Alejandro
Severo fue el último emperador romano de la dinastía de los Severos. A su
muerte, en 235, siguió un periodo caótico de medio siglo en el que los
emperadores se sucedieron según los iban asesinando los militares para nombrar
al siguiente. Así que quienes realmente tuvieron el poder fueron los ejércitos
y sus generales, gentes en esa época ya habitualmente bárbaras. El primero de aquellos
monarcas efímeros fue Maximino, un tipo de más de dos
metros de estatura de quien se dice que usaba brazaletes como anillos. Era un
tracio hijo de campesinos y muy ignorante. Acaso consciente de sus
limitaciones, Maximino en los tres años que duró su reinado, no puso un pie en
Roma. Prefirió quedarse entre los soldados con los que había crecido, y ya
hemos dicho que creció mucho. Las guerras se le dieron bien, y mantuvo a raya a
los enemigos en diferentes fronteras. Como para financiar las campañas
necesitaba mucho dinero, Maximino se aplicó a recaudar impuestos, algo que
molestó profundamente a los ricos. Así que la oligarquía se puso a conspirar, y
nombró por su cuenta emperador a Gordiano, un aristócrata ya
octogenario.
Maximino mató en combate al hijo de Gordiano, y el pobre anciano se suicidó, de manera que los capitalistas nombraron no a uno, sino a dos emperadores, Máximo y Balbino, a ver si así le ponían a Maximino las cosas más difíciles. Pero Maximino era duro de pelar y ya estaba a punto de derrotarlos cuando, no está muy claro por qué motivo, le asesinaron los guardias pretorianos. Se ve que llevaban algún tiempo sin asesinar emperadores, y les picó el gusanillo. Los pretorianos instalaron en el trono a otro Gordiano, al que llamaremos Gordiano II, y que no tenía nada que ver con el primero. Al segundo le mataron los legionarios cuando iba camino de Persia, y aclamaron a Filipo el Árabe, que a su vez fue liquidado por Decio en Verona. Este Decio logró ser emperador durante dos años, que por aquel entonces era una hazaña. Fue derrotado y muerto por los godos, y le sustituyó Galo, que también fue eliminado por sus soldados, que aclamaron a Emiliano, para matarle pocos meses después. Un carrusel de asesinatos.
El
siguiente emperador fue Valeriano, que se encontró de
repente con cinco guerras simultáneas en otras tantas fronteras. Marchó a
Oriente, murió allí, y dejó como heredero a su hijo Galieno. Este Galieno
tenía menos de cuarenta años, era un hábil estratega militar y un gobernante
inteligente. Habría podido ser un emperador formidable, pero la descomposición
del Imperio había llegado a un límite en que las cosas no tenían remedio. La
Roma de César o la de Augusto posiblemente habrían hecho frente a la
catástrofe, pero la Roma de Galieno era ya un barco a la deriva. Sólo le salvó
una especie de milagro en forma de mujer.
Zenobia,
viuda de un tal Odenato que había sido el gobernador romano de Palmira, tomó las
riendas del ejército en Oriente, y de victoria en victoria, esa mítica reina
Zenobia sometió a Cilicia, Armenia y Capadocia, y se anexionó Egipto. Derrotó
también a los sármatas y los escitas en Grecia, actuando siempre en nombre y
como representante de Roma, aunque en la práctica fue completamente
independiente. Galieno acudió a Grecia para prestar apoyo a Zenobia, venció a
los enemigos, y sus soldados en agradecimiento, le asesinaron. Le sucedió Claudio
II que murió al poco tiempo en la gran peste del año 270.
Ascendió
al trono Domicio Aurelio, conocido como Aureliano, un brillante general a
quien los soldados apodaban mano sobre la
espada. Emprendió una estrategia destinada a retrasar en lo posible la
catástrofe que parecía inminente. Para ello echó mano tanto de la espada,
derrotando a los germanos y los vándalos que ya invadían Italia, como de la
diplomacia, cediendo la Dacia a los godos para que actuaran como dique de
contención. Para muchos autores el mandato de Aureliano marca una especie de
preludio del medioevo, pues entre otras medidas, ordenó que se amurallasen
todas las ciudades del Imperio y que dispusiesen de fuerza militar suficiente
para repeler los ataques de los bárbaros. En la práctica, la medida supuso que
cada ciudad confiase sólo en sus propias fuerzas, y significó el
fraccionamiento y el ocaso del poder central. Pero lo cierto es que
temporalmente el plan de Aureliano funcionó. No aceptó el separatismo de
Zenobia, marchó contra ella, la derrotó y la confinó en la lujosa villa de
Tívoli, una especie de jaula de oro. Roma vivió por un breve periodo el
espejismo de recobrar su grandeza, y otorgó a Aureliano el título de Restitutor, el restaurador. También en
materia religiosa fue un emperador original. Instauró como religión oficial el culto
al sol, un credo monoteísta que en cierto modo precedió y facilitó la
aceptación del cristianismo que se produciría unas décadas después. Aureliano
también de alguna forma se adelantó a la Edad Media instaurando la monarquía
absoluta, haciéndose ungir Señor, y
proclamándose rey por la gracia de Dios,
una fórmula que nos resulta muy familiar por haberla visto en lápidas y en
documentos durante siglos. En fin, su mucho señorío y su mucha gracia de Dios
sirvieron de bien poco a Aureliano, pues sus soldados se lo cargaron igual que
habían hecho antes con tantos otros.
El
Senado (pues sí, todavía existía el Senado) nombró emperador a Tácito,
un descendiente del famoso historiador, que como era ya muy viejo, murió seis
meses después de muerte natural. En el 276 le sucedió Probo, al que para no
variar, asesinaron los soldados al poco tiempo. Subiendo líneas arriba, cuento
quince emperadores en cincuenta años, casi todos como hemos visto, de mandato
tan efímero como dictó el capricho o la sed de rapiña de los mílites. Porque en
efecto, por encima del resto de los problemas que aquejaban a Roma, el
militarismo se convirtió en la auténtica plaga que le conduciría al abismo.
Nuestro profe Bigotini hace como en la célebre canción: en la fiesta nacional,
él se queda en la cama igual. Tened, amigos, mucho cuidado con las banderas,
los himnos y los desfiles. No conducen a nada bueno.
Al cielo se entra gracias a la misericordia de Dios. Si se entrara por méritos, las personas nos quedaríamos fuera, y sólo entrarían los perros. Mark Twain.