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sábado, 6 de octubre de 2018

EL MILAGRO DE CALANDA



El 25 de marzo de 1617 fue bautizado en Calanda un niño llamado Miguel Juan Pellicer Blasco, hijo de Miguel y María, destinado a encarnar uno de los más prodigiosos sucesos de que se tiene noticia. Puede decirse que ha superado el nivel de la tradición piadosa, para ingresar en ese Parnaso de las cosas extraordinarias. Así, en el top-ten de la gran enciclopedia de las maravillas, la entrada “Calanda, El milagro de”, brilla con luz propia entre “Bélmez, Las caras de” y “Nazca, Las líneas de”. Del milagro de Calanda se han ocupado a lo largo de cuatro siglos todos los Iker Jiménez con un poco de olfato para los grandes misterios.

El pequeño Miguel fue el segundo de ocho hermanos, de una familia de labradores muy pobres. Era analfabeto. No recibió más instrucción que la religiosa impartida por el cura de su pueblo cuando enseñaba a los niños la doctrina. A los diecinueve años marchó a Castellón para trabajar en casa de Jaime Blasco, su tío materno. Allí sufrió un desgraciado accidente. Cayó de un chirrión cargado de trigo, una de cuyas ruedas le aplastó la pierna derecha. Le trasladaron al Real Hospital de Valencia, donde se comprobó que se había roto la tibia por su parte central. Allí estuvo sólo cinco días, pues insistió en trasladarse a Zaragoza. El viaje de Valencia a Zaragoza, que el joven Miguel hizo por sus propios medios y sin recurso alguno, debió ser largo y penoso, tanto que agravó su lesión hasta el punto de provocarle una gangrena.

En Zaragoza, su primera visita fue a la Virgen del Pilar, de la que era devoto fervorosísimo. En su templo confesó y comulgó. Confortado así su espíritu, ingresó en el Hospital de Gracia, para que atendieran su maltrecha pierna. Demasiado tarde. En la cuadra de cirugía (no es peyorativo, es que se llamaba así), tras examinarle, los cirujanos Estanca, Beltrán y Millaruelo, decidieron amputar la extremidad cuatro dedos por debajo de la rodilla, para evitar el progreso de la gangrena. Los practicantes enterraron el miembro amputado haciendo un hoyo de un palmo de hondo en el corral de la leña.

Miguel, un mozo cuya única fortuna y medio de vida eran sus manos y sus pies, quedó lisiado de forma irreversible (o al menos eso parecía entonces). En el mismo Hospital le proporcionaron una pierna de palo, o más bien un palo que prolongaba el muñón. No crea el lector que en el siglo XVII la técnica ortopédica era gran cosa. De esta forma, provisto de su pierna de palo y de una muleta para ayudarse a caminar, Miguel pasó más de dos años en Zaragoza, sustentándose de algunos trabajos manuales ocasionales, y sobre todo de las limosnas que recogía en el templo del Pilar. Más concretamente, en la puerta alta de la ribera, junto a la capilla de la Esperanza, donde el joven cojo se convirtió en un personaje familiar entre los zaragozanos. Aprovechaba la frecuentación del templo para oír misa todos los días en la santa capilla, y trataba de mitigar el dolor del muñón con el aceite de las lámparas que por miles ardían en la basílica.

En 1640 Miguel decidió regresar a su Calanda natal. Viajó en carro cuando encontró quien le socorriera, a pie cuando no. Cubrió sucesivas etapas: Fuentes, Quinto, Samper, Alcañiz… Desde Alcañiz mandó recado a sus padres, y estos le enviaron a un muchacho de dieciséis años con una borriquilla. De esta forma volvió Miguel a abrazar a los suyos. Una boca más que alimentar constituía una pesada carga para la precaria hacienda familiar, por ello el joven se dedicó durante algún tiempo a recorrer los pueblos de la comarca, pidiendo de puerta en puerta, y recogiendo pan duro que las caritativas gentes le daban por amor de Dios. Este periodo, y también el que pasó a la puerta del Pilar, resultaron decisivos en el proceso posterior, puesto que fueron muchas las personas que lo trataron entonces y lo recordaban después.

