de televisión, en aquel tiempo, en Zaragoza lo mismo que en Toledo, reinaba una paz idílica. Era una sociedad en la que convivían felizmente cristianos, moros y judíos. En los últimos años parece que ha hecho fortuna una especie de “pensamiento Alicia” que nos pinta una España de las tres culturas donde llovían pétalos de rosa, y todos eran buenos, felices, comían perdices en el desayuno, el almuerzo, la cena, y a los chiquillos les ponían las perdices entre el pan para merendar.


Pero, ¿era así de verdad? Veamos. Según la crónica, un judío de nombre Albayuceto, que también, vaya nombrecito, raptó al pobre Dominguito. Hacía tiempo que un grupo de judíos de la aljama zaragozana (sin duda resentidos porque los cristianos eran altos, rubios, de ojos azules y guapetones; mientras que ellos iban encorvados, tenían la nariz ganchuda, la mirada torva, y eran más feos que comer con gorra), abrigaban el secreto proyecto de repetir de forma ritual la pasión de Cristo, simplemente para hacer escarnio de la fe cristiana, y pasar un buen rato martirizando a algún inocente, que era lo que más les gustaba hacer por las tardes, al salir del trabajo, donde se dedicaban, como todo el mundo sabe, a la usura.


Una vez raptado el niño, lo escarnecieron, lo flagelaron, y luego lo crucificaron con unos clavos tremendos en una pared de la iglesia de San Miguel de los Navarros. Le alancearon el costado, como al Redentor, y no contentos con eso, le decapitaron, le amputaron manos y pies, echaron sus despojos en un saco, y los tiraron al Ebro como si fueran un desperdicio. Corría el 31 de agosto de 1250. Unos barqueros que acertaron a pasar, viendo unas extrañas luces, se acercaron a la ribera y descubrieron el cadáver. Fueron depositados sus restos en la iglesia de San Gil Abad, y más tarde en la catedral de La Seo, en una capilla dedicada al infante mártir, donde todavía pueden venerarse. El pequeño santo fue canonizado. Ejerce el patronazgo de los monaguillos y de los infantes de la escolanía de la ciudad, conocidos mundialmente como infanticos del Pilar, unas voces blancas y cristalinas admirables. Como dicen Les Luthiers, “escúchelos antes de que crezcan”.


Así nos narra el martirio la crónica de la época. Como lógica consecuencia, una muchedumbre legítimamente enardecida arrasó la judería de Zaragoza, degollando a hombres, mujeres, niños, caballerías, y resto de animales de pelo y pluma. Y es que, como razonaban algunos de los que portaban antorchas y cuchillos cabriteros: ¡estas no son formas de convivir en armonía, caramba!
El de Dominguito no fue un caso único ni mucho menos. Entre los despiadados asesinatos de niños perpetrados por judíos (y vengados después reglamentariamente) cabe añadir en España los casos del Santo Niño de La Guardia y el Santo Niño de Sepúlveda. Y en el resto de Europa destacan el del niño Guillermo de Norwich de 1144, y el del niño Hugo de Lincoln, de 1255. En el correspondiente artículo de wikipedia, aparecen en toda Europa, seis casos en el siglo XII, quince en el XIII, diez en el XIV, dieciséis en el XV, trece en el XVI, ocho en el XVII, quince en el XVIII, y nada menos que treinta y nueve en el XIX. Véase pues qué fiebre asesina dominaba a los seguidores de la Ley Mosáica.


Alfonso X el Sabio, ese rey que últimamente se nos presenta como ejemplo de tolerancia y convivencia pacífica, escribe: Et porque oyemos decir que en algunos lugares los judíos ficieron et facen el día del Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo en manera de escarnio, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, o faciendo imágenes de cera et crucificándolas cuando los niños non pueden haber, mandamos que, si fama fuere daquí adelante que en algún lugar de nuestro señorío tal cosa sea fecha, si se pudiere averiguar, que todos aquellos que se acercaren en aquel fecho, que sean presos et recabdados et aduchos ante el rey; et después que el sopiera la verdad, débelos matar muy haviltadamente, quantos quier que sean. (Alfonso X el sabio. Partidas, VII, XXIV, ley 2).


La mayor parte de los historiadores modernos encuadra el martirio de Santo Dominguito de Val y el resto de casos similares, en el llamado Libelo de sangre, especie de conspiración literaria de propaganda antisemita, del que también formaría parte el célebre Protocolo de los sabios de Sión. Otros sin embargo, han dado y siguen dando crédito a estas historias. Entre los antiguos valedores de la saga de martirios de infantes, destacan además de Alfonso el Sabio, Thomas de Monmouth, Geoffrey Chaucer (autor de Los Cuentos de Canterbury), y hasta los Reyes Católicos. Entre los modernos y contemporáneos sobresalen Stalin, Hitler y el resto de nazis, así como más recientemente los islamistas radicales, muchos católicos integristas, y una legión de novelistas de éxito. Así que, como a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, el tema no les importa en absoluto, las fuerzas están más o menos equilibradas.


Por mi parte, ni quito ni pongo rey. Parece evidente que toda esa fabulación de judíos comeniños no se sostiene desde un mínimo rigor histórico. Lo que tengo claro es que hay en este mundo más hijos de puta que botellines. En nombre, con excusa, al amparo, con motivo, por causa y como consecuencia de las creencias religiosas (esas que según dicen, son tan sagradas, tan inviolables y tan constitucionales en las democracias) se han declarado más guerras y cometido más crímenes, abusos y tropelías en la faz de la Tierra, que por ninguna otra razón. Cierto que casi siempre tras el móvil religioso se ocultan intereses económicos, sexuales, políticos… En fin, siempre andan detrás del mal las pulsiones más primitivas e inconfesables. Oculto tras la máscara altruista del patriota y del creyente, está permanentemente ese mono dominante que aspira a señorear su territorio de caza y apareamiento. El hombre no es más que un gorila ávido de poder, pasta, pantallas de plasma, plazas de parking, y en suma, de todo lo que empiece por “pe” o por cualquier otra letra del abecedario.



La oportunidad llama una sola vez a nuestra puerta. Las demás veces suelen ser los vecinos. Enrique Jardiel Poncela.



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