Lo
habitual en la mayor parte de las sociedades es no casarse con parientes
próximos. Pero históricamente no siempre ha sido así y no en todas las
culturas. Es célebre que los faraones del antiguo Egipto se unían a sus
hermanas. El emperador romano Calígula, fascinado por la cultura egipcia y
bastante enajenado, se casó con Drusila, una de sus hermanas. En general, en la
llamada civilización occidental, estas uniones no han estado bien vistas, y en
muchas sociedades, el incesto se considera un pecado y hasta un delito. Los
matrimonios entre consanguíneos tienen a la larga, un gran impacto negativo en
la descendencia.
Cuando
heredamos el material genético de nuestros progenitores, tomamos la mitad de
cromosomas de nuestra madre y la otra mitad de nuestro padre. Algunos de estos
cromosomas pueden estar dañados, y pueden provocar diferentes enfermedades y
problemas. A veces incluso hay mutaciones en los genes, pero todo esto
generalmente no tiene consecuencias serias, porque el gen perteneciente al otro
progenitor suplirá el daño de su pareja, produciendo la proteína que falta.
El
verdadero problema ocurre cuando ambos cromosomas presentan idéntica mutación
para el mismo gen. En estos casos el recién nacido padecerá la anomalía
correspondiente. Claro que a lo largo de la historia, las grandes familias
nobiliarias se casaban entre sus miembros para preservar una pretendida pureza
de sus sangres reales. Los retratos de príncipes y reyes europeos no dejan
lugar a dudas. Resulta paradigmático en Europa el caso de los Habsburgo y su
particular prognatismo que deformaba las mandíbulas hasta extremos grotescos. A
partir del siglo XII, los Habsburgo dominaron gran parte de Europa, gobernando
en Suiza, Austria, Hungría, Italia, Francia y España. El desastroso resultado
de la endogamia crónica que practicó la familia, alcanzó su punto culminante
con Carlos II, el último descendiente de la rama española de los Habsburgo.
Diferentes historiadores, médicos, y más recientemente, genetistas, han
investigado todo tipo de fuentes históricas para identificar las enfermedades,
malformaciones y patologías diversas que afectaron al desgraciado monarca. Son
en total más de treinta, con lo que hasta su mera enumeración resulta prolija.
La
explicación a este particular fenómeno radica en el árbol genealógico del
desdichado. Atando cabos en él, se observa que Carlos II tenía un grado de
consanguinidad más alto que el que encontraríamos en un niño concebido entre
hermanos. Su abuela, Juana de Castilla, era fruto de catorce generaciones de matrimonios
entre primos. A tanto llega en este caso el grado de consanguinidad, que Carlos
tenía cuatro bisabuelos en lugar de ocho, y lo que aún es más asombroso, seis
tatarabuelos en lugar de dieciséis que son los que tenemos el resto de los
mortales.
Modernamente
se maneja la hipótesis de que la endogamia y la consanguinidad pudieron tener
un papel decisivo en la extinción de los neandertales europeos.
Así
que, amigos, consolémonos pensando en la línea de “los ricos también lloran”,
que los plebeyos, al haber recibido más variedad y mezcla de diferentes genes,
gozamos de mejor salud que todos esos nobilísimos princesitos y reinonas.
Nuestro profe Bigotini no sabe muy bien a qué atribuir esa inmensa nariz que
tiene. Un día, trepando las intrincadas ramas de su árbol familiar, descubrió
que su bisabuelo Juan Francisco Apolinar Gumersindo de la Santísima Trinidad
Bigotini, bailó una vez muy pegadito a su prima Fulgencia, más conocida como la
narizotas. Sospecha el hombre que la causa podría estar en ese fatídico
bailecito.
El matrimonio es una gran institución… si a uno le gusta vivir en una institución, claro. Groucho Marx.
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