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miércoles, 29 de noviembre de 2023

HISPANIA DESPUÉS DE ROMA


 

Ya vimos en anteriores artículos la progresiva degradación y finalmente la desaparición del Imperio Romano que oficialmente se data en el año 476, fecha en la que Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, considerado el último emperador de Occidente. Vimos también que las causas de aquel final fueron diversas, problemas internos, políticos, militares, sociales, económicos y de toda índole. Pero es innegable la decisiva contribución que ejerció la presión invasora de los llamados pueblos bárbaros, pertenecientes en su mayor parte al grupo germánico. Las primeras invasiones llegaron a nuestra península ya en los albores del siglo V, concretamente en 409, cuando penetraron en ella los vándalos y los suevos, gentes del grupo germánico, y los alanos de origen asiático. Otro pueblo germánico, el de los visigodos, que por entonces eran ya dueños de la mitad meridional del actual territorio francés, sellaron un pacto en 416 con Roma para expulsar de Hispania a suevos, vándalos y alanos.


Los visigodos estaban notablemente romanizados, hablaban latín con soltura, habían adoptado al menos las líneas generales del Derecho Romano, y además, eran cristianos como la mayoría de los habitantes del Imperio en esa época. Sus líderes guerreros trataban con familiaridad a los generales romanos, que por otra parte, eran también de origen godo, y sus obispos y hombres de iglesia trataban con familiaridad a sus homólogos romanos, así que a los hispanorromanos que los vieron atravesar los Pirineos y desfilar militarmente hacia la meseta, debieron parecerles sencillamente legionarios romanos, porque para entonces apenas serían distinguibles unos de otros.

En poco tiempo quedó configurado el mapa que aquí mostramos, con el reino suevo en Gallaecia, que por su aislamiento geográfico no parecía representar un problema urgente; los visigodos, aún con capital en Tolosa, su bastión del midi francés, dueños de la mayor parte del territorio; y con una pequeña franja costera del sureste peninsular dependiente de la lejana Bizancio por designio de Justiniano, el emperador de Oriente que durante un breve periodo pretendió ilusoriamente recomponer el viejo Imperio.


Empujados desde el norte por los francos, los visigodos establecieron en 507 su capital definitiva en Toledo. Hacia 585 el rey visigodo Leovigildo puso fin al reino suevo de Gallaecia que, aunque algunos historiadores han calificado de efímero, realmente no lo fue tanto, pues duró casi dos siglos. Combatió también en la cornisa cantábrica a astures y cántabros, y algo más al este a los vascones, frente a los que estableció la plaza fuerte de Vitoriaco, la actual Vitoria. Hermenegildo, hijo de Leovigildo, abrazó el catolicismo renegando de la doctrina de Arrio que tradicionalmente habían seguido los visigodos. Finalmente, en el III Concilio de Toledo, su otro hijo y sucesor, Recaredo, zanjó el conflicto religioso proclamándose el catolicismo como definitiva religión oficial. Esto ocurrió en 589. Los reyes visigodos hispánicos que antes se autodenominaban reges gottorum, pasaron a erigirse como reges Hispaniae.

Basándose en los principios del Derecho Romano, Recesvinto en 654 promulgó el Liber Iudicum, más conocido como Fuero Juzgo, texto que supuso la unificación jurídica de visigodos e hispanorromanos. Quedó de esta forma establecido lo que cabe considerar primer reino hispánico independiente, y todo lo unificado que le permitían sus características geográficas y demográficas.


En el terreno social y económico, la Hispania visigoda puede considerase una continuación de la Hispania romana con algunos matices. Ciertas actividades que habían tenido importancia en el periodo imperial, como la minería o el comercio, decayeron de manera notable. Con los visigodos se produjo la ruralización de la economía y el territorio. Comparados con la población autóctona hispanorromana, los nuevos dueños eran una exigua minoría que ocupó los principales puestos del poder político, militar y religioso. Siguieron teniendo importancia los grandes latifundios que habían pertenecido a patricios y propietarios romanos. Continuaron a menudo regentados por los hijos y los nietos de aquellos propietarios. Muchos topónimos muestran todavía su origen, como en Aragón, Leciñena (el pagus o la finca de Licinio), Sariñena, Boquiñeni, Cariñena… Sigue también con los visigodos (y este es un aspecto sobre el que se ha escrito muy poco) en plena pujanza la vergonzosa institución de la esclavitud. Conservan sus esclavos los latifundistas, los adquieren y acrecientan los nuevos amos visigodos, y los mantienen también los poderosos abades de los monasterios en un ejercicio de hipocresía capaz de ruborizar a cualquier seguidor sincero de la doctrina de Cristo.


En efecto, los obispos y el clero tanto regular como secular, formaron parte ya desde la tardorromanidad, de las élites gobernantes. Extramuros de los cenobios primero, y de los grandes monasterios más tarde, una legión de desheredados trabajaba la tierra de sol a sol para sus amos, al borde de la subsistencia. Este subproletariado agrario, junto a los sujetos a nobles y a guerreros, es el antecedente inmediato de los siervos de la gleba medievales. Resulta muy ilustrativa la lectura de la llamada Regula Communis, que establece las reglas monásticas de la época visigoda. Teóricamente, la Iglesia está interesada en la manumisión de los esclavos, pero el esclavo, al mismo tiempo que un ser humano, es una propiedad cuya pérdida no pueden tolerar los eclesiásticos, por lo que la libertad que se les concede es meramente nominal. Cada vez que se nombra a un nuevo obispo, el liberto debe realizar una serie de trámites administrativos complicados para personas analfabetas. En caso contrario, deberá volver a la esclavitud y seguir cultivando las tierras eclesiásticas o pastoreando los ganados monásticos, toda una trampa de por vida a la que los hijos del siervo nacen ya sujetos.

Nuestro profe Bigotini que no tiene ni dios ni amo, se subleva cuando estudia estas cosas que aunque sean muy antiguas, suenan extrañamente modernas a veces.

-¿Cuál es su principal defecto?

-Me meto en las conversaciones ajenas.

-Le estoy preguntando a él.

-Ah, perdón.


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