Johnjoe
McFadden y Jim al-Khalili, en su libro de divulgación Biología al límite, RBA, Barcelona 2019, relatan un episodio
paleontológico ciertamente curioso. En 2002, un equipo dirigido por Jack
Horner, encontró en un lugar inhóspito de Montana, los restos óseos de un gran
dinosaurio carnívoro que al ir progresando la excavación, se revelaron como los
de un Tyrannosaurus Rex. Después de
tres años de arduo trabajo, comenzaron a embalar los huesos para su traslado al
museo de las Rocosas. Durante el delicado proceso, se rompió un trozo de hueso
fosilizado, concretamente de uno de los fémures. Horner se acordó de su colega,
la doctora Mary Schweitzer, paleontóloga que en esos años se interesaba por la
composición química de los fósiles, y le mandó varios pequeños fragmentos del
fémur fracturado.
Cuando
la doctora abrió la caja, examinó minuciosamente los fragmentos, y en uno de
ellos observó sorprendida que en una hendidura ósea había un tejido de aspecto
insólito, como si se hubiera conservado el resto de un tendón, algo que a una
especialista como ella le resultó del todo imposible.
Mary
colocó la pequeña esquirla de hueso en un baño de ácido, al objeto de disolver
los minerales que rodeaban a aquel tejido, y así poder revelar su auténtica
naturaleza. Téngase en cuenta que durante el proceso de fosilización, las sales
minerales van sustituyendo a los tejidos durante siglos, hasta que las partes
duras del animal, huesos y dientes, que son las que más resisten la
descomposición, se sustituyen por arena y sales minerales. Por lo tanto, un
hueso fósil, aunque siga teniendo forma de hueso, ya no es un hueso, sino una
piedra. Ocurrió en este caso que la paleontóloga se olvidó de su baño ácido
durante más tiempo del conveniente. Cuando volvió, todos los minerales se
habían disuelto. Ella esperaba que todo el fósil se hubiera desintegrado, pero
su sorpresa y la de sus colegas, fue mayúscula al descubrir que quedaba una
sustancia fibrosa flexible que, al ser observada al microscopio, tenía el mismo
aspecto de tejido blando que puede encontrarse adherido a un hueso moderno, en
los restos del asado de ayer que quedaron en la basura doméstica.
Del
mismo modo que ocurre en un tendón moderno, aquel tejido aparecía atestado de
vasos sanguíneos, glóbulos rojos y largas cadenas de fibras de colágeno, el pegamento biológico por
excelencia. ¡Colágeno, qué hallazgo! Desde luego, encontrar tejidos blandos en
fósiles es algo verdaderamente raro, podría decirse que milagroso. Hasta
entonces lo más blando que había podido conservarse en fósiles millonarios en
años, eran los restos de plumas de Archaeopteryx,
las aves primitivas de la cantera de Solnhofen, en Alemania. Pero este hallazgo
de colágeno en un Tyrannosaurus,
superaba todo lo previsible, con más de sesenta y ocho millones de años de
antigüedad. Cuando Mary Schweitzer publicó su hallazgo en la prestigiosa
revista Science, en 2007, el artículo fue recibido con el previsible escepticismo.
Para comprobar que las estructuras fibrosas estaban realmente constituidas por
colágeno, la doctora demostró primero que las proteínas que se pegan al
colágeno moderno, se fijaron de igual manera a las fibras de su hueso antiguo.
Como prueba final, mezcló el tejido del dinosaurio con un enzima llamado colagenasa, una de las muchas máquinas
biomoleculares que producen y destruyen las fibras de colágeno en el cuerpo de
los animales. En cuestión de pocos minutos, el enzima descompuso cadenas de colágeno
que se habían mantenido firmes durante más de sesenta y ocho millones de años.
Las proteínas en general, son el soporte de
la vida, los ladrillos de los que estamos hechos todos los seres vivos. Los
enzimas, que también son proteínas, son los motores de la vida. Aquellos que
nos resultan más familiares tienen usos algo mundanos y cotidianos, como las
proteasas que se añaden a los detergentes para eliminar las manchas biológicas,
la pectina que se añade a la mermelada para que espese, o el cuajo que se añade
a la leche para que coagule y así obtener queso. También en nuestro tubo
digestivo hay enzimas que nos ayudan en la digestión. Pero estos son sólo
ejemplos triviales de la acción de estas nanomáquinas de la naturaleza. Toda la
vida depende y se sustenta en la acción de los enzimas, desde aquellos primeros
microbios que surgieron en la sopa primitiva, pasando por el T. Rex de nuestro cuento, hasta todos
los organismos que vivimos en la actualidad. Todas y cada una de las células de
nuestro cuerpo están llenas de miles de estas nanomáquinas moleculares que
facilitan mantener en acción este proceso continuo de montaje y reciclado de
biomoléculas, que llamamos vida.
Una película de James Bond se titulaba Diamantes para la eternidad. En esta
pequeña historia tenemos un ejemplo de proteínas
para la eternidad.
-Doctor, ¿cómo sigue el niño que se
tragó unas monedas?
-Sigue sin cambio.