
Según
la nomenclatura más ortodoxa, nos hallamos en el periodo Holoceno,
que se inició hace unos diez mil años y llega hasta la actualidad.
Los geólogos han acuñado recientemente el término Antropoceno,
un afortunado neologismo que pretende destacar el protagonismo de las
sociedades humanas y su repercusión en la ecología terrestre.

Todas
y cada una de las especies de seres vivos que pueblan nuestro
planeta, descendientes de un primitivo antepasado común, han
experimentado para llegar hasta su forma actual, una serie de
adaptaciones
evolutivas. Como ya hemos repetido muchas veces aquí, esas
adaptaciones no son mejores ni peores. Simplemente han resultado ser
las más adecuadas al nicho ecológico que ocupa cada especie, y a
las estrategias que ha adoptado para sobrevivir y reproducirse,
perpetuando así su acervo genético. Así pues todas las criaturas
vivas que habitamos la Tierra hemos tenido el mismo éxito biológico,
ya que todos hemos sido capaces de preservar nuestro genoma,
haciéndolo llegar desde el comienzo de la vida hasta la actualidad.
Puesto que los individuos peor equipados evolutivamente, mueren sin
llegar a transmitir sus genes a la siguiente generación, cada uno de
los seres vivos actuales, desde una levadura hasta un manzano o un
señor de Pontevedra, somos el último eslabón (por ahora) de una
larguísima cadena de triunfadores. Todos y cada uno de nuestros
antepasados sin faltar ni uno solo, han tenido éxito reproductivo.
En caso contrario, yo no estaría aquí escribiendo esto, ni tú
leyéndolo.
![]() |
Ilustración de Arturo Asensio |


Para
que el progreso
se acelere, es necesaria una masa crítica mínima de población. Eso
no se consiguió hasta la revolución neolítica.
Con la explotación de los recursos agrícolas y la división del
trabajo, la población humana creció exponencialmente, y a la vez
creció exponencialmente la transmisión de conocimientos. Durante el
periodo histórico, a raíz de la invención de la escritura, este
crecimiento, tanto poblacional como de la información, fue ya
imparable, llegando hasta nuestros días. El progreso, o lo que
llamamos progreso, parece no tener límites. La pregunta es:
¿representa un riesgo?
En
nuestra opinión el
riesgo no radica en el progreso como tal,
algo que por definición contribuye siempre a la mejora de la calidad
de la vida de los individuos y al perfeccionamiento de la sociedad.
El riesgo está
precisamente en la
enorme velocidad con la que se producen los acontecimientos, y sobre
todo, en la manifiesta
incapacidad de los seres humanos para reconocer las nuevas amenazas y
establecer a tiempo los mecanismos de defensa.
Hombres
y mujeres estamos preparados para enfrentar las amenazas del
Holoceno. Pero este crecimiento desmesurado poblacional, cultural y
tecnológico nos ha situado en pleno Antropoceno.
Nuestro equipamiento instintivo holocénico nos impulsa a retirar
rápidamente la mano si vemos una araña cerca, a bordear
prudentemente el sendero donde repta la serpiente, o a trepar a un
árbol al escuchar el rugido del tigre. Son improntas de conservación
que sirvieron de maravilla a nuestros antepasados paleolíticos. Sin
embargo el conductor que escucha en la radio la noticia de que las
emisiones de CO2
se han triplicado en el último año, no levanta ni un milímetro el
pie del acelerador. Otro tanto ocurre con el incremento de los gases
de efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono, el
calentamiento de los polos, la contaminación marina, la desecación
de los acuíferos… No se trata necesariamente de irresponsabilidad.
Los individuos uno por uno y correctamente informados, entienden
estos y otros problemas parecidos, y son capaces (todos lo somos) de
intelectualizarlos como importantes. Se trata sencillamente de que
todas estas alarmas encendidas que nos conducen a un lento (o quizá
no tanto) suicidio colectivo, no son capaces de poner en marcha
nuestros mecanismos instintivos de autoconservación, que datan del
ya lejano Holoceno.
![]() |
El Roto |
En
términos evolutivos, somos monos que al saltar del árbol, nos hemos
encontrado repentinamente en el futuro. ¿Cómo vamos a preocuparnos
por el calentamiento global, si aun estamos admirando con
incredulidad nuestros jeans y nuestro reloj de pulsera?
Es
imprescindible dar algún sentido a la vida, precisamente porque no
lo tiene. Henry Miller.
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