El jueves 29 de marzo de 1640, en Calanda, después de una dura jornada de trabajo en la que ayudó a una de sus hermanas a acarrear en la era nueve cargas de estiércol, Miguel regresó a la casa muy fatigado. Como la cama en que solía dormir se encontraba ocupada por un soldado que iba de paso, se acostó en el lecho de sus padres. Pasadas unas horas, entraron ambos en la habitación, donde percibieron una fragancia y olor suaves, no acostumbrados allí. Padre y madre vieron que a luz de candil, bajo el cobertor asomaban dos piernas. Atribuyéndolo a engaño de los sentidos o a que el hombre que estaba allí echado no era su hijo, trajeron más luz, y con grandísimo espanto y admiración, se maravillaron al hallar que se trataba efectivamente de Miguel, y que volvía a tener dos piernas, como si nunca hubiera sido cojo. El hijo estaba sumido en un sueño profundo, y dijo luego que había soñado hallarse en el templo del Pilar, ungiendo su muñón con el aceite de las lámparas, como solía hacer tan a menudo. Cuando todos se fueron recobrando del estupor, reconocieron en aquella pierna derecha antiguas señales idénticas a las de la vieja pierna amputada, concretamente de unos granos que tuvo en la pantorrilla, unas marcas de aliagas, y otras de la mordedura de un perro en el tobillo cuando era chico. También se percibía la cicatriz de la amputación rodeando la pierna un poco por debajo de la rodilla.


Una pierna cortada y enterrada que vuelve a crecer después de varios años en el muñón cicatrizado y seco. No estamos ante un milagrito del tres al cuarto, tipo la curación de unas llagas, que muchas veces se curan solas. Este es un milagro de primera categoría, de los que desafían la evidencia biológica. Es equiparable a la subida al cielo de Elías en un carro de fuego, a la resurrección de Lázaro, o a la del propio Jesucristo. La noticia del prodigio se extendió como la pólvora por España y el resto de Europa. Al poco tiempo se inició un proceso que en 1641 concluyó el arzobispo Apaolaza, declarando oficialmente el hecho como milagroso.

Se conservan las actas y los testimonios de centenares de personas, desde las más rústicas a las más ilustradas. Téngase en cuenta que a pesar de las carencias tecnológicas y del fanatismo religioso contrarreformista, el siglo XVII fue precursor del de las luces. El método científico, aunque incipiente, estaba ya vigente en esos años. De los testimonios se deduce que médicos, cirujanos y otras personas de crédito actuaron con rigor, aportando el escepticismo necesario. A pesar de ello, se concluyó sin ninguna duda la autenticidad del milagro.


Cabe preguntarse si el suceso no sería un bien urdido montaje con dos migueles (acaso dos hermanos gemelos o muy parecidos). Si fue así, debió ser de proporciones gigantescas, implicando a familiares, vecinos y testigos de lo más dispar. ¿Pudo tratarse de un fenómeno de sugestión colectiva? En tal caso, David Copperfield, ese mago americano que hace aparecer y desaparecer avionetas y barcos veleros en un escenario, quedaría como un vulgar aprendiz. Algunos han apuntado móviles políticos interesados en promocionar el templo del Pilar en detrimento de la catedral de La Seo, símbolo hasta cierto punto de un Aragón antiguo y apegado a sus fueros, que el absolutismo rampante de los últimos Habsburgo, quería liquidar. Los descreídos siempre hallarán (hallaremos) cabos sueltos y motivos para la duda, cuando no para la certeza de la absoluta imposibilidad de lo que a todas luces es científicamente imposible. Otros hay sin embargo, que creerán en el prodigio a pies juntillas. Entre estos no sólo los fervientes católicos, sino también y como curiosidad sociológica, todos y cada uno de los calandinos, incluidos los calandinos ateos y hasta los reputados de comunistas como Luís Buñuel…


En cuanto al personaje, Miguel vivió junto a sus padres unos pocos años de gloria pasajera. Durante el proceso habitaron en Zaragoza, mantenidos por el cabildo del Pilar. En 1641 el mozo fue recibido en Madrid por Felipe IV, que tirado en el suelo, le besó la pierna… Pero la fama siempre es efímera. Miguel Juan Pellicer Blasco murió en 1647 contando apenas 30 años, en Velilla de Ebro, y fue enterrado en el fosal común a costa del municipio, según consta en el correspondiente registro, que lo califica como “un pobre de Calanda”.
Nadie sabe qué fue de la pata de palo. Si un día se encuentra, por respeto a la memoria de Miguel y a la más elemental decencia, me opongo firmemente a que se le quiera dar empleo similar al de la reliquia de San Saturio. Sería ya mucho vicio, ¿no?

Algunos hombres ven cosas que han ocurrido y se preguntan por qué. Yo imagino cosas que no han ocurrido y me pregunto ¿por qué no? John F. Kennedy.





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