Tras
la renuncia de Diocleciano en 305, y finalizada la Tetrarquía que mantuvo
durante veinte años un equilibrio de poderes, el Imperio romano se desgajó en
varios pedazos, una auténtica ensalada de césares
y augustos en cuyo momento más
enredado llegaron a coincidir hasta seis proclamados o autoproclamados
emperadores, cada uno de ellos con su correspondiente ejército, sus apoyos
territoriales y sus declarados enemigos. En definitiva, un caos considerable.
Uno de aquellos aspirantes al poder era Flavio Valerio Aurelio Constantino, un
hijo bastardo de Constancio Cloro y de Elena, una concubina oriental convertida
al cristianismo. Constantino se crió entre
soldados, comiendo las lentejas que constituían el rancho militar, durmiendo en
el suelo y soportando largas marchas en la nieve o el barro. Antes de cumplir
los treinta se había convertido en un brillante general, y sus éxitos en las
batallas le llevaron hasta lo que en términos deportivos podríamos llamar la
gran final de la lucha por el poder.
El
otro finalista era Majencio, cuyo ejército se enfrentó al de Constantino en
Puente Milvio, a orillas del Tíber, a unos veinte kilómetros al norte de Roma,
el 27 de octubre del año 312. Aquella decisiva batalla cambió el curso de la
Historia. Constantino se proclamó emperador de Occidente, y diez años más
tarde, tras derrotar a Licinio, lo fue de un Imperio nuevamente reunificado,
aunque lo estaría por poco tiempo. Eusebio de Cesarea, el historiador cristiano
a quien se debe la hagiografía de Constantino, asegura que antes de entrar en
combate en Puente Milvio miró al cielo y vio una cruz envuelta en llamas con la
siguiente inscripción latina: in hoc
signo vinces, es decir, con este signo vencerás. Aquella noche una voz en
sueños le exhortó a marcar la cruz de Cristo en los escudos de sus legionarios
y a enarbolar un estandarte con las iniciales INRI, Iesus nazarenus rex iudiorum. La leyenda no parece muy digna de
crédito, entre otras cosas, porque el signo de la cruz todavía no se hallaba
muy extendido entre los cristianos primitivos que preferían tallar peces en sus
sarcófagos y sus catacumbas. Tampoco parece verosímil que un aspirante a
emperador de Roma hiciera referencia en su estandarte a un rey de los judíos.
Pero en fin, la leyenda hizo fortuna y ha pasado a formar parte de la tradición
cristiana. Naturalmente, Constantino ganó la batalla y se hizo con el poder
para contento de muchos de sus legionarios que al parecer, eran cristianos.
La
narración se ha vendido durante siglos por la jerarquía eclesiástica, como un
hecho milagroso en que, por obra y gracia de un emperador iluminado por Dios,
el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio, y los
cristianos durante décadas escondidos en sus catacumbas y ferozmente
perseguidos por su fe, pudieron al fin contemplar la luz del sol. Se trata por
supuesto, de una visión simplista y errónea. Es cierto que algunos cristianos
fueron blanco de las iras de varios emperadores. El primero fue Nerón, pero no
el más importante. Después de él hubo ejecuciones de cristianos bajo los Flavios,
bajo los Antoninos y bajo los Severos. Acaso quien más cristianos condenó fue
Diocleciano, que pasa por ser un emperador moderado y ecuánime. Varios son los
factores que determinaron aquellas persecuciones. Uno muy importante, la propia
política de la Iglesia primitiva, cuyo principal instrumento de propaganda fue
el martirio de muchos de sus seguidores. Los cristianos más exaltados aspiraban
al martirio, medio infalible de alcanzar la bienaventuranza, y a menudo
provocaron a las autoridades imperiales para conseguir su objetivo. Ante la
declaración pública de rebeldía, de no reconocimiento de autoridad terrenal
alguna, y por supuesto, de ningún emperador, los prefectos y gobernadores de las
distintas provincias no tenían más opción que condenar. Condenaban, y en
aquellos tiempos no existían condenas humanitarias o reeducadoras. Las penas
consistían en azotes y torturas diversas, en ser devorados por las fieras del
Circo o ser crucificados. ¿Crucifixión?, preguntaba el funcionario en La vida de Brian. Bien. Fila de la
derecha, por favor, recoja su cruz.
En
cualquier caso, el cristianismo se había convertido al principio del siglo IV
en una religión ampliamente seguida por muchos habitantes del Imperio. Algunos
de origen hebreo, pero otros muchos de diferentes naciones, gracias a la
brillante idea que tuvo Pablo de Tarso de extender la fe de Cristo entre los
gentiles. En muchas ciudades que desde Aureliano gozaban de gran autonomía o
más bien de un cierto aislamiento, las autoridades oficiales eran corruptas y a
veces inexistentes. A menudo la autoridad más fiable era el obispo cristiano, y
hasta los mismos emperadores, no sólo Constantino sino ya muchos de sus
antecesores, tuvieron que apoyarse en el poder terrenal que ejercían los
obispos en sus respectivas comunidades para llevar a cabo sus políticas en
materia comercial, fiscal y hasta militar. Aquella Iglesia a la que se ha
adjudicado siempre el adjetivo de primitiva,
no lo era tanto. Ya entonces sus dirigentes tenían la firme vocación de ejercer
el gobierno, de ostentar el poder allí donde fuera posible. Un objetivo que por
cierto han visto cumplido muchas veces a lo largo de los siglos posteriores.
Así
que, como suele ocurrir tantas veces, las cosas no son exactamente como nos las
han contado. Por cierto, el famoso Edicto
de Milán de 313 no estableció el cristianismo como religión oficial del
Imperio. Se limitó, y ya es bastante, a promulgar la libertad religiosa, de
manera que pudieron practicar libremente su religión los cristianos, por
supuesto, pero también los judíos, los mitraistas, los mazdeistas, los
adoradores de Isis y muchos otros. Constantino no fue su único firmante. Lo
hizo a medias con Licinio, que entonces reinaba en el Imperio de Oriente.
Falleció
Constantino en 337. Poco antes se hizo bautizar, lo que significó un gesto
importante en favor del cristianismo. En su honor Bizancio recibió el nombre de
Constantinopla. La Iglesia ortodoxa oriental lo venera como santo.
Siempre repito a los demás los buenos consejos que me dan. Es para lo único que sirven. Oscar Wilde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario