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miércoles, 18 de octubre de 2023

DE TARTESOS AL LATÍN. DEBUT HISTÓRICO DE ESPAÑA


 

Hace poco dedicamos un par de artículos a las lenguas prerromanas de la península Ibérica. Aunque todavía desconocemos el significado de la mayoría de las inscripciones ibéricas, todo parece indicar que en amplias regiones pirenaicas y del oriente peninsular se hablaba una lengua de raíz no indoeuropea, quién sabe si autóctona, y quién sabe si quizá relacionada (al menos lo parece fonéticamente) con el vascuence. También desde época muy temprana, desde el final de la edad del bronce y comienzo de la del hierro, al menos desde mil doscientos años antes de la llegada de los romanos, diferentes pueblos procedentes de allende los Pirineos se habían asentado en extensas áreas del norte, el occidente y el centro peninsular. Sus lenguas, ya asequibles al escrutinio de epigrafistas e historiadores, pertenecían como sus hablantes, al tronco lingüístico indoeuropeo, muy en relación con el celta alpino y centroeuropeo primitivo.



En sucesivas oleadas irían llegando a nuestro suelo, diferentes y variados visitantes. Unos, como los fundadores de Gades, desde la lejana Fenicia ya en el siglo IX a.C. Si aquellos navegantes-comerciantes orientales se encontraron con el viejo y mítico reino de Tartesos, mencionado ya en la Biblia y otros antiquísimos documentos, o si fueron los recién llegados quienes contribuyeron de forma decisiva a su grandeza y su leyenda, es cosa que aún deberá ser materia de estudio e investigación. Lo cierto es que desde Calpe (Gibraltar) hasta Olba (Huelva) en el litoral, y remontando el Guadalquivir hasta Ispali (Sevilla) e incluso más allá, hasta Turpila (Alcalá del Río), encontramos fundaciones fenicias y templos dedicados a sus dioses: Melkart, Baal, Astarté, Noctiluca… Si el célebre y rico Tesoro del Carambolo pertenece por entero a la cultura tartésica autóctona o refleja influencias de otras culturas mediterráneas, es algo de lo que también deberá hacerse más cumplida averiguación.

En el siglo VI a.C. viajeros griegos se establecieron en las costas de la actual Cataluña, en Rhode y Emporion. Por la misma época, los cartagineses, herederos culturales de los fenicios, colonizaron las Baleares y diferentes zonas del levante, con Cartago Nova (Cartagena) como principal centro comercial y político. A juzgar por los importantes hallazgos arqueológicos y epigráficos, todos aportaron sus culturas y sus lenguas hasta el punto de desplazar a las ibéricas de forma muy notable. Sus legados incluyen novedades espectaculares tales como el torno de alfarero, nuevos cultivos más productivos y rentables, técnicas metalúrgicas, la acuñación de monedas, y sobre todo la gran aportación del alfabeto. Es más que probable que hasta la aparición de los nuevos colonizadores, las lenguas autóctonas peninsulares fueran por completo ágrafas, y se sustentaran exclusivamente en la transmisión oral. Las primitivas fuentes de los historiadores y cronistas antiguos nos hablan de diferentes pueblos peninsulares: galaicos, astures, cántabros y vascones en el norte; vacceos, vettones, celtíberos, carpetanos y lusitanos en el centro y el oeste; indigetes, layetanos, edetanos y bastetanos en el este; y en el sur los turdetanos, probables herederos de la cultura tartésica y su mítico reino.


Este era el panorama que encontraron los romanos al tomar contacto con el territorio. Ocurrió a mediados del siglo III a.C., y se originó en la rivalidad política y geoestratégica que la República de Roma mantuvo con Cartago durante las Guerras Púnicas. Los romanos vencieron, y desde las primeras bases ganadas a los cartagineses en las regiones costeras, iniciaron una expansión que les llevó a dominar por completo Hispania, como ellos la rebautizaron, en un periodo de apenas dos siglos, que considerando las dificultades orográficas y la precaria tecnología de la época, resulta excepcionalmente breve. Encontraron en el camino de la romanización peninsular algunas resistencias como la que opuso el caudillo lusitano Viriato (139 a.C.), la heroica de los celtíberos en Numancia (133 a.C.) o la de los cántabros y astures, a los que acabó derrotando el mismo Augusto en persona en el 19 a.C., cuando se iniciaba ya la etapa imperial.

En Hispania encontraron los romanos riquezas mineras inimaginables, un suelo fértil que produjo trigo como para alimentar al Imperio, una industria pesquera que produjo toneladas de salazones en la costa atlántica de Andalucía, y sobre todo material humano, mano de obra esclava al principio para trabajar las minas y los campos, y ya desde los primeros tiempos, soldados: honderos baleáricos, infantes celtíberos o hábiles jinetes como los de la turma salduietana que resultaron temibles para los enemigos de Roma. Hispania aportó a Roma emperadores como Trajano y Adriano, intelectuales como Marcial, Séneca, Quintiliano o Lucano, agrónomos como Columela…

Roma aportó a Hispania el legado impagable de su lengua, el latín, que en unas cuantas décadas desplazó al resto de las primitivas lenguas con la única y meritoria excepción del vascuence que ha pervivido hasta la actualidad entre las capas populares de las Vascongadas y el norte de Navarra. La vida urbana experimentó un progreso espectacular con ciudades tan notables como Cesaraugusta, Pompaelo, Calagurris, Gracurris, Bílbilis, Turiaso, Osca, Iacca, Tarraco, Barcino, Toletum, Complutum, Clunia, Astúrica Augusta, Lucus Augusta, Valentia, Saguntum, Norba, Cartago Nova, Emérita Augusta, Hispalis, Corduba, Carteia, Malaca, Gades, y un larguísimo etcétera donde florecieron teatros, foros, circos, termas, acueductos, calzadas, templos… Donde se desarrollaron los municipios, las agrupaciones gremiales, donde se instauró el derecho romano…


A partir de Caracalla, los naturales de Hispania adquirieron la ciudadanía romana. La romanización de Hispania resultó a la larga mucho más completa que la de otras naciones. Ni las Galias, cuyas regiones orientales y septentrionales nunca se allanaron a Roma, ni las provincias orientales allende el Adriático, que conservaron siempre una mayor influencia griega, ni por descontado, la Bretaña insular que recibió una romanización precaria y superficial, se impregnaron de la cultura y la lengua de la Urbe como lo hizo Hispania. Nuestras principales lenguas romances, castellano, catalán, galaico-portugués, resultan en su estructura lingüística tan directas herederas del latín como puedan serlo el italiano, el toscano o el napoletano. En definitiva, cuando los visigodos y otros pueblos góticos penetraron en la península a comienzos del siglo V, encontraron un país, unas costumbres, una religión (ya entonces la cristiana) y unas gentes que en nada diferían de los habitantes de Milán, Nápoles o la misma Roma, a donde habían llegado sólo unos años antes.

Si las personas fueran más interesantes que la televisión, tendríamos un tío colgado en el mejor lugar del salón. Narciso Ibáñez Serrador.


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