El
clima antijudío, que había ido creciendo en el resto de Europa durante el siglo
XIII, al que contribuyeron las duras
medidas contra los hebreos del Concilio de Letrán (1215), se instaló en la
península con algún retraso, pero con idéntica o aún mayor crudeza. Se habían
tomado medidas radicales contra la comunidad judía en Inglaterra y en Francia,
concretamente en París, donde se produjo una quema masiva de ejemplares del
Talmud. Navarra, más ligada a sus vecinos franceses que el resto de los reinos
peninsulares, fue testigo del estallido de la violencia contra las juderías de
1328. Lideró el movimiento antijudío fray Pedro de Olligoyen, un
franciscano exaltado al frente de un
violento grupo autodenominado los
matadores de judíos. La inquina contra la raza hebrea se agravó con las
sucesivas epidemias de peste, tragedia que se dio en achacar a las diabólicas
artes de los judíos, de manera que en muchos lugares se tomaron como chivo
expiatorio.
En
la Corona de Aragón se produjeron asaltos a las juderías con gran profusión de
sangre en Barcelona, Cervera, Lérida, Tárrega, y Gerona, siempre bajo la
acusación de ser los judíos causantes o propagadores de la peste negra.
En
la Corona de Castilla el cada día mayor rechazo a los judíos se contaminó
además de política. Enrique de Trastámara, el príncipe bastardo aspirante al
trono, alentó durante la guerra sucesoria el creciente antijudaísmo, para
atraer simpatizantes a su causa. Las tropas trastamaristas actuaron con inusitada violencia contra
juderías en tierras palentinas y burgalesas, exigiéndoles grandes sumas de
dinero que sirvieron para financiar la guerra civil. Una vez entronizado como
Enrique II, el Trastámara intentó dar marcha atrás, pero ya era tarde. Durante
su reinado las tierras castellanas y leonesas se convirtieron en un infierno
para los seguidores de la ley mosaica, tal como lo recogió en aquel tiempo el
cronista hebreo Menahem ben Zerak. Tanto muchos procuradores de villas y
ciudades castellanas, como las mismas Cortes, patrocinaron durísimos ataques
contra los judíos. El canciller Pedro López de Ayala escribió en su Rimado de Palacio:
Allí vienen los judíos, que están aparejados
para beber la sangre de
los pobres cuytados.
Pero
los mayores y más feroces ataques a las
juderías se produjeron ya en la última década del siglo XIV. Fallecidos el rey
castellano Juan I y el obispo de Sevilla, don Pedro Gómez Barroso, que
prudentemente contuvieron la furia antijudía en Andalucía, Ferrán Martínez, un
arcediano de Écija, exaltado incendiario de juderías, se puso al frente del
movimiento popular antihebreo, propagándose la violencia primero al valle del
Guadalquivir, y después a muchos otros lugares de la meseta castellana y de la
Corona de Aragón. A propósito del caso, seguimos la crónica del citado Pedro
López de Ayala: Perdiéronse por este
levantamiento en este tiempo las aljamas de los judíos de Sevilla e Córdoba e
Burgos e Toledo e Logroño e otras muchas del regno; e en Aragón las de
Barcelona e Valencia e otras muchas; e los que escaparon quedaron muy pobres.
El número de víctimas judías de los desórdenes de 1391 se ha estimado en unas
cuatro mil, y es muy posible que los cálculos hayan quedado cortos.
Consecuencia
directa de aquellos estallidos de violencia fue la conversión masiva de miles
de judíos que aceptaron el bautismo no por convicción, sino sencillamente para
salvar sus vidas. En los años siguientes, muchos predicadores en Castilla y el
valenciano Vicente Ferrer en Aragón, se esforzaron por atraer a la fe cristiana
a muchos judíos. La mayor parte de las conversiones no fueron sinceras, lo que
causó la pervivencia de un creciente criptojudaísmo en los reinos peninsulares.
Los nuevos cristianos y sus descendientes continuaron practicando su vieja
religión en la intimidad de sus hogares, aunque de puertas afuera simularan ser
cristianos y hasta algunos profesaran como religiosos. Con el tiempo, volvería
a encenderse la mecha que estalló en nuevos conflictos y en interminables
violencias que iban a prolongarse hasta la definitiva expulsión de los judíos
durante el reinado de los Reyes Católicos.
Capítulo
aparte merecen los conversos sinceros. Algunos de ellos lo fueron tanto y con
tal intensidad, que se acabarían convirtiendo en los más feroces inquisidores y
celosos perseguidores de judíos y de moros. No hay peor cuña que la de la misma
madera.
-Querida, acabo de romper un plato en la cocina.
-Ahora
mismo voy con la escoba.
-Mujer,
no es tan urgente, puedes venir andando.
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