
Tras
la caída del reino samaní en 999, Avicena se trasladó a Hamadán,
donde su emir le nombró primer ministro. Allí alternó sus tareas
de gobierno con el estudio de la música y la astronomía, y hasta
tuvo tiempo de escribir varios tratados entre los que destaca su
Canon médico.
A los veinte años era ya autor de varias decenas de obras, todas
ellas enormemente influyentes en la ciencia de su tiempo. Viajó
extensamente por todo el mundo islámico. Su creciente fama le
granjeó sin duda prestigio, pero también le procuró enemigos, y
algunos tan importantes que en 1021 dio con sus huesos en la cárcel,
de donde logró evadirse disfrazado de derviche.

Falleció
en 1037 a los cincuenta y siete años, durante un viaje a Irán,
victima según sus seguidores de una enfermedad intestinal y de la
sobrecarga de trabajo, y según sus detractores, de sus propios
vicios y excesos. Si hemos de creer a estos últimos, Avicena fue
hombre de temperamento epicúreo, que no se privó de ningún placer.
En
cualquier caso, Avicena fue una de las personalidades más
importantes del universo cultural medieval, prolongándose su obra y
sus opiniones hasta la época renacentista e incluso hasta la Edad
Moderna. Curiosamente en occidente ha prevalecido su faceta médica y
científica, mientras que en el ámbito musulmán se le tiene
fundamentalmente por poeta, moralista y místico. Dos líneas
divergentes que acaso ilustran la deriva histórica de ambas
culturas. En Bigotini, como occidentales, nos quedamos decididamente
con el Avicena científico, e invitamos a nuestros lectores a
profundizar en el estudio de su vida y de su admirable obra.
Puedes
avanzar un poco yendo más rápido que los demás. Puedes avanzar
mucho yendo por el buen camino.
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