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lunes, 7 de marzo de 2022

EL TIEMPO DE LOS TRES PAPAS

 


Los aragoneses tenemos omnipresente el recuerdo de aquel Benedicto XIII, Pedro de Luna o el Papa Luna, como se le suele llamar por aquí. Fue aquel que primero en Roma, más tarde en Avignon y finalmente en el retiro mediterráneo de Peñíscola, desafió a Europa y a toda la cristiandad, permaneciendo “en sus trece” sin apearse lo más mínimo del solio pontificio que siempre consideró legítimo. Sin reblar, diríamos sus paisanos.

Su avatar biográfico comenzó en su Illueca natal, y su avatar pontificio el año del Señor de 1378, cuando muerto Gregorio XI, el papa francés que le había nombrado cardenal, tuvo que presentarse en Roma para la nueva elección. Y no fue precisamente un trago fácil.

Poco antes de morir, Gregorio XI, cediendo a la presión de Alemania y de muchos estados italianos, restableció en Roma la sede que tanto tiempo había permanecido en Avignon. Los cardenales no italianos que asistieron al cónclave llevaron corazas bajo los hábitos. Nuestro Pedro de Luna, considerando la precaución una cobardía, se limitó a hacer testamento antes de cruzar las puertas del Vaticano. Dentro rugía una enfurecida multitud: ¡Romano lo volemo!, querían un nuevo papa romano, lo exigían bajo amenaza de ríos de sangre. La tímida solución de compromiso de los electores fue la de instalar en la cátedra de San Pedro a un cardenal procedente de la Italia meridional, de Bari, que asumió el pontificado con el nombre de Urbano VI. La elección disgustó profundamente al rey de Francia que no quería perder la influencia de su trono sobre el papado. El cisma se declaró a los pocos meses, y los mismos electores que habían proclamado a Urbano en Roma, eligieron a Clemente VII en Avignon.



Junto a Francia cerraron filas los reinos españoles. Lo siguiente puede resumirse en recíprocos anatemas, muertes no bien aclaradas y hasta patentes asesinatos. En aquel ambiente cismático de guerras intestinas, el último de los cónclaves del midi francés proclamó sumo pontífice al aragonés. Los electores habían acordado deponer la tiara si los acontecimientos posteriores lo hacían conveniente para la unidad de la Iglesia. Todos estuvieron de acuerdo menos uno, el elegido. Pedro de Luna o Benedicto XIII, se cerró en banda a cualquier cesión.

En 1398, un ejército puso sitio al palacio de Avignon. Allí resistió el sitiado veinte días hasta que amparado en las sombras de la noche, cruzó el Ródano en una barquilla, y a uña de caballo aquel tozudo y ya anciano aragonés se presentó cabalgando en la corte de Luis II de Anjou.

El de Luna no se resigna. Consigue el apoyo de los genoveses y se planta en Génova con una flota y un ejército compuesto en su mayoría por aragoneses. Pero una inesperada epidemia de peste o más probablemente de cólera, arruina la expedición y Benedicto pone proa a Mallorca aceptando el asilo de Martín I, el rey aragonés. Allí, rodeado por muchos de sus paisanos, entre otros Vicente Ferrer, un santo con fama de hereje, se fortalece en su legitimidad promulgando edictos y encíclicas como quien fríe buñuelos. Allí, ignorando y despreciando las resoluciones del concilio de Constanza, recibe a los embajadores de Segismundo, el sacro emperador germánico, a quienes abruma con razones e insulta con irónicos improperios. Hasta su amigo Vicente Ferrer le susurra al oído “te estás pasando” o algo parecido. Luego, abandonado ya por Inglaterra, por Castilla, y cada vez menos tolerado por Francia, se acoge a la protección aragonesa, y en el último baluarte del acantilado de Peñíscola persistirá en su protesta de legitimidad hasta que casi centenario, dio el alma a quien gela dio, como diría Jorge Manrique.





Pero hablamos en el título de tres papas y no de dos. Y es que la historia del Papa Luna no termina en 1418. Se encargó de continuarla su discípulo más dilecto, Juan Carrier, mercenario, místico y poeta. Un francés reconvertido en aragonés, al que el de Illueca había nombrado cardenal de Saint-Etienne poco antes de morir. Y aquí tenemos por fin a los tres papas, a saber: primero, el oficialmente legítimo papa romano Martín V; segundo un tal Giles Muñoz a quien eligieron papa los escasos cardenales que asistieron en Peñíscola al de Luna en su lecho de muerte; y tercero, sin duda el más sorprendente, un papa secreto, sí, sí, secreto, que en el frondoso bosque de Rouerges designó a dedo Juan Carrier entre los aldeanos de la región.



El segundo, el oscuro Giles Muñoz, duró poco, y quiere la tradición gnóstica que aquel tercero, desconocido y rústico “verdadero papa”, haya ido manteniéndose y sucediéndose siglo tras siglo hasta nuestros días. Hace mucho tiempo que los aldeanos de Rouerges tienen fama de herejes. Hubo en la región muchas cazas de brujas inquisitoriales que nunca consiguieron acabar con la particular manera que tienen de entender el cristianismo los naturales de aquellos pagos.

Cabe preguntarse cuál de los tres sería el preferido por Dios. En ese tiempo se lo preguntaba el conde de Armagnac que, ni corto ni perezoso, escribió para salir de dudas una misiva nada menos que a Juana de Arco, a la que muchos entonces atribuían tener hilo directo con el Altísimo. La doncella de Orleans le contestó que en ese momento estaba muy ocupada en las cosas de la guerra, pero que en cuanto tuviera un momento libre le daría cumplida respuesta. No pudo ser, porque la joven Juana fue capturada por los ingleses y como es sabido, terminó en la hoguera, pero la carta del de Armagnac y la respuesta de la doncella son auténticas. Tan auténticas que se utilizaron como pruebas en su contra en el proceso inquisitorial.

Imaginad: tres papas en liza y Santa Juana decidiendo cuál es el elegido de Dios. He aquí un hermoso tema para que investiguen los sabios y para que los poetas dejen volar la imaginación.

Algunos jueces corruptos son imparciales porque han sido sobornados por las dos partes.


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