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martes, 15 de diciembre de 2015

MEMORIAS DE UN PERDEDOR. EL TESORO DEL ATAÚD

Nunca he tenido suerte. Quizá recordéis la desgraciada experiencia del bigfood (clic para enlazar) que relaté el año pasado. Bueno, las cosas no mejoraron demasiado desde entonces. Me trasladé a la soleada California. Como estaba sin blanca pedí dinero a un prestamista, Joe Pastrami, una de las ratas más rastreras que habitan los sumideros. Un tipo duro. A quienes no pueden presentar un aval, Pastrami les parte las piernas por adelantado, así que gasté en hospitales la pasta que me prestó. Invertí mis últimos diez pavos en el anticipo para alquilar una oficina mugrienta muy cerca de Hollywood boulevard. Dormía allí mismo, con los pies sobre la mesa cubierta de trastos inútiles, o doblado como un ocho dentro del archivador. Me mantenía a base de bourbon barato, y sólo comía los bocadillos que solía robarle a miss Sullivan, la secretaria que había contratado hacía ya tres meses, sin haberle pagado todavía ni un centavo.

Dormía allí mismo, con los pies sobre la mesa cubierta de trastos inútiles...

Llamé a mi única cliente. Era una pobre mujer a la que engañaba su marido. El tipo se iba cada noche con una fulana distinta, y mentía a su mujer diciéndole que había dormido en casa de un amigo. –Señora Montero –le dije-, su marido es un canalla pero tiene unos amigos excelentes. He llamado a todos los de la lista que me proporcionó, y los diez han confirmado que anoche estuvieron con él.
Nada más colgar, sonó el teléfono. -Jefe -me dijo miss Sullivan-, es el casero. Dice que quiere cobrar el alquiler. –Déme ese teléfono, miss Sullivan. ¡Oiga! –grité-, Mr. Horowizch, deje ya de tocarme las pelotas. Le pagaré cuando pueda, ¿entiende?. Ahora tengo un negocio entre manos… ¿Cómo dice? No, no se moleste en contratar unos matones para asustarme. Espere a que le deba otros tres meses de alquiler, y por la mitad de pasta le garantizo que yo mismo me daré un buen escarmiento.

¡Cómo no me había dado cuenta! Mi secretaria era
un auténtico bombón con unas curvas de vértigo.
Colgué. Miss Sullivan me miró con lo que primero interpreté como lástima, y luego me pareció ternura. Se quitó las gafas de pasta y se soltó el pelo. ¡Cómo no me había dado cuenta! Mi secretaria era un auténtico bombón con unas curvas de vértigo. Diez minutos y dos revolcones en el archivador más tarde, estábamos fumando a medias uno de sus cigarrillos, y devorando uno de sus sandwiches. Inmediatamente rompió a llorar. Le dije que normalmente era mejor en la cama, le prometí que algún día iba a pagarle el sueldo, pero no era nada de eso. Miss Sullivan (Jenny a partir de entonces) me contó su desgraciada vida, y entre sollozos me confesó que sus cinco primos habían atracado un furgón blindado, haciéndose con un botín de quinientos de los grandes. Ahora cumplían condena en Alcatraz, pero antes de ser detenidos escondieron la pasta dentro del ataúd de unas pompas fúnebres ocupado por un fiambre. Nadie sabía qué había sido del muerto y del botín. ¡Aquello si que era una oportunidad! Si daba con el tesoro, podríamos huir los dos con la pasta a Méjico o al Caribe. Por fin la felicidad llamaba a mi puerta.

No me hice de rogar. Después de unas cuantas llamadas y de una visita al registro, creí estar tras la pista. Mi objetivo era un viejo cementerio anabaptista muy cerca de San Bernardino. Conduje primero por la general y luego por una carretera polvorienta. Era una zona de granjas familiares. Al salir de una curva atropellé a un pollo. En la curva siguiente, un desgraciado conejo corrió idéntica suerte. Si ahora atropello un puñado de arroz –pensé-, podría hacerme una paella…
Llegué al cementerio ya de noche cerrada. Eso me favorecía. Las sombras de la noche ocultarían mi sórdida tarea. Saqué una pala del maletero y comencé a cavar. Dos horas más tarde, cubierto de sudor,  contemplé bajo la luz temblorosa de mi encendedor de gasolina, el fruto de mis esfuerzos. Allí estaba el medio millón de pavos en billetes sucios (¿qué billetes no lo son?), contemplándome desde el ataúd forzado. Lo siguiente fue un destello y cinco revólveres apuntándome directamente a la cabeza. Jenny la embustera, Jenny la traidora, sostenía la linterna…

Jenny la embustera, Jenny la traidora, sostenía la linterna...

Me dejó sólo el dinero suficiente para el alquiler de la oficina, y un beso en los labios, más frío que el tipo de la caja, que me supo a veneno y a derrota. Cuando se fueron, creí escuchar a lo lejos los familiares acordes de blue moon. Quizá era la radio de un auto, o quizá sólo era producto de mi extraviada imaginación.

-Aquí la patrulla 13 reportando un caso de asesinato. La homicida ha apuñalado a su marido por pisar el suelo recién fregado. ¿Qué hacemos?
-Deténganla inmediatamente.
-No podemos.  Todavía está mojado.



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