Julio
César repudió a Pompeya, su esposa, tras creer que le había engañado con el
joven Publio Clodio, que vestido de mujer, se coló durante la fiesta anual de
las Saturnalias, en un sarao sólo
para señoras. Más tarde se demostró que el juego de seducción no había pasado a
mayores, pero César siguió adelante con el divorcio. Fue cuando dijo aquello
tan famoso de que la mujer de César no
sólo debe ser honesta, sino que además debe parecerlo.
Pues
bien, en la naturaleza encontramos también abundantes ejemplos de machos que,
como hizo el pillín de Publio Clodio, se fingen hembras para burlar la
vigilancia de otros competidores y conseguir transmitir sus genes a la
siguiente generación. Así nos lo relata la doctora Olivia Judson en su Consultorio sexual para todas las especies.

Algo
parecido hacen ciertos machos de algunas especies de sepia, y la estrategia del
disfraz de señorita parece especialmente popular entre los peces, de los que se
han descrito comportamientos similares en al menos ciento veinte especies. En
el pez sol, una especie americana de
agua dulce, los machos grandes defienden territorios que las hembras visitan
para frezar (desovar). El gran macho
se encargará después de cuidar los huevos y a los alevines. Aquí los machos
tramposos que entran en escena, no solo se parecen a las hembras, sino que los
muy taimados se comportan como ellas, coqueteando incluso con los machos
grandes. Cuando se acerca una verdadera hembra, la falsa se une al cortejo y
expulsa su esperma a la vez que lo hace el gran macho, de manera que una parte
de los huevos quedarán fecundados por él. En esta historia el pequeño macho
disfrazado obtiene una doble ventaja reproductiva, pues tras el engaño está
listo para burlar a otro macho, mientras que el grandote queda condenado a
vigilar la guardería, donde junto con su descendencia, protegerá también la de
su rival.
Los
machos furtivos adoptan estas estrategias unas veces por pura determinación
genética, y otras veces por presiones ambientales. Por ejemplo, un macho
sometido a un ambiente inadecuado o a falta de nutrientes durante los periodos
críticos de su crecimiento, puede desactivar los genes que codifican la
formación de armas imponentes o de voluminosos ornamentos. Al fin y al cabo,
las armas son caras de construir y de mantener, y por otro lado, ¿qué sentido
tiene intentar conseguirlas, si van a ser peores que las de tus rivales, y en
consecuencia, nunca ganarás una pelea? Eso es lo que le ocurre a la abeja Perdita portalis, cuyos machos o bien
crecen hasta convertirse en adultos grandes y sin alas dotados de enormes
mandíbulas aptas para la lucha, o bien se quedan pequeños, producen alas como
las hembras, y no desarrollan las mandíbulas. La forma que acaben adoptando al
parecer depende de la cantidad de alimento que les suministren sus madres. Los
machos bien alimentados se convierten en adultos grandes, y los peor
alimentados se quedan pequeños y feminizados.
Pero
también es posible que la disposición a ser machos furtivos esté codificada
genéticamente. Es lo que ocurre precisamente en el caso de las cochinillas de las esponjas de quienes
hablamos más arriba. Se trata de un sistema sencillo basado en un gen con tres
variantes: alfa, beta y gamma. Cada cochinilla recibe dos copias de este gen,
una de cada progenitor. Los machos alfa (los grandes) se producen cuando las
dos copias recibidas corresponden a la variante alfa del gen. Si alguna de las
copias es beta, independientemente de cual sea la otra, el macho se convierte
en uno de los dobles de hembra de los que hemos hablado. Por último, con una
variante alfa y otra gamma o bien con dos gamma, el espécimen pasa a ser uno de
esos diminutos machos en miniatura. A las hembras de cochinilla no les importa
con quién se aparean. Al parecer su prioridad es mantenerse en compañía de
otras hembras. Quienes han estudiado a la especie aseguran que el porcentaje de
machos beta (los travestidos) es muy bajo, de apenas un 4%. Los diminutos
machos gamma constituyen un 15%, así que la gran mayoría son los agresivos
machos alfa. Todo indica que estos porcentajes son justamente los adecuados
para que las tres variantes genéticas tengan oportunidades reproductivas y se
hayan perpetuado durante quién sabe cuántas generaciones. Matemáticas aplicadas
a la genética y al sexo, pero lo cierto es que funcionan.

El
viejo profe Bigotini, que en su lejana juventud fue un seductor consumado, se
ha convertido en un venerable anciano de costumbres ordenadas. –Yo, cada noche, mi lechecita y mi rosario
–suele decir-, y en efecto, en cuanto el reloj da las diez, le oiréis pedir: -por favor Rosario, sácame la lechecita.
-Mariano,
no eres nada cariñoso. ¿Te has fijado en el vecino?, siempre está besando a su
mujer.
-¿Y
qué quieres, que bese yo también a la mujer del vecino?