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martes, 25 de mayo de 2021

LA PRIMERA GUERRA PÚNICA. CUANDO ROMA DESCUBRIÓ EL MAR

 


Antes de iniciarse las hostilidades con Cartago, la Roma republicana era una nación rural cuyos habitantes, sin apenas excepciones, vivían de espaldas al mar. Los romanos de entonces eran por completo ajenos a  las disputas marítimas entre griegos y fenicios que se dirimieron en el Mediterráneo oriental y terminaron con el triunfo de los primeros. Acaso los romanos sólo se dieron cuenta de que un creciente número de helenos comenzaron a fundar colonias en las costas meridionales y en Sicilia. Florecieron asentamientos griegos en la Magna Grecia, Catania, Siracusa, Heracles, Crotona, Mesina, Síbari, Reggio, Naxos… Mientras, en el extremo occidental, Cartago, la joven heredera de Fenicia, señoreaba la costa norteafricana, el sureste de la península Ibérica hasta Portugal, Córcega, Cerdeña y el sur de Francia.

En cuanto a Sicilia, la parte oriental era griega y la occidental cartaginesa. En la isla se vivía un continuo estado de tensiones y guerra fría no exenta sin embargo, de frecuentes escaramuzas bélicas. Es difícil saber si Roma fue realmente consciente de dónde se metía cuando aceptó la oferta de los mamertinos. Estos mamertinos, que adoptaron el nombre (hijos de Marte) con notable desparpajo, eran una banda de mercenarios, mezcla de itálicos, griegos renegados y delincuentes desterrados de Cartago, que comandaba un tal Agatocles de Siracusa, una especie de capitán pirata. Sus muchachos asaltaron Mesina, la saquearon y se instalaron en el estrecho ejerciendo la rapiña sobre cualquier navío que se aventurara en aquellas aguas. Hicieron de las suyas durante veinte años, hasta que Hierón, el arconte de Siracusa, se dispuso a poner orden en la región y acabar con su reino de terror.


Los mamertinos pidieron ayuda a Cartago que mandó un ejército a ocupar la ciudad. Claro que con sus protectores cartagineses en casa, no podían seguir ejerciendo la piratería, así que ateniéndose a la máxima de que un clavo saca otro clavo, llamaron en su auxilio a los romanos. Corría el año de 264 a.C. y los romanos, a pesar de su nula experiencia marítima, soñaban con las riquezas de Sicilia, algo así como Eldorado de su tiempo. Los senadores, patricios que en su mayoría vivían de la agricultura, se opusieron a la aventura. Pero la decisión final estuvo reservada a la Asamblea Centuriada, y en ella tenían mayor peso los équites o caballeros, entre los que predominaban las clases industriales y mercantiles, patriotas que sacaban pecho enarbolando los estandartes, porque siempre habían sacado tajada en las guerras. De manera que Roma decidió aceptar la oferta de los mamertinos, y encomendó la empresa al cónsul Apio Claudio.

Los romanos entraron por sorpresa en Mesina e hicieron prisionero a Annón, el general cartaginés que la gobernaba. Volvió derrotado a Cartago donde fue crucificado. Los cartagineses armaron en tiempo record un ejército, al frente del cual colocaron a otro general con el mismo nombre de Annón. Se ve que debía ser un nombre muy común.

El nuevo Annón desembarcó en Sicilia y estableció alianza con Hierón de Siracusa, pues al parecer, los griegos preferían unirse a los viejos enemigos antes que soportar a aquellos advenedizos romanos. Después de diversas alternativas en las que se hicieron y se deshicieron alianzas, Apio Claudio terminó cediendo al griego Hierón, Mesina y el dominio del estrecho, a cambio del derecho de sitiar Agrigento que estaba en manos cartaginesas, y era la llave para hacerse con la mitad occidental de la isla.


