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martes, 19 de mayo de 2020

DOMUS. LA CASA DE LOS ROMANOS



El lugar en que se desarrollaba la vida familiar entre los romanos era la casa. La clásica casa itálica tenía en el centro una sala de grandes dimensiones, el atrium, iluminada por una abertura rectangular practicada en el techo. Por ella el agua de las lluvias caía en una fuente situada en mitad de la sala, llamada impluvium. En el atrium se encontraba el lar, altar del hogar doméstico. Frente a la entrada se abría la alcoba de los amos (tablinum), y delante de esta pieza, el atrium se prolongaba a ambos lados en forma de dos alas (alae), lo que le confería la figura de una cruz latina, estando ocupados los ángulos por alcobas para los miembros de la familia y para los esclavos y sirvientes.

En el siglo II esta antigua forma de casa-hotel se modificó entre la gente rica, y se agrandó imitando la casa griega. Remedaba el estilo de Pérgamo. A la casa itálica se añadieron el peristilo y las piezas adyacentes, con el resultado de que en el nuevo tipo de casa, el antiguo tablinum perdió su condición de alcoba para transformarse en una pieza de paso y de lujo. La vida íntima de la familia transcurría en el peristilo y en las piezas confortables que desembocaban en él. Así el atrium llegó a ser el salón oficial de las recepciones del amo. Con el peristilo, el resto del lujo del Oriente griego había pasado a los romanos, como las decoraciones de las paredes, los pavimentos de mosaico, los techos artesonados, los muebles ornamentados, los vasos y candelabros de mármol y de bronce, los adornos esculpidos y, particularmente, esa mezcla de edificios y de follaje que constituía el encanto de la casa helenística.

Fue así como se formó poco a poco el tipo de casa grecorromana, del que pueden darnos alguna idea las ruinas de Pompeya. Sin embargo, la casa urbana estaba lejos de satisfacer las necesidades de los grandes patricios y nobles romanos, y entre ellos, pocos había que no poseyeran algunas villas, bien en las afueras de la ciudad (suburbanae) o en algún lugar de las montañas sabinas o de Alba (Tusculanum), y aun más lejos, en Nápoles, en Tarento o en Baias, por ejemplo.
Los banquetes de los ricos los hacían tendidos en los triclinium, conjuntos de tres divanes con una mesa central donde se disponían las viandas. Como curiosidad diremos que los divanes se hallaban orientados de manera que los comensales reposaran sobre su costado izquierdo, lo que facilita enormemente las digestiones. Este dato, que hoy en día conocen perfectamente quienes padecen reflujo gastroesofágico, era ya bien conocido por los antiguos romanos.

Por supuesto, todo lo anterior sólo es aplicable a las casas de la gente rica. Los pobres debían contentarse con un pequeño hotel en las poblaciones pequeñas, y en Roma se alquilaban apartamentos (cenaculum) en casas de alquiler llamadas ínsulas, con varios pisos de altura, construidas con materiales de ínfima calidad, con ventanucos abiertos, lo que daba lugar a pasar frío en invierno y calor en verano. Muchas de estas ínsulas se incendiaban a menudo e incluso se derrumbaban debido a su deficiente fábrica.

Carecían de agua corriente, de manera que sus habitantes se veían forzados a utilizar las letrinas públicas (letrinarium) mediante el pago de un as, moneda de escaso valor. En los letrinarium públicos se hacía vida social, los comerciantes cerraban negocios y los siervos se ajustaban con nuevos amos por un mejor salario. Consistían en salas cuadradas o rectangulares con una inclinación suficiente para que el agua corriente produjera el arrastre de las heces hasta el sumidero. Tres laterales estaban dotados de bancos bien de madera o bien de planchas de mármol con agujeros. Cada puesto se separaba de los contiguos por unas pequeñas placas de apenas diez o quince centímetros, por lo que la intimidad brillaba por su ausencia. En el centro de la estancia había una fuente donde se enjuagaban las esponjas, elementos de limpieza de infinitos usos.


Cuenta Tácito que los encargados de regentar estos establecimientos solían dejar entrar en ellos a vagabundos y pícaros de toda índole que, fingiendo estreñimiento, pasaban allí el tiempo e importunaban a sus vecinos de letrina con toda clase de peticiones. Vespasiano, emperador muy preocupado por las materias de higiene, extendió estos letrinarium por todo el Imperio. Como curiosidad, en Francia hasta tiempos recientes se llamaban vespasiennes a los urinarios públicos. Todos los materiales de arrastre acababan en el sufrido Tíber, inmensa cloaca donde se bañaban en verano los chiquillos y las gentes más pobres.


Los baños en las casas eran muy poco usuales, reservándose sólo a grandes mansiones y palacios de los nobles más opulentos. Quienes podían permitírselo acudían a los baños públicos, las termas, que contaban con agua caliente (caldarium), templada (tepidarium) y fría (frigidarium). No faltaba tampoco el baño de vapor (laconicum), y todos estos espacios se encontraban naturalmente por partida doble, para hombres y para mujeres.
Las termas romanas contaban además con un espacio al aire libre destinado a practicar ejercicio (palestra), vestuarios (apodyterium), y hasta con una zona circundante de establecimientos de comidas y bebidas (tabernae). Para la mayoría de los ciudadanos la visita a las termas se convertía en una especie de fiesta. A menudo pasaban en ellas varias horas e incluso el día entero, así que puede suponerse que no practicaban estas medidas higiénicas diariamente ni mucho menos. Los espacios públicos en Roma y en las demás urbes imperiales no debían oler precisamente a perfume. Se sabe de emperadores que con motivo de aniversarios y diferentes efemérides gloriosas, convidaban a bañarse a toda la población mediante el pago de las termas de su peculio. Así, durante unos días el ambiente sería algo más respirable.


El viejo Bigotini emplea tanto tiempo en la limpieza de su enorme nariz, que apenas tiene ocasión de ocuparse del resto del cuerpo. No obstante, procura seguir el consejo que cuando niño le dio su difunta abuela: hijo, báñate y múdate la ropa interior cada sábado, te haga falta o no. Y es que los grandes hombres, amigos, son gente muy limpia.

Que me digan disléxico me entra por un odio y me sale por el orto.



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