miércoles, 28 de septiembre de 2022

ANTONIO Y CLEOPATRA: AMBICIÓN Y LUJURIA

 


Nadie pareció entender en Roma que César designara como sucesor al joven Octaviano, su ahijado, un adolescente aun imberbe y enfermizo más preocupado por evitar las corrientes de aire que por la política. Lo lógico habría sido que eligiera a Marco Antonio, que a sus treinta y ocho años era un soldado curtido en mil batallas, querido por sus correligionarios políticos y admirado por sus enemigos. Antonio no estaba dispuesto a renunciar al poder que consideraba legítimamente suyo, así que acusó falsamente a Cayo Octavio de haber formado parte de la conspiración que acabó con la vida de César. Por supuesto nadie creyó la acusación, pero la aceptaron aquellos a quienes convenía.

Pero resultó que el chiquillo enfermizo, el adoptado, había crecido siguiendo a su padre adoptivo en las campañas militares y contaba con el cariño de los legionarios veteranos. De manera que unió dos legiones a las otras dos que llegaron de Iliria para ponerse a sus órdenes, y con esas fuerzas se dispuso a hacer frente a Antonio.


En los pocos días en que ejerció el poder, Antonio saqueó el tesoro, ocupó el antiguo palacio de Pompeyo y se declaró gobernador de la Galia Cisalpina, lo que le permitía disponer de un ejército en las mismas puertas de Roma. Los senadores que tanto habían conspirado para librarse de César, comprendieron que al muerto le sustituiría otro peor, por eso tomaron partido por Octavio, el muchacho al que pretendían manejar más fácilmente. Cicerón, el gran orador, desplegó todo su ingenio para zaherir a Antonio en las célebres Filípicas que le dedicó. Cargó Cicerón las tintas en la escandalosa vida privada del general. Lo cierto es que los excesos de Antonio habían llegado a escandalizar hasta al mismo César que fue un hombre de mundo. Incluso en plena guerra, Marco Antonio llevaba tras de sí un harén compuesto por jóvenes de ambos sexos que le procuraban placer. Se jactaba de despreciar a los dioses, blasfemaba y bebía hasta la embriaguez.

Los dos ejércitos se encontraron cerca de Módena y allí la fortuna sonrió a Octaviano. Antonio, derrotado por primera vez en su vida, huyó.

Los aristócratas que habían pