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domingo, 9 de julio de 2023

CONSTANTINO: CON ESTE SIGNO VENCERÁS

 


Tras la renuncia de Diocleciano en 305, y finalizada la Tetrarquía que mantuvo durante veinte años un equilibrio de poderes, el Imperio romano se desgajó en varios pedazos, una auténtica ensalada de césares y augustos en cuyo momento más enredado llegaron a coincidir hasta seis proclamados o autoproclamados emperadores, cada uno de ellos con su correspondiente ejército, sus apoyos territoriales y sus declarados enemigos. En definitiva, un caos considerable. Uno de aquellos aspirantes al poder era Flavio Valerio Aurelio Constantino, un hijo bastardo de Constancio Cloro y de Elena, una concubina oriental convertida al cristianismo. Constantino se crió entre soldados, comiendo las lentejas que constituían el rancho militar, durmiendo en el suelo y soportando largas marchas en la nieve o el barro. Antes de cumplir los treinta se había convertido en un brillante general, y sus éxitos en las batallas le llevaron hasta lo que en términos deportivos podríamos llamar la gran final de la lucha por el poder.


El otro finalista era Majencio, cuyo ejército se enfrentó al de Constantino en Puente Milvio, a orillas del Tíber, a unos veinte kilómetros al norte de Roma, el 27 de octubre del año 312. Aquella decisiva batalla cambió el curso de la Historia. Constantino se proclamó emperador de Occidente, y diez años más tarde, tras derrotar a Licinio, lo fue de un Imperio nuevamente reunificado, aunque lo estaría por poco tiempo. Eusebio de Cesarea, el historiador cristiano a quien se debe la hagiografía de Constantino, asegura que antes de entrar en combate en Puente Milvio miró al cielo y vio una cruz envuelta en llamas con la siguiente inscripción latina: in hoc signo vinces, es decir, con este signo vencerás. Aquella noche una voz en sueños le exhortó a marcar la cruz de Cristo en los escudos de sus legionarios y a enarbolar un estandarte con las iniciales INRI, Iesus nazarenus rex iudiorum. La leyenda no parece muy digna de crédito, entre otras cosas, porque el signo de la cruz todavía no se hallaba muy extendido entre los cristianos primitivos que preferían tallar peces en sus sarcófagos y sus catacumbas. Tampoco parece verosímil que un aspirante a emperador de Roma hiciera referencia en su estandarte a un rey de los judíos. Pero en fin, la leyenda hizo fortuna y ha pasado a formar parte de la tradición cristiana. Naturalmente, Constantino ganó la batalla y se hizo con el poder para contento de muchos de sus legionarios que al parecer, eran cristianos.


La narración se ha vendido durante siglos por la jerarquía eclesiástica, como un hecho milagroso en que, por obra y gracia de un emperador iluminado por Dios, el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio, y los cristianos durante décadas escondidos en sus catacumbas y ferozmente perseguidos por su fe, pudieron al fin contemplar la luz del sol. Se trata por supuesto, de una visión simplista y errónea. Es cierto que algunos cristianos fueron blanco de las iras de varios emperadores. El primero fue Nerón, pero no el más importante. Después de él hubo ejecuciones de cristianos bajo los Flavios, bajo los Antoninos y bajo los Severos. Acaso quien más cristianos condenó fue Diocleciano, que pasa por ser un emperador moderado y ecuánime. Varios son los factores que determinaron aquellas persecuciones. Uno muy importante, la propia política de la Iglesia primitiva, cuyo principal instrumento de propaganda fue el martirio de muchos de sus seguidores. Los cristianos más exaltados aspiraban al martirio, medio infalible de alcanzar la bienaventuranza, y a menudo provocaron a las autoridades imperiales para conseguir su objetivo. Ante la declaración pública de rebeldía, de no reconocimiento de autoridad terrenal alguna, y por supuesto, de ningún emperador, los prefectos y gobernadores de las distintas provincias no tenían más opción que condenar. Condenaban, y en aquellos tiempos no existían condenas humanitarias o reeducadoras. Las penas consistían en azotes y torturas diversas, en ser devorados por las fieras del Circo o ser crucificados. ¿Crucifixión?, preguntaba el funcionario en La vida de Brian. Bien. Fila de la derecha, por favor, recoja su cruz.


En cualquier caso, el cristianismo se había convertido al principio del siglo IV en una religión ampliamente seguida por muchos habitantes del Imperio. Algunos de origen hebreo, pero otros muchos de diferentes naciones, gracias a la brillante idea que tuvo Pablo de Tarso de extender la fe de Cristo entre los gentiles. En muchas ciudades que desde Aureliano gozaban de gran autonomía o más bien de un cierto aislamiento, las autoridades oficiales eran corruptas y a veces inexistentes. A menudo la autoridad más fiable era el obispo cristiano, y hasta los mismos emperadores, no sólo Constantino sino ya muchos de sus antecesores, tuvieron que apoyarse en el poder terrenal que ejercían los obispos en sus respectivas comunidades para llevar a cabo sus políticas en materia comercial, fiscal y hasta militar. Aquella Iglesia a la que se ha adjudicado siempre el adjetivo de primitiva, no lo era tanto. Ya entonces sus dirigentes tenían la firme vocación de ejercer el gobierno, de ostentar el poder allí donde fuera posible. Un objetivo que por cierto han visto cumplido muchas veces a lo largo de los siglos posteriores.

Así que, como suele ocurrir tantas veces, las cosas no son exactamente como nos las han contado. Por cierto, el famoso Edicto de Milán de 313 no estableció el cristianismo como religión oficial del Imperio. Se limitó, y ya es bastante, a promulgar la libertad religiosa, de manera que pudieron practicar libremente su religión los cristianos, por supuesto, pero también los judíos, los mitraistas, los mazdeistas, los adoradores de Isis y muchos otros. Constantino no fue su único firmante. Lo hizo a medias con Licinio, que entonces reinaba en el Imperio de Oriente.

Falleció Constantino en 337. Poco antes se hizo bautizar, lo que significó un gesto importante en favor del cristianismo. En su honor Bizancio recibió el nombre de Constantinopla. La Iglesia ortodoxa oriental lo venera como santo.

Siempre repito a los demás los buenos consejos que me dan. Es para lo único que sirven. Oscar Wilde.


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