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sábado, 19 de agosto de 2023

LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO

 


Con este título de reminiscencias cinematográficas cerramos en Bigotini una serie de entregas dedicadas a la Historia de Roma. Concluimos la anterior con la muerte de Juliano el apóstata, con los restos de un Imperio dividido ya en dos partes, oriental y occidental, fraccionadas a su vez en diversos territorios y provincias que poco a poco se iban desgajando y adquiriendo paulatinamente un aspecto cada vez más medieval tanto en lo político como en lo social y cultural.

La historiografía nos ofrece todavía entre los siglos IV y V, una sucesión de nombres clásicos como los de  Joviano, Valentiniano, Valente, Graciano, Teodosio… junto a muchos otros protagonistas de origen bárbaro. Algunos de estos últimos contribuyeron a apuntalar con las armas los restos del edificio imperial que amenazaba ruina. Generales como el vándalo Estilicón, Teodorico, un aliado visigodo, Gainas, Ataúlfo o Aecio se opusieron en nombre de Roma o de lo que quedaba de ella, a otros tantos invasores como el visigodo Alarico, el vándalo Genserico o el mismo Atila, caudillo de los terribles hunos que sembraron el pánico en Europa llegando desde las estepas rusas hasta las mismas puertas de Roma.


Todos, invasores y defensores, eran en definitiva bárbaros, porque ya desde Galerio, casi un siglo atrás, los romanos no empuñaban las armas, y el oficio de soldados se reservaba a los extranjeros; y ya desde Aureliano, cada una de las ciudades de las diferentes provincias imperiales, contaba con su propio ejército, sus murallas y sus torres de vigilancia, un adelanto del periodo medieval que se avecinaba. De forma muy especial destacan también en este periodo figuras de la jerarquía eclesiástica que además del espiritual, ejercían un poder político notable, como san Ambrosio, el obispo de Milán que curiosamente se hizo bautizar después de haber sido ungido como obispo, como san Jerónimo, san Agustín de Hipona o el mismo papa León I, obispo de Roma, a quien la leyenda hace defensor de la Urbe enfrentándose al temible Atila con las manos desnudas. Tampoco pudo evitarse que grandes poblaciones de bárbaros: francos, germanos, alanos, vándalos, burgundios, alamanes, rugios, ostrogodos o visigodos, empujados en parte por el terror a las hordas de Atila, y espoleados en parte por la promesa de botín y de riquezas de aquel Imperio en descomposición, se precipitaran a occidente y se asentaran en amplios territorios de las Galias, de la península Itálica, de Hispania y hasta del norte de África.

Los hijos de Teodosio, Arcadio en oriente y Honorio en occidente, mantuvieron a duras penas y durante un breve periodo, la ilusión de una cierta unidad política, aunque ya de ningún modo territorial. La capital del Imperio de Occidente fue trasladada de Milán a Rávena, un villorrio sin otra cualidad que el estar rodeado de ciénagas apestadas de malaria que disuadían a cualquier enemigo de su conquista. Ya al final de la V centuria, encontramos a los últimos emperadores de occidente, aunque realmente sin un Imperio sobre el que imperar. Glicerio o Julio Nepote son poco más que nombres inscritos en viejos pergaminos sin demasiado sentido.


Flavio Orestes, general de Nepote, proclamó emperador en 475 a un hijo suyo que accedió al trono con el nombre de Rómulo Augusto. Años después los historiadores lo rebautizaron como Rómulo Augústulo, que puede traducirse como Augusto el pequeño o Augustito. Fue depuesto sólo unos meses más tarde, en 476, por el bárbaro Odoacro, que lo confinó de por vida en Nápoles encerrado en los muros del Castel dell’Uovo. Resulta paradójico que el último emperador de Roma llevara el mismo nombre de Rómulo, el mítico fundador de la Urbe. En Constantinopla reinaba Zenón sobre un Imperio oriental que aun resistiría durante varios siglos, pero que muy poco, o más bien nada, tenía ya que ver con Roma. Bizancio fue realmente una satrapía orientalizada que ni siquiera conservó el latín como lengua, y que hasta en materia religiosa terminó alejándose de Roma, o quizá Roma se alejó de Bizancio, según el criterio que adoptemos.