Los cartagineses armaron un segundo ejército al mando de Amílcar, otro que no tenía nada que ver con el famoso padre de Aníbal, pero está claro que la escasez de nombres en Cartago era alarmante. Este Amílcar supuso con razón que para cuando llegara, los romanos ya se habrían hecho fuertes en la Sicilia occidental, y que difícilmente podría derrotarlos en tierra. Así que, confiando en su poderío marítimo, marchó con una flota de ciento tres naves sobre la propia Roma. Y es en este punto donde se produjo el milagro, pues los romanos demostraron gran aplicación al construir partiendo prácticamente de cero, una escuadra de ciento veinte trirremes al mando del cónsul Atilio Régulo. Demostraron también un singular ingenio al dotar muchas de aquellas naves con un artilugio novedoso al que llamaron corvus, cuervo, consistente en una larga pasarela plegable que permitía abordar los navíos enemigos al tiempo que les impedía maniobrar.


A las primeras naves romanas les sucedieron otras que no cesaban de salir de sus astilleros. En total una flota de trescientos treinta navíos con ciento cincuenta mil hombres. Cartago puso en pie otra flota muy similar al mando de Amílcar. La primera gran batalla de aquella Primera Guerra Púnica se libró frente a las costas de Marsala. Cartago perdió treinta naves. Roma veinticuatro, casi un empate, pero Régulo pudo desembarcar en África, en el cabo Bon, desde el que amenazaba con su ejército a la cercana Cartago, por lo que cabe adjudicarle la victoria. Con ayuda de muchos númidas sublevados, Régulo se plantó a escasos treinta kilómetros de Cartago, proponiendo a sus dirigentes unas duras condiciones de rendición.

Los cartagineses, perdida la confianza en sus propios generales, confiaron el mando a Xantipo, un griego de Esparta. En aquel tiempo los espartanos eran en la guerra algo así como serían los prusianos en el siglo XX. Xantipo reorganizó el ejército cartaginés con mano de hierro, haciendo crucificar a unos cuantos, incrementando la caballería de la que no disponían los romanos desembarcados, e incorporando los elefantes, que mucho después iban a resultar decisivos en la época de Aníbal.


La segunda gran batalla, esta vez terrestre, tuvo lugar cerca de Túnez en 255. Régulo fue hecho prisionero. Sólo sobrevivieron unos dos mil romanos.

Cinco años necesitó Roma para rehacerse de aquella derrota. En aquel periodo se sucedieron las escaramuzas marítimas que en general, fueron favorables a los cartagineses, hasta que en una de ellas su general Asdrúbal, en una tentativa de recuperar Palermo, fue derrotado dejando veinte mil hombres en el campo.

Se reanudó la guerra, y al frente de los cartagineses apareció Amílcar Barca, esta vez sí, el padre de Aníbal, que logró una larga serie de victorias parciales hasta ser derrotado por el cónsul Lutacio Cátulo que le infligió un severo correctivo otra vez en el mar y contra todo pronóstico, pues las naves cartaginesas doblaban en número a las romanas. Cátulo concedió a Amílcar el honor de las armas, y Roma, contra la opinión de algunos belicistas que exigían continuar la guerra hasta la rendición incondicional del enemigo, propuso a Cartago unas condiciones razonables que fueron aceptadas: el abandono de Sicilia, la restitución de los prisioneros y el pago de tres mil doscientos talentos en diez años.

Así concluyó una guerra, la Primera Guerra Púnica, que se había prolongado durante veinticinco años, del 265 al 241. Las dos partes sabían que se trataba sólo de una tregua. En Cartago el hijo de Amílcar Barca, el joven Aníbal, estaba deseando vengar la derrota de su padre y de su patria. Dejemos por ahora que el viejo profe Bigotini descanse. Ocasión habrá de que continúe con el relato.

-Doctor, siempre estoy deseando lo que no tengo, y cuando lo consigo, ya no me interesa. ¿Qué puede ser este trastorno?

-Seguramente que es usted gilipollas.

-¿Pero, no podría tratarse de algún trauma infantil no superado?

-Bueno…, podría ser. Pero me inclino más por mantener mi primer diagnóstico.


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