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sábado, 28 de noviembre de 2020

ALBERT EINSTEIN Y LA DESVIACIÓN DE LA ÓRBITA DE MERCURIO

 


Que la teoría de la relatividad no es precisamente intuitiva es algo que no puede negarse. Revolucionó en su momento la física y hoy constituye el principal pilar en que se apoya el conocimiento del universo físico en que habitamos, y las leyes por las que se rige. Sus bases, tanto físicas como matemáticas, son complejas, hasta el punto de que como muy bien se ha escrito en alguna ocasión, aun en nuestros días son muy pocos los científicos capaces de comprender en su totalidad la completa extensión de sus implicaciones. Sin duda Albert Einstein fue uno de los más grandes talentos de la Historia de la ciencia. Pero lo cierto es que conforme iba profundizando en sus descubrimientos y deducciones, más incomprensibles le iban pareciendo. A lo largo de su gestación, muchas veces tuvo que volver sobre sus pasos para convencerse a sí mismo de que transitaba el camino correcto. Sin restar un solo ápice de mérito a su admirable trabajo, conviene señalar que no partió de cero. Como muy acertadamente describe la célebre metáfora, Einstein cabalgó a hombros de gigantes. Se apoyó en ideas y descubrimientos anteriores, conectando los datos y llevando al extremo sus consecuencias con asombroso esfuerzo y perseverancia. Digamos que hace cien años la situación de la ciencia estaba madura para alcanzar aquella cima.


Uno de los principios básicos de la relatividad es que el espacio/tiempo constituye una unidad indisoluble. Y la relación entre el espacio y el tiempo es el movimiento. La velocidad es la medida del movimiento que une las realidades espaciales y temporales. La velocidad, es decir, la proporción entre el espacio y el tiempo, es lo que determina el comportamiento de la naturaleza. Los objetos sólo existen cuando se mueven, y existen en función de cómo se mueven. En el mundo del espacio/tiempo entendido como una única realidad, algo puede estar quieto en el espacio, pero entonces se moverá en el tiempo. Ese algo puede estar inmóvil en el tiempo, pero entonces se moverá, muy rápido por cierto, en el espacio. Este último es el caso de los fotones, partículas carentes de masa para las que el tiempo no ha transcurrido en absoluto desde el principio del universo, pero que se mueven en el espacio a la endiablada velocidad de la luz, la máxima velocidad posible en la naturaleza, porque ellos mismos constituyen la luz. Cuando un objeto viaja con calma, el tiempo transcurre deprisa, pero el espacio en torno suyo se estira, lo que hace que el objeto sea mayor, posea una gran masa. En cambio, si ese objeto se mueve muy rápido, el tiempo se alarga, un segundo transcurre para él más despacio, mientras su espacio y el objeto en sí mismo se encoge, pierde masa. Esta es la forma en que el espacio/tiempo se mantiene estable, cuando uno es mayor, el otro mengua.


Nosotros, como todo lo que contiene el universo, nos estamos moviendo continuamente a velocidades muy considerables. No somos capaces de percibirlo porque nosotros, nuestro mismo planeta y todos nuestros puntos de referencia nos movemos siempre a una misma velocidad estable. Los sentidos nos transmiten el mundo tal y como se manifiesta a la velocidad en la que hemos surgido y vivido. Nunca hemos experimentado otra. Como Einstein supuso con razón que esas ideas serían difíciles de aceptar, como lo eran para él mismo, se decidió a aportar pruebas. Lo hizo en la histórica conferencia del 25 de noviembre de 1915, y eligió para ello al planeta Mercurio, el más pequeño y más cercano al sol de nuestro sistema. Como gira muy próximo al sol, siente con mucha fuerza su influencia. El tirón del sol y los demás planetas provoca en Mercurio una especie de bamboleo sobre su eje orbital, que se desplaza un poco del plano en cada giro que da. En realidad, eso mismo les ocurre a todos los planetas, pero en Mercurio, que es diminuto y vive sometido a fuerzas intensas, se nota muchísimo más. Vuelta tras vuelta, la órbita de Mercurio llega a volcarse sobre sí misma, y después sigue girando hasta que, al cabo de un tiempo, regresa a su plano original dibujando un círculo completo. En 1859 se calculó que la órbita de Mercurio giraba en el espacio 575 segundos de arco por siglo. Un círculo se divide en 360 grados, y los grados se dividen en 3.600 segundos de arco, así que la perturbación era muy pequeña. Por tanto, la órbita de Mercurio necesitaría mucho tiempo para darse la vuelta sobre su eje: exactamente 225.000 años. Este era el cálculo, pero he aquí que más tarde las observaciones cada vez más precisas de los telescopios indicaron que la órbita de Mercurio tarda en dar la vuelta completa 244.000 años, lo que equivale a una velocidad más lenta, en concreto de 532 segundos de arco por siglo. ¿A qué se debía esa diferencia de 43 segundos de arco o 19.000 años? Se comprobó que las observaciones no mentían, pero resulta que en las ecuaciones tampoco se encontró ningún fallo, lo que convirtió al asunto en uno de los mayores misterios científicos en el principio del siglo XX.

Y aquí intervino el genio de Einstein. Aplicó sus ecuaciones y obtuvo el resultado de que la desviación de la órbita mercuriana era de 532 segundos de arco por siglo, tal como decían las observaciones de los astrónomos. ¿Qué había ocurrido? Simplemente la órbita de Mercurio era inexplicable porque la medíamos en un espacio absoluto y en un tiempo estable tomados de las proporciones terrestres, pero en la relación espacio/tiempo del propio Mercurio, definida por su masa y su velocidad, todo cuadraba. Aquello hizo que la incredulidad que en principio había suscitado la teoría de la relatividad, se transformara en entusiasmo. Físicos teóricos y matemáticos de todo el mundo se pusieron a poner a prueba las ecuaciones de Einstein y comprobaron que realmente funcionaban. Después de decenas de miles de experimentos, se ha demostrado que los cálculos de Einstein son increíblemente exactos y explican un número enorme de fenómenos naturales. La ciencia hoy considera un hecho que la naturaleza a grandes rasgos, se comporta tal y como Albert Einstein la describió.

La realidad es a menudo más asombrosa que la ficción. Ello se debe a que la ficción, para resultar creíble, debe tener sentido, mientras que la realidad casi nunca lo tiene. Albert Einstein.


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