Alfonso
XI accedió al trono castellano en 1312, cuando tenía sólo un año. Hasta que
cumplió los catorce, en 1325, no se le consideró mayor de edad. Mientras tanto,
se constituyó una regencia entre cuyas figuras más destacadas figuraban su
abuela, María de Molina, y el infante Don Juan Manuel, autor de El conde Lucanor. Fue ese un breve
periodo durante el que se debilitó un tanto el poder real. En las Cortes de
Burgos de 1315 se constituyó la llamada Hermandad General, en la que cobraron
peso las ciudades y sus representantes, así como determinados ricoshombres de
la nobleza feudal. Todas las decisiones importantes para el reino se discutían
y consensuaban, aunque aquello distaba mucho de ser algo remotamente parecido a
un régimen democrático, como han querido insinuar algunos comentaristas.
Llegado a la mayoría de edad, Alfonso XI, disolvió aquellas hermandades
concejiles, sustituyéndolas por regidores nombrados por él. En 1348 se aprobó
el Ordenamiento de Alcalá, que consagraba la primacía de la Corona sobre
cualquier otro estamento.
En
lo militar, Alfonso emprendió una campaña contra el reino nazarí de Granada y
los benimerines del norte de África que lo apoyaban. Conquistó Algeciras, pero
falleció en 1350, víctima de la peste negra, mientras asediaba Gibraltar, lo
que definitivamente frustró la campaña. Recibió el sobrenombre de Justiciero
con el que ha pasado a la Historia, aunque suponemos que el mote no haría mucha
gracia en los concejos de las ciudades castellanas, privadas por él de
autogobierno.
Le
sucedió su hijo, Pedro I, conocido como el Cruel a partir de sus sucesores y
enemigos. Ya se sabe que la Historia la escriben siempre los vencedores.
Continuó Pedro la política de su padre, prescindiendo de la alta nobleza,
buscando apoyos en las aljamas de los judíos, y rodeándose de una legión de
funcionarios y hombres cultos. En las Cortes de Valladolid de 1351, se elaboró
el Becerro de las behetrías, un texto
que consagraba la política de todo el poder para la Corona. Se embarcó en una
guerra contra Aragón, la Guerra de los dos Pedros, que le enfrentó con el
monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso. Francia apoyó a los aragoneses,
mientras que Pedro el castellano contó con la ayuda de Inglaterra. En el curso
de la contienda, los castellanos llegaron incluso a sitiar Barcelona, pero
finalmente la guerra concluyó en un empate que debilitó a ambos.
En
cualquier caso, la guerra más importante de Pedro I tuvo que librarse en el
interior de su propio reino. Como era de esperar, un amplio sector de la
nobleza, descontento con el rey, apoyó las pretensiones de su hermanastro
Enrique de Trastámara, hijo bastardo de Alfonso XI y Leonor de Guzmán, dama de
mítica hermosura, con la que Alfonso tuvo no sólo a Enrique, sino una verdadera
legión de hijos. La dama era, además de bella, de una fertilidad
extraordinaria. Aunque Pedro ganó las principales batallas, como la de Nájera
en 1367, el apoyo de Aragón y de Francia a su rival resultó decisivo. Al final
la victoria fue para Enrique, pues Pedro I fue asesinado en Montiel en 1369.
Enrique
II inauguró la dinastía Trastámara en Castilla. Comenzó haciendo amplias
concesiones a la nobleza que le había apoyado, las llamadas mercedes enriqueñas. Por eso se le
conoce como Enrique II el de las Mercedes. Afirmó sus lazos de amistad con
Francia, Portugal, Navarra, y sobre todo con Aragón, acordando las bodas de su
heredero, futuro Juan I, con Leonor de Aragón, la hija del Ceremonioso. Enrique
convocó Cortes con frecuencia, y en 1371, instituyó la Audiencia de forma
definitiva. En política exterior, se alió con Francia, renovó la flota de la
Marina castellana, que con él comenzó a adquirir importancia. Los barcos de
Castilla jugaron un papel crucial en la batalla naval de La Rochelle,
auxiliando a los franceses en 1372.
A
la muerte de Enrique II, en 1379, subió al trono su hijo, Juan I, que al
enviudar de Leonor, contrajo matrimonio en segundas nupcias con Beatriz de
Portugal. Aspiró Juan al trono portugués, pero en Portugal se constituyó un
bando anticastellano encabezado por el maestre de la orden de Avis, y apoyado
militarmente por los ingleses. Juan I fue derrotado en Aljubarrota en 1385. Un
año más tarde, el duque de Lancaster, que estando casado con una hija de Pedro
I, reclamaba el trono de Castilla, invadió la península, penetrando por Galicia
y llegando hasta la meseta, donde fue obligado a retirarse. En 1388 se firmó la
paz de Bayona, en la que se acordaron las bodas del hijo de Juan I, el futuro
Enrique III, con Catalina de Lancaster. En política interior, Juan I continuó
en la línea de su padre, convocando con frecuencia Cortes, e instituyendo en
1385 el Consejo Real como organismo asesor.
Murió
el rey Juan en 1406, antes de que su hijo Enrique III alcanzara la mayoría de
edad. Durante este interregno, la nueva generación de nobles, los llamados epígonos Trastámaras, anduvieron muy
levantados y gallitos. Al hacerse mayor, Enrique les cortó las alas a todos y
la cabeza a más de uno. La política exterior de Enrique III se caracterizó por
una notable voluntad de expansión. Continuó reforzando la Marina castellana,
alentó las expediciones del aventurero francés Jean de Bethancourt a las islas
Canarias, y hasta envió una embajada al país de los tártaros, para aliarse
contra los turcos con el famoso Tamerlán. De aquel fantástico viaje, nos queda
un no menos fantástico relato, obra de Ruy González de Clavijo.
Al
profe Bigotini, que se cansa hasta de ir a la nevera a por cervezas, estos
viajes al lejano imperio de los tártaros le parecen agotadores, así que lo
dejamos por hoy. Tendré que ir también a la nevera, no sea que nuestro profe se
las beba todas.
La
única diferencia que existe entre un capricho y una pasión eterna, es que el
capricho es más duradero. Oscar Wilde.