El
25 de marzo de 1617 fue bautizado en Calanda un niño llamado Miguel
Juan Pellicer Blasco, hijo de Miguel y María, destinado a encarnar
uno de los más prodigiosos sucesos de que se tiene noticia. Puede
decirse que ha superado el nivel de la tradición piadosa, para
ingresar en ese Parnaso de las cosas extraordinarias. Así, en el
top-ten de la gran enciclopedia de las maravillas, la entrada
“Calanda, El milagro de”, brilla con luz propia entre “Bélmez,
Las caras de” y “Nazca, Las líneas de”. Del milagro de Calanda
se han ocupado a lo largo de cuatro siglos todos los Iker Jiménez
con un poco de olfato para los grandes misterios.
El
pequeño Miguel fue el segundo de ocho hermanos, de una familia de
labradores muy pobres. Era analfabeto. No recibió más instrucción
que la religiosa impartida por el cura de su pueblo cuando enseñaba
a los niños la doctrina. A los diecinueve años marchó a Castellón
para trabajar en casa de Jaime Blasco, su tío materno. Allí sufrió
un desgraciado accidente. Cayó de un chirrión cargado de trigo, una
de cuyas ruedas le aplastó la pierna derecha. Le trasladaron al Real
Hospital de Valencia, donde se comprobó que se había roto la tibia
por su parte central. Allí estuvo sólo cinco días, pues insistió
en trasladarse a Zaragoza. El viaje de Valencia a Zaragoza, que el
joven Miguel hizo por sus propios medios y sin recurso alguno, debió
ser largo y penoso, tanto que agravó su lesión hasta el punto de
provocarle una gangrena.
En
Zaragoza, su primera visita fue a la Virgen del Pilar, de la que era
devoto fervorosísimo. En su templo confesó y comulgó. Confortado
así su espíritu, ingresó en el Hospital de Gracia, para que
atendieran su maltrecha pierna. Demasiado tarde. En la
cuadra de cirugía (no es
peyorativo, es que se llamaba así), tras examinarle, los cirujanos
Estanca, Beltrán y Millaruelo, decidieron amputar la extremidad
cuatro dedos por debajo de
la rodilla, para evitar
el progreso de la gangrena. Los practicantes enterraron el miembro
amputado haciendo un hoyo de
un palmo de hondo en
el corral de la leña.


El
jueves 29 de marzo de 1640, en Calanda, después de una dura jornada
de trabajo en la que ayudó a una de sus hermanas a acarrear en la
era nueve cargas de estiércol, Miguel regresó a la casa muy
fatigado. Como la cama en que solía dormir se encontraba ocupada por
un soldado que iba de paso, se acostó en el lecho de sus padres.
Pasadas unas horas, entraron ambos en la habitación, donde
percibieron una fragancia
y olor suaves, no acostumbrados allí.
Padre y madre vieron que a
luz de candil, bajo el
cobertor asomaban dos piernas. Atribuyéndolo a engaño de los
sentidos o a que el hombre que estaba allí echado no era su hijo,
trajeron más luz, y con grandísimo espanto y admiración, se
maravillaron al hallar que se trataba efectivamente de Miguel, y que
volvía a tener dos piernas, como si nunca hubiera sido cojo. El hijo
estaba sumido en un sueño profundo, y dijo luego que había soñado
hallarse en el templo del Pilar, ungiendo su muñón con el aceite de
las lámparas, como solía hacer tan a menudo. Cuando todos se fueron
recobrando del estupor, reconocieron en aquella pierna derecha
antiguas señales idénticas a las de la vieja pierna amputada,
concretamente de unos
granos que tuvo en la pantorrilla, unas marcas de aliagas, y otras de
la mordedura de un perro en el tobillo cuando era chico.
También se percibía la cicatriz de la amputación rodeando la
pierna un poco por debajo de la rodilla.
Una
pierna cortada y enterrada que vuelve a crecer después de varios
años en el muñón cicatrizado y seco. No estamos ante un milagrito
del tres al cuarto, tipo la curación de unas llagas, que muchas
veces se curan solas. Este es un milagro de primera categoría, de
los que desafían la evidencia biológica. Es equiparable a la subida
al cielo de Elías en un carro de fuego, a la resurrección de
Lázaro, o a la del propio Jesucristo. La noticia del prodigio se
extendió como la pólvora por España y el resto de Europa. Al poco
tiempo se inició un proceso que en 1641 concluyó el arzobispo
Apaolaza, declarando oficialmente el hecho como milagroso.
Se
conservan las actas y los testimonios de centenares de personas,
desde las más rústicas a las más ilustradas. Téngase en cuenta
que a pesar de las carencias tecnológicas y del fanatismo religioso
contrarreformista, el siglo XVII fue precursor del de las luces. El
método científico, aunque incipiente, estaba ya vigente en esos
años. De los testimonios se deduce que médicos, cirujanos y otras
personas de crédito actuaron con rigor, aportando el escepticismo
necesario. A pesar de ello, se concluyó sin ninguna duda la
autenticidad del milagro.

En
cuanto al personaje, Miguel vivió junto a sus padres unos pocos años
de gloria pasajera. Durante el proceso habitaron en Zaragoza,
mantenidos por el cabildo del Pilar. En 1641 el mozo fue recibido en
Madrid por Felipe IV, que tirado en el suelo, le besó la pierna…
Pero la fama siempre es efímera. Miguel Juan Pellicer Blasco murió
en 1647 contando apenas 30 años, en Velilla de Ebro, y fue enterrado
en el fosal común a costa del municipio, según consta en el
correspondiente registro, que lo califica como “un
pobre de Calanda”.
Nadie
sabe qué fue de la pata de palo. Si un día se encuentra, por
respeto a la memoria de Miguel y a la más elemental decencia, me
opongo firmemente a que se le quiera dar empleo similar al de la
reliquia de San Saturio. Sería ya mucho vicio, ¿no?
Algunos
hombres ven cosas que han ocurrido y se preguntan por qué. Yo
imagino cosas que no han ocurrido y me pregunto ¿por qué no? John
F. Kennedy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario