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miércoles, 8 de diciembre de 2021

TELOMERASA, LA LLAVE DE LA VIDA ETERNA

 


El ADN es la llave de la vida. Fijémonos en la molécula de ADN. Esta maravilla está presente en los núcleos de todas y cada una de las células de cualquier ser vivo. Es el elemento que hace que todos y cada uno de ellos, desde la bacteria más sencilla al animal o a la planta más complicados, seamos únicos e irrepetibles.

La doble espiral es una especie de tren interminable formado por una serie de vagones llamados nucleótidos. Los nucleótidos se construyen mediante la combinación de cuatro bases nitrogenadas: adenina, timina, guanina y citosina, que suelen designarse por sus iniciales (A, T, G, C). Son como ladrillos, o mejor aun, como piezas de un puzzle, que encajan siempre por parejas, A con T y G con C. Esta sorprendente capacidad de encaje hace posible el milagro de la perpetuación de la vida. En la reproducción sexual, cuando se separan las dos mitades de la espiral, los ladrillos quedan en disposición de unirse a otros, resultando de la unión nuevos vagones y nuevos trenes similares pero no idénticos a los anteriores, que podríamos llamar progenitores, porque en los trenes ‘hijos’ aparecen nuevas ‘palabras’, de manera que una secuencia ATGCCGTA se transforma por ejemplo en TACGGCAT, y a lo largo del kilométrico convoy aparecen infinidad de combinaciones nuevas, obrando el milagro reproductivo de obtener un nuevo ser esencialmente igual a su padre y a su madre, es decir, de la misma especie; pero a la vez diferente de ambos y diferente de cualquier otro ser vivo pasado, presente o futuro.

Un nucleótido aislado no es capaz de hacer gran cosa, es como una sola palabra en un texto. Sin embargo, juntos forman largas frases, comboyes de vagones a los que conocemos como genes. Y los genes… ¡amigo, los genes si que funcionan de verdad! Igual que un capítulo del Quijote contiene humor, reflexiones, enseñanzas y qué se yo cuántas cosas, un gen contiene instrucciones para hacer que podamos digerir la leche, que tengamos los ojos verdes, que lleguemos a ser concertistas de piano, o que la diñemos a los catorce años de una leucemia. Sirven para muchas cosas a la vez, para lo bueno y para lo malo.

Hay quien sostiene que son los genes los auténticos protagonistas de la vida. Que los individuos, ya sean una coliflor, un cocodrilo o un bailarín de claqué, no somos sino meros vehículos contenedores de genes. Son los genes los que luchan por la supervivencia, los que evolucionan, los que triunfan o los que fracasan. Los individuos y hasta las especies, tenemos una vida efímera de unos pocos años o de unos millones, pero ¿qué son setenta años o incluso setenta millones, comparados con los miles de millones de años de antigüedad de la vida en nuestro planeta? Nosotros sólo somos autómatas programados para servir de contenedor. Son los genes los que se perpetúan a través de nosotros. Hay decenas de miles de genes que sobreviven prácticamente sin cambios desde los albores de la vida hasta el presente. La mayor parte de ellos son comunes a microorganismos, animales y plantas. Compartimos un porcentaje notable de material genético con los demás animales superiores, pero también con los insectos y hasta con las algas, las bacterias y los virus, que fueron los primeros experimentos biológicos sobre la Tierra.

La clave de todo este asunto está en un gen del cromosoma catorce, concretamente en un gen denominado TEP1. No se trata de un hallazgo ni casual ni reciente. James Watson, uno de los descubridores del ADN fue el primero que reparó en cierta peculiaridad de la multiplicación celular. Es obvio que el desarrollo de cualquier organismo pluricelular se basa en la duplicación de sus células. También, naturalmente, se duplica el ADN que contienen. Para eso el ADN debe ser previamente copiado. Watson observó que las máquinas bioquímicas que copian el ADN, unas sustancias llamadas polimerasas, son incapaces de comenzar por el extremo de un filamento de ADN. Necesitan empezar varias ‘palabras’ después del inicio del texto. Es como si una fotocopiadora realizara copias perfectas de cada página, pero suprimiera sistemáticamente las líneas primera y última.