Quedaba así oficialmente inaugurada la Edad Media. Desde su fundación (ad Urbe condita) hasta su dramático final, Roma, la Historia de Roma, abarca un milenio. Pocas civilizaciones pueden hacer gala de semejante longevidad. Varios son los factores que se han invocado para explicar su decadencia y caída. Entre los más tópicos está el de la degradación moral de los romanos, un argumento ya clásico desde los historiadores latinos antiguos que idealizaron el periodo republicano colmándolo de virtudes como honor, dignidad, valentía o patriotismo que atribuyen a sus héroes y grandes hombres, en contraposición a los vicios, excesos y crímenes del periodo imperial. El argumento ha sido comprado hasta tiempos bien recientes por muchos historiadores occidentales, muy en particular por los anglosajones del XIX, grandes estudiosos de la romanidad, acaso influidos por la moral calvinista imperante en la etapa victoriana. En casa Bigotini somos más bien reacios a juzgar la Historia en términos moralistas o a juzgar en general.

No hay duda de que la presión de los pueblos bárbaros resultó decisiva en el periodo final. Quizá no tanto en el terreno puramente militar (probablemente los feroces hunos no lo fueron mucho más que los cimbros, los galos o los teutones a quienes sometieron en sus tiempos Mario o César, por poner sólo un par de ejemplos), como en lo relativo a la imparable presión demográfica que aquellos pueblos ejercieron durante siglos sobre el Imperio empujados por el frío, el hambre y la promesa de una vida mejor, tal como ha venido ocurriendo con todos los movimientos migratorios en cualquier época incluida la actual.


Otra cuestión que se ha invocado numerosas veces es la religiosa. A nuestro juicio, el cristianismo no acabó con Roma. Antes al contrario, el cristianismo contribuyó de manera decisiva en los dos últimos siglos del Bajo Imperio a sostenerla y defenderla en buena medida. La antigua religión, el paganismo, como suele denominarse, sencillamente no se sostenía por más tiempo entre una gentes, las romanas, que crecientemente iban adquiriendo más conocimientos a través de la lectura y de los viajes. La vieja religión politeísta servía bien a la poesía y a las hermosas leyendas, pero sus argumentos no podían sostenerse entre unas gentes, las romanas, que construían calzadas y acueductos y que conocían las matemáticas y la geometría de los maestros alejandrinos. La vieja religión murió de vieja. Ya no era sino cuentos de abuelas que se contaban junto a la chimenea.

De acuerdo en que vírgenes que paren infantes sin intervención de varón, muertos que resucitan o que ascienden a los cielos abducidos por un rayo de luz proveniente de una nube, tampoco parecen argumentos muy creíbles, pero en el ascenso, difusión y triunfo del primitivo cristianismo influyeron sobre todo factores sociales de pertenencia a la comunidad sin exclusión de género o posición social.

En cualquier caso Roma nos ha legado un milenio de unificación cultural impagable, exportando la cultura de la Grecia clásica a la práctica totalidad de Europa, y desde Europa al resto del mundo. Muchos millones de seres humanos nos comunicamos en lenguas romances derivadas del latín, detalle que por sí mismo resulta ya prodigioso. Así que sólo nos queda lamentarnos con Indro Montanelli, a cuya excelente Historia de Roma debemos la mayor parte de los datos que hemos ido desgranando en esta serie, de que aquella Roma fabulosa se extinguiera y de que cuando los actuales romanos gritan ¡Aupa Roma! se refieran a un equipo de fútbol.

Errar es humano. Echar la culpa a los demás es más humano todavía. Oscar Wilde.


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