Es
sabido que el planeta Tierra, nuestro planeta, es un imán gigantesco. Posee un
campo magnético cuya influencia se extiende desde su núcleo central de hierro
incandescente, hasta miles de kilómetros en el espacio. La magnetosfera es una burbuja magnetizada que protege la vida en la
Tierra. Sin ella la corriente de partículas energéticas emitida desde el Sol,
que conocemos como viento solar,
haría ya tiempo que habría deteriorado nuestra atmósfera, barriendo a su paso cualquier
vestigio de vida.
Pero
a diferencia de una clásica barra imantada, el magnetismo de la Tierra es
diferente. Ha ido cambiando a lo largo del tiempo, porque tiene su origen en el
interior del núcleo de hierro fundido. El origen preciso de este fenómeno
resulta complicado de explicar. Se cree que se debe al efecto geodinamo, por el que la circulación de
metales líquidos en el núcleo terrestre genera corrientes eléctricas, que a su
vez originan el campo magnético.
De
manera que la vida en la Tierra, por supuesto con la nuestra incluida, debe su
existencia a este escudo protector de la magnetosfera.
Pero no termina aquí su utilidad para los seres vivos. Desde hace tiempo,
muchos zoólogos y naturalistas han venido observando que muchas especies han
evolucionado hacia el desarrollo de formas muy ingeniosas de utilizar el campo
magnético terrestre. Igual que lo vienen utilizando los marinos para navegar
por esos mares, muchos otros animales, tanto especies marinas como terrestres,
aves, mamíferos y hasta insectos, han desarrollado a lo largo de millones de
años, un sentido que detecta el campo magnético terrestre, y lo utiliza para
desplazarse, para navegar o volar en la dirección correcta.
Fue
un zoólogo ruso, Aleksandr von Middendorf, quien ya en el siglo XIX, registró
localidades y fechas de llegada de varias especies de aves migratorias.
Basándose en los datos observados, dibujó varias curvas sobre los mapas a las
que llamó isopiptesas, o líneas de
llegada simultánea.
Partiendo
de aquellas líneas de Middendorf, que reflejaban las direcciones de llegada de
las aves, puede deducirse una convergencia general en dirección al norte, al
polo norte magnético. Middendorf publicó sus trabajos hacia 1850, proponiendo
que las aves migratorias utilizan para orientarse el campo magnético terrestre.
Se refería a las aves como marineros del aire, capaces de navegar a pesar del
viento, del tiempo atmosférico, de la oscuridad o de las nubes. Casi todos sus
colegas de la época se mostraron escépticos. Algo que resulta ciertamente
paradójico, porque conviene recordar que precisamente en aquellas décadas
centrales del XIX, muchos de quienes se consideraban a sí mismos hombres de
ciencia, aceptaban sin mayor reparo las ideas pseudocientíficas más
estrambóticas, como la telepatía, el espiritismo y otros muchos fenómenos
paranormales. Sin embargo, fueron incapaces de reconocer la influencia de los
campos magnéticos sobre la biología.
Ya en pleno siglo XX, el físico americano Henry Yeagley, realizó durante la Segunda Guerra Mundial investigaciones para el cuerpo de Señales del ejército de los USA, estudiando las capacidades de navegación de las palomas mensajeras, que todavía entonces se utilizaban para transportar mensajes. El mecanismo por el que las palomas encontraban el camino de regreso de forma infalible, seguía siendo un misterio. Yeagley aventuró que las palomas podían seguir tanto la rotación de la Tierra como su campo magnético, formándose en el cerebro de las aves una especie de retícula que le proporcionaba las coordenadas de latitud y longitud. Probó su teoría fijando imanes a un grupo determinado de palomas, con lo que erraban el camino o lo encontraban con gran dificultad.
Desde
entonces, muchos investigadores han establecido la orientación mediante los
campos magnéticos de muchos animales, como una realidad incontestable. Se han realizado en este sentido experimentos
exitosos con tortugas marinas, truchas arcoíris, aves, mamíferos marinos,
insectos y hasta bacterias. De hecho, parece demostrado que incluso algunas plantas
poseen alguna especie de mecanismo que les impulsa a orientar sus hojas o sus
ramas en una determinada dirección.
La
facultad de muchos seres vivos para detectar campos magnéticos y aprovechar esa
capacidad, ya no se pone en duda. Diferentes investigaciones se centran
actualmente en averiguar si esos sentidos de orientación funcionan en algunos
casos como una brújula convencional, o en otros la magnetocepción la confiere
una especie de brújula química. Otro de los objetivos de estudio es conocer en
qué partes anatómicas se localizan estos órganos. Sabemos que en algunos peces
se sitúan en la nariz, por lo que no resulta exagerado decir que huelen los
campos magnéticos. Algunos insectos utilizan las antenas… En definitiva la casuística
es de lo más variopinta. Nuestro profesor Bigotini sin ir más lejos, es capaz
de detectar el campo magnético de una copa de gin tonic, mediante la sutil
vibración de los pelos de su bigote. Y si se lo propone, distingue con los ojos
cerrados el jamón ibérico de bellota de cualquier otro sucedáneo.
La verdadera felicidad es como la mahonesa: cuesta un huevo alcanzarla y es difícil evitar que se corte.
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