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domingo, 22 de diciembre de 2024

LA CASTILLA DE LOS TRASTÁMARAS

 


Alfonso XI accedió al trono castellano en 1312, cuando tenía sólo un año. Hasta que cumplió los catorce, en 1325, no se le consideró mayor de edad. Mientras tanto, se constituyó una regencia entre cuyas figuras más destacadas figuraban su abuela, María de Molina, y el infante Don Juan Manuel, autor de El conde Lucanor. Fue ese un breve periodo durante el que se debilitó un tanto el poder real. En las Cortes de Burgos de 1315 se constituyó la llamada Hermandad General, en la que cobraron peso las ciudades y sus representantes, así como determinados ricoshombres de la nobleza feudal. Todas las decisiones importantes para el reino se discutían y consensuaban, aunque aquello distaba mucho de ser algo remotamente parecido a un régimen democrático, como han querido insinuar algunos comentaristas. Llegado a la mayoría de edad, Alfonso XI, disolvió aquellas hermandades concejiles, sustituyéndolas por regidores nombrados por él. En 1348 se aprobó el Ordenamiento de Alcalá, que consagraba la primacía de la Corona sobre cualquier otro estamento.


En lo militar, Alfonso emprendió una campaña contra el reino nazarí de Granada y los benimerines del norte de África que lo apoyaban. Conquistó Algeciras, pero falleció en 1350, víctima de la peste negra, mientras asediaba Gibraltar, lo que definitivamente frustró la campaña. Recibió el sobrenombre de Justiciero con el que ha pasado a la Historia, aunque suponemos que el mote no haría mucha gracia en los concejos de las ciudades castellanas, privadas por él de autogobierno.

Le sucedió su hijo, Pedro I, conocido como el Cruel a partir de sus sucesores y enemigos. Ya se sabe que la Historia la escriben siempre los vencedores. Continuó Pedro la política de su padre, prescindiendo de la alta nobleza, buscando apoyos en las aljamas de los judíos, y rodeándose de una legión de funcionarios y hombres cultos. En las Cortes de Valladolid de 1351, se elaboró el Becerro de las behetrías, un texto que consagraba la política de todo el poder para la Corona. Se embarcó en una guerra contra Aragón, la Guerra de los dos Pedros, que le enfrentó con el monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso. Francia apoyó a los aragoneses, mientras que Pedro el castellano contó con la ayuda de Inglaterra. En el curso de la contienda, los castellanos llegaron incluso a sitiar Barcelona, pero finalmente la guerra concluyó en un empate que debilitó a ambos.


En cualquier caso, la guerra más importante de Pedro I tuvo que librarse en el interior de su propio reino. Como era de esperar, un amplio sector de la nobleza, descontento con el rey, apoyó las pretensiones de su hermanastro Enrique de Trastámara, hijo bastardo de Alfonso XI y Leonor de Guzmán, dama de mítica hermosura, con la que Alfonso tuvo no sólo a Enrique, sino una verdadera legión de hijos. La dama era, además de bella, de una fertilidad extraordinaria. Aunque Pedro ganó las principales batallas, como la de Nájera en 1367, el apoyo de Aragón y de Francia a su rival resultó decisivo. Al final la victoria fue para Enrique, pues Pedro I fue asesinado en Montiel en 1369.

Enrique II inauguró la dinastía Trastámara en Castilla. Comenzó haciendo amplias concesiones a la nobleza que le había apoyado, las llamadas mercedes enriqueñas. Por eso se le conoce como Enrique II el de las Mercedes. Afirmó sus lazos de amistad con Francia, Portugal, Navarra, y sobre todo con Aragón, acordando las bodas de su heredero, futuro Juan I, con Leonor de Aragón, la hija del Ceremonioso. Enrique convocó Cortes con frecuencia, y en 1371, instituyó la Audiencia de forma definitiva. En política exterior, se alió con Francia, renovó la flota de la Marina castellana, que con él comenzó a adquirir importancia. Los barcos de Castilla jugaron un papel crucial en la batalla naval de La Rochelle, auxiliando a los franceses en 1372.


A la muerte de Enrique II, en 1379, subió al trono su hijo, Juan I, que al enviudar de Leonor, contrajo matrimonio en segundas nupcias con Beatriz de Portugal. Aspiró Juan al trono portugués, pero en Portugal se constituyó un bando anticastellano encabezado por el maestre de la orden de Avis, y apoyado militarmente por los ingleses. Juan I fue derrotado en Aljubarrota en 1385. Un año más tarde, el duque de Lancaster, que estando casado con una hija de Pedro I, reclamaba el trono de Castilla, invadió la península, penetrando por Galicia y llegando hasta la meseta, donde fue obligado a retirarse. En 1388 se firmó la paz de Bayona, en la que se acordaron las bodas del hijo de Juan I, el futuro Enrique III, con Catalina de Lancaster. En política interior, Juan I continuó en la línea de su padre, convocando con frecuencia Cortes, e instituyendo en 1385 el Consejo Real como organismo asesor.


Murió el rey Juan en 1406, antes de que su hijo Enrique III alcanzara la mayoría de edad. Durante este interregno, la nueva generación de nobles, los llamados epígonos Trastámaras, anduvieron muy levantados y gallitos. Al hacerse mayor, Enrique les cortó las alas a todos y la cabeza a más de uno. La política exterior de Enrique III se caracterizó por una notable voluntad de expansión. Continuó reforzando la Marina castellana, alentó las expediciones del aventurero francés Jean de Bethancourt a las islas Canarias, y hasta envió una embajada al país de los tártaros, para aliarse contra los turcos con el famoso Tamerlán. De aquel fantástico viaje, nos queda un no menos fantástico relato, obra de Ruy González de Clavijo.

Al profe Bigotini, que se cansa hasta de ir a la nevera a por cervezas, estos viajes al lejano imperio de los tártaros le parecen agotadores, así que lo dejamos por hoy. Tendré que ir también a la nevera, no sea que nuestro profe se las beba todas.

La única diferencia que existe entre un capricho y una pasión eterna, es que el capricho es más duradero. Oscar Wilde.


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