Nacido
en Sherewsbury en 1809, Charles Darwin fue el segundo hijo varón de Robert Darwin,
médico, y Susannah Wedgwood. Su abuelo paterno, Erasmus Darwin, había sido
también un médico prestigioso y un botánico notable, y su abuelo materno,
Josiah Wedgwood, un ingeniero miembro de la Royal Society, de manera que el
pequeño Charles se crió en un ambiente científico. El abuelo Erasmus, hombre de
espíritu inquieto y curioso, dejó muchas notas autógrafas y un extenso tratado
en el que se ocupaba de algunos aspectos de la herencia. Posiblemente ahí
estuviera el germen de la idea que ya desde muy joven, bullía en la cabeza de
Charles. En su etapa juvenil podría decirse que más que un naturalista
aficionado, Darwin fue un coleccionista empedernido. Cierto que algunas de las
colecciones que atesoró tenían que ver con las ciencias naturales, conchas,
insectos, minerales…, pero también se aficionó a la numismática y a la
filatelia, de manera que su primera inclinación fue la de clasificar y
sistematizar, un paso previo obligado para cualquier hombre de ciencia de su
tiempo.
Siguiendo
la tradición familiar, inició los estudios de medicina en la Universidad de
Edimburgo en 1825. Solo llegó a completar dos cursos. Después su padre le
propuso seguir la carrera eclesiástica. Charles aceptó sin demasiado
entusiasmo, matriculándose en el prestigioso Christ’s College de Cambridge. No
puede decirse que en Cambridge fuera un alumno aplicado. Pasó el tiempo
montando a caballo y organizando juergas con algunos compañeros, hasta que
comenzó a asistir a las clases del botánico y entomólogo John Henslow, a quien
desde entonces le uniría una entrañable amistad. Fue el reverendo Henslow quien
animó a Darwin a formar parte de una expedición geológica al norte de Gales, y
poco después, en 1831, quien le proporcionó la oportunidad de embarcarse como
naturalista a bordo del Beagle en la expedición que al mando del capitán Robert
Fitzroy, realizó el navío alrededor del mundo.
Lo
que ocurrió durante y después del viaje del Beagle, forma parte de la Historia
de la Ciencia, y es bien conocido por todos. No pretendo en esta breve reseña
profundizar en los principios de la Evolución y en la enorme contribución de
Darwin al progreso de las ciencias naturales y la biología. En Bigotini
literario nos proponemos glosar la faceta literaria del científico sin
adentrarnos en otros territorios. Para eso remitimos a nuestros amigos a los
numerosos artículos que sobre darwinismo y evolución hemos publicado en este
mismo foro. No obstante, permítaseme una pequeña reflexión sobre la verdadera
revolución que en el terreno de las ciencias y en el del pensamiento en
general, supusieron las ideas de Darwin. Que todos los seres vivos que poblamos
la Tierra procedemos de un ancestro común, y que las especies se han ido
sucediendo y diversificando a causa de la selección natural, resulta hoy tan
patente y evidente, que cuesta creer que nadie lo advirtiera antes de nuestro
autor. En eso, la evolución es comparable al heliocentrismo, por ejemplo. Tanto
en un caso como en otro, la resistencia a aceptar evidencias científicas tan
irrebatibles, se debió únicamente al fanatismo religioso y la cerrazón de
determinadas instancias que en una y otra época detentaban el poder.
En
cuanto al Charles Darwin escritor, que es el aspecto que nos interesa en la
presente reseña, conviene decir que, paralelamente a sus ideas evolucionistas,
en el autor se aprecia también una evidente evolución literaria. En efecto, los
escritos anteriores a su obra culminante: Sobre el origen
de las especies por medio de la selección natural, aparecida en
1859, adolecen de una gran simplicidad. Muchos de sus escritos se limitan a
meras relaciones, y hasta sus notas del viaje del Beagle resultan muy pobres
desde el punto de vista literario. El diario del viaje se publicó en 1839, y
ese mismo año comenzó a escribir su primer cuaderno de notas. En cuanto al Origen de las especies, en 1858 Darwin
había ya construido un extenso tratado, cuando recibió el trabajo del
naturalista Alfred Russel Wallace que, tras un viaje a las Molucas, escribió un
opúsculo mucho más breve que contenía en esencia las bases de la teoría
evolutiva.
Darwin
quedó atónito al leerlo, y le asaltaron serias dudas sobre la conveniencia de
publicar su obra que acaso pudiera ser tachada de plagio. Expresó su
preocupación a sus amigos Charles Lyell, el gran geólogo escocés, y el zoólogo
Thomas Henry Huxley. Ambos le animaron a persistir en su intención de dar a
conocer su trabajo. Y ambos, junto con el botánico Joseph Dalton Hooker,
actuaron como verdaderos editores, supervisando el original de Darwin, que
quedó reducido a la tercera parte del primer borrador, y puliendo la parte
literaria del texto. Así que no solo a Darwin, sino también a sus amigos,
debemos la cuidada redacción de El Origen,
cuya lectura, además del interés científico, resulta de una indudable amenidad.
Lyell tuvo además la feliz iniciativa de
contactar con Wallace y exponer la situación con absoluta claridad.
Afortunadamente, Wallace era un tipo honrado sin la menor pretensión de
notoriedad. Leyó el texto de Darwin y le pareció en todo superior al suyo.
Ambas obras se presentaron conjuntamente ante la Linnean Society el 1 de julio
de 1858. Unos meses después apareció el texto definitivo de Darwin en las
librerías. Constituyó un éxito clamoroso entre los partidarios de la evolución,
y causó la indignación de sus detractores, como es sabido.
Nuestra Biblioteca Bigotini os ofrece el enlace con la versión digital de la obra de Charles Darwin tomada de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Con independencia del valor científico del texto, os animamos a reparar en la pulcritud de su prosa, algo que en buena medida, debe atribuirse a la magnífica traducción.
Los adversarios de las ideas que sostengo han preguntado cómo pudo, por ejemplo, un animal carnívoro terrestre convertirse en un animal de costumbres acuáticas… Charles Darwin. Sobre el origen de las especies.