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domingo, 12 de mayo de 2024

NACIMIENTO Y HEGEMONÍA DEL REINO DE CASTILLA

 


En 1035, al morir Sancho III el Mayor de Pamplona, Fernando, el segundo de sus hijos, accedió al gobierno del condado de Castilla, pero con la novedad de adoptar el título de rey. Nacía así el que iba a ser el más importante de los reinos cristianos peninsulares. Sólo dos años más tarde, en 1037, Fernando se enfrentó en un singular combate a su cuñado Bermudo III, el monarca leonés, a quien venció. De esa manera, cumpliendo las leyes de la caballería, Fernando I llamado el Magno, se proclamó también rey de León, unificando ambos reinos, pero con la preeminencia de Castilla que desde entonces se mantendría ya para siempre en todos los títulos y los documentos. Aún llegó más lejos Fernando, combatiendo y venciendo en Atapuerca a su hermano mayor, García Sánchez III de Pamplona, y aprovechando la debilidad de las taifas andalusíes más occidentales para hacerse con las plazas de Viseo, Lamego y Coimbra, en territorio de la actual Portugal.


Sin embargo, después de aquella costosa unificación, siguiendo las costumbres de aquel tiempo en que las naciones y los territorios se consideraban propiedades privadas de sus monarcas, Fernando I el Magno, volvió a dividir su herencia, adjudicando Castilla a Sancho II, su primogénito, León a Alfonso VI, su segundo hijo, y Galicia a García, el tercero. Como parte de la herencia, correspondían al rey castellano los tributos de la taifa de Zaragoza, al leonés los de Toledo, y a García de Galicia las parias de Sevilla y Badajoz. ¿Todos contentos? Pues no, ni mucho menos. Los hermanos mayores disputaron. García, el más débil, pronto cedió su reino a Alfonso el leonés. Las guerras se entablaron entre éste y Sancho de Castilla que muy pronto obtuvo ventaja venciendo en las batallas de Llantada (1068) y Golpejera (1072). Tanta fue la superioridad castellana, que Alfonso el leonés tuvo que refugiarse en la corte de al-Qadir de Toledo, su vasallo musulmán.


Todo parecía favorecer a Sancho hasta que se produjo un acontecimiento inesperado, su muerte al pie de las murallas de Zamora a manos del traidor Bellido Dolfos. De esa manera, Alfonso VI regresó de su exilio toledano para hacerse cargo de los reinos otra vez unificados de Castilla (siempre en primer lugar, como hemos dicho) y de León. La célebre jura de Santa Gadea en la que según el poema del Mío Cid, Rodrigo de Vivar obligó a jurar al monarca no haber tenido parte en la alevosa muerte de su hermano, es al parecer, un suceso apócrifo que no aparece en crónica ni documento alguno. En cualquier caso, la tradición, como tantas veces, se ha encargado de acreditar el mito. Lo que parece histórico es que Alfonso mantuvo una relación tensa con el Cid, que había sido hombre de confianza de su difunto hermano, y que le desterró, no una, como narra el poema, sino varias veces. Rodrigo contaba con una nutrida tropa de mercenarios, sus mesnaderos, y actuó siempre al servicio de quienes mejor le pagaban, como había sido el difunto Sancho, o como fue más tarde el rey de la taifa zaragozana. Incluso peleó por su cuenta, haciéndose con la plaza de Valencia que primero él, y después su viuda, señorearon durante años.

El reinado de Alfonso VI se extendió de 1072 a 1109, treinta y siete años, un periodo muy dilatado sobre todo en esa época. Durante ese tiempo al frente de Castilla, aprovechó la debilidad del reino de Pamplona para anexionarse vastas regiones de La Rioja y del actual País Vasco. Pero acaso su logro militar más importante fue la conquista de Toledo, una gran ciudad, quizá la más importante del territorio andalusí de entonces, superando incluso a Granada y a Córdoba, que en las postrimerías del siglo XI había iniciado ya su decadencia. Ciudades cristianas como Burgos o León eran prácticamente villorrios comparados con Toledo, una ciudad con una población importante y una vida urbana y económica notables. Alfonso VI adoptó el pomposo título de imperator totius Hispaniae.


A la conquista de Toledo siguió la ocupación del valle del Tajo y de amplias comarcas que actualmente denominamos manchegas. El vasto territorio comprendido entre el Duero y el Tajo se consideró territorio fronterizo, acuñándose los términos de extremadura o extremaduras para referirse a dicha zona. Ciudades como Soria, Segovia, Ávila o Salamanca, se constituyeron en bastiones de aquellas extremaduras. Tanto en Toledo como en las localidades cercanas, quedaron muchos de sus antiguos habitantes: mozárabes que se proclamaron liberados del yugo musulmán, muladíes que pasaron a ser considerados mudéjares, como se llamaba a los musulmanes en territorios cristianos, y por supuesto, judíos que continuaron sus vidas y actividades en sus juderías bajo los nuevos señores. A repoblar las recién conquistadas tierras acudieron gentes de todo tipo, caballeros, siervos e incluso delincuentes, que procedían de las montañas cantábricas, de La Rioja o de tierras alavesas. Particular importancia económica adquirió la ganadería lanar, ampliándose las zonas de pastos y estableciéndose las rutas de trashumancia que en las décadas y siglos sucesivos harían de Castilla una potencia económica a nivel europeo, sustentada en el comercio de la lana. Muchas de las villas y ciudades de aquella nueva extremadura recibieron diferentes privilegios en forma de fueros y cartas pueblas, que atraían a nuevos pobladores.

La fuerza es la ley de las bestias.


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