El
final de una etapa histórica y el comienzo de la siguiente no son sino barreras
artificiales que se aceptan de forma convencional. Si nos preguntamos qué fecha
o qué acontecimiento marca el principio de la Edad Media, seguramente habrá
respuestas para todos los gustos. Hay quien lo sitúa en el año 476, fecha en
que el caudillo bárbaro Odoacro depuso y encarceló a Rómulo Augústulo, el
último emperador. Desde el punto de vista filosófico y literario, otro hito
simbólico podría ser la trágica ejecución por orden de Teodoríco, de Severino
Boecio, autor de La Consolación de la
Filosofía, a quien muchos consideran el último escritor clásico. Si
llevamos las cosas al terreno de la estrategia política y militar, resulta
inevitable pensar en Belisario, a quien es lícito adjudicar el título de último
general romano al servicio del Imperio, aunque ese Imperio que un día dominó la
práctica totalidad del mundo conocido, en época de Belisario se había fragmentado
y deteriorado hasta quedar prácticamente reducido al último bastión oriental de
Constantinopla.
Teodorico,
el rey de los godos, los nuevos dueños de Italia, no era católico sino arriano,
un credo considerado herético tanto en Roma como en Constantinopla. Su relación
con los papas romanos tuvo sus más y sus menos. Metió en la cárcel al papa
Símaco, y también hizo encarcelar a su sucesor, Juan I, a quien acusó de
traición tras haberle encargado viajar a Constantinopla para conseguir que
Justino, el emperador de Oriente, levantara el cargo de herejía contra los
arrianos. El papa Juan no lo consiguió. Murió en la cárcel, y a los pocos días
murió también Teodorico. El fallecido monarca era analfabeto como la gran
mayoría de los godos que formaban su corte en Pavía. Como su nieto Atalarico
era todavía un niño, Teodorico había nombrado regente hasta su mayoría de edad
a su hija Amalasunta, una mujer culta y refinada que hablaba con soltura el
latín y el griego.
Los demás godos la detestaban porque se sentían menospreciados por ella que siempre andaba rodeada de romanos. Amalasunta rehabilitó la memoria de Boecio y de Símaco, devolvió a sus familias los bienes confiscados, fundó nuevas escuelas, aumentó el salario a los maestros, y hasta se reconcilió con lo que quedaba del Senado. Quiso educar a su hijo en la cultura clásica, confiándolo a la tutela de preceptores romanos y griegos. Los cortesanos godos se indignaron. No querían que el futuro rey fuera un señorito romano afeminado, sino un guerrero preferiblemente analfabeto. Amalasunta cedió a medias permitiendo a los condes godos instruir a su hijo en duelos y batallas. Al parecer también lo instruyeron en abusar del vino y entregarse a otros excesos, así que el joven Atalarico que debía ser de naturaleza sensible y frágil, falleció con sólo dieciocho años.
Amalasunta
asoció al trono a su primo Teodato. Grave error, porque este Teodato era un
tipo sin escrúpulos y sediento de poder. La hizo estrangular mientras dormía en
535. El Papa y los senadores romanos consideraron ese asesinato motivo
suficiente para solicitar ayuda a
Constantinopla, recordando al emperador que Italia seguía siendo oficialmente
una provincia del Imperio, aunque de hecho la hubiera gobernado Teodorico como
señor absoluto.
Justiniano
aconsejado por su esposa, la emperatriz Teodora, probablemente la mujer más
influyente de su tiempo, mandó contra los godos de Italia a Belisario, el
último gran general del Imperio. La campaña se prolongó durante dieciocho
largos años. Antes de desembarcar en la península Itálica, Belisario limpió el
camino de obstáculos expulsando a los vándalos del norte de África y del resto
de sus bases mediterráneas: Córcega, Cerdeña, Baleares, Ceuta y parte de
Sicilia, lo que facilitó su campaña italiana. Algunos historiadores ven en esa
desbandada de los vándalos una de las causas por las que apenas dos siglos
después los árabes encontraran tantas facilidades para conquistar amplios
territorios norteafricanos que les darían luego acceso a la península Ibérica.
Ya
en Italia, las legiones de Belisario avanzaron con facilidad siendo aclamadas
por la población. Los godos quedaron cercados en el reducto de Rávena, que
finalmente también cayó.
Tras
la victoria, Belisario fue llamado a oriente para sofocar una revuelta de los
persas. Al frente de las tropas imperiales quedó Narsés, un oscuro general,
eunuco en la corte bizantina, que había ascendido mediante intrigas y turbios
manejos. Narsés se comportó en Italia como un déspota. En la península se
vivieron años, doce en concreto, de pestes y hambrunas, que según algunos
cronistas, empujaron a sus habitantes al canibalismo. Los nuevos amos no eran
libertadores, sino extranjeros griegos mucho más despiadados que sus
antecesores godos. Por eso no parece inverosímil que los italianos del norte
terminaran propiciando la llegada de unos nuevos invasores de estirpe gótica, los
longobardos, que iban a constituir un reino duradero en Italia.
En cuanto a Belisario, el último general, conocemos por el historiador Procopio sólo sus glorias militares, pero no su final del que existen varias versiones. Todo indica que en la corte constantinopolitana cayó en desgracia. La emperatriz Teodora tuvo celos de Antonina, la esposa de Belisario, a quien los bizantinos adoraban. También parece que el emperador Justiniano envidiaba la popularidad que llegó a adquirir el gran general. Se sabe que Belisario fue destituido y más tarde encarcelado. Algo más dudosa parece la leyenda que lo pinta en sus últimos años como un mendigo ciego vagando por las calles de Constantinopla. El caso es que la gloria es siempre efímera, amigos. Nuestro profe Bigotini que lo sabe muy bien, pasa las horas hojeando los viejos recortes de prensa en los que aparece como el gran Bigotini, el hombre bala que se introducía cada amanecer en un cañón para salir disparado hasta el estanque donde tomaba su reglamentario baño matutino.
-Perdone,
¿Para llegar al cementerio del pueblo?
-Usté
siga pisándome el sembrao, y no tardará en llegar…
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