Los cromosomas son moléculas gigantescas y enrolladas de ADN, y las polimerasas son capaces de copiarla toda excepto sus extremos a los que se da el nombre de telómeros. El truco que emplean los cromosomas para defenderse de la mutilación sistemática cada vez que son copiados, es que los telómeros del principio y del final carecen de sentido, son repeticiones (aproximadamente dos mil) de la secuencia TTAGGG, que no tiene función alguna ni sirve para nada en absoluto. Es una secuencia común no solo a todos los animales, sino a los protozoos y a los hongos.

Cada vez que el cromosoma es copiado se pierde un fragmento de telómero, y después de varios centenares de copias el extremo del cromosoma se acorta tanto, que existe un peligro real de perder partes significativas del texto, lo que podría causar errores fatales en la duplicación. Se calcula que en nuestra especie los telómeros se acortan a un ritmo de más de treinta ‘letras’ al año. Esta es la razón por la que nuestras células envejecen y dejan de desarrollarse más allá de determinada edad.

Semejante proceso de mutilación tiene lugar en todas las células con una única excepción, las células reproductivas. Los óvulos y los espermatozoides no pierden ni un solo fragmento de ADN gracias a la presencia de una prodigiosa sustancia, la telomerasa, cuya función es reparar los extremos desgastados de los cromosomas. La telomerasa es un auténtico milagro, una enzima capaz de regenerar los cromosomas, la fuente de la eterna juventud.


El problema es que resulta casi imposible encontrar cantidades significativas de telomerasa en las células humanas, sobre todo de telomerasa de calidad. Y es que la telomerasa de la mayor parte de los seres vivos emplea la secuencia TTAGGG, similar a la que se repite una y otra vez en los telómeros de los extremos, y tiene una eficacia limitada. Sin embargo, las plantas poseen una telomerasa algo diferente, TTTAGGG, que funciona mucho mejor, como lo prueba la gran capacidad de crecimiento, de regeneración y hasta en ciertos casos de longevidad, que disfrutan los miembros del reino vegetal. Pero los campeones en este juego son los ciliados, criaturas peculiares que no encajan fácilmente en el árbol genealógico de los seres vivientes. Los ciliados tienen una telomerasa de secuencia TTTTGGGG, que podríamos definir como la fórmula perfecta, la máquina completa de regeneración genética.

Existe en los seres humanos un gen muy semejante al que produce la telomerasa en los ciliados. Se encuentra en el citado cromosoma catorce. El gen produce una proteína denominada TEP1 o proteína asociada a la telomerasa 1. Todos nosotros poseemos este gen, pero lastimosamente, la proteína TEP1, si bien es un ingrediente vital de la telomerasa, no consigue la reparación completa de los extremos cromosómicos.


¿Sería posible poner en juego la ingeniería genética, para replicar un organismo a partir de su ADN, implantándole una telomerasa de calidad? De esta forma, y siempre hipotéticamente, podría regenerarse un organismo vivo, induciendo sucesivas divisiones celulares, a partir de un minúsculo resto biológico.

Para conseguir tamaño prodigio haría falta encontrar un donante de telomerasa de suficiente calidad, y que a la vez estuviera más cercanamente emparentado con los vertebrados de lo que lo están los estrafalarios ciliados.

Existe un posible candidato: El Pseudocolochirus violaceus, más conocido como pepino tropical o manzana de mar. Es un ambulacrario pariente cercano de las estrellas de mar, que a pesar de su extraña forma, no queda demasiado distante genéticamente de los cordados, el gran grupo al que pertenecemos nosotros mismos, y que engloba a todos los vertebrados. El pepino tropical es un ser que posee la extraña e inquietante propiedad de regenerarse a sí mismo a partir de cualquier fragmento que se desprenda de su organismo, gracias precisamente a su extraordinario gen de telomerasa.

¿Os acordáis del milagro de Calanda? En 1640 al cojo Miguel Pellicer le creció la pierna que le había sido amputada, a partir de su muñón reseco. Son cosas que siempre nos han sonado a cuentos de viejas, pero ¿y si fuera posible?...

No quiero alcanzar la inmortalidad mediante mi obra, sino simplemente no muriendo. Woody Allen.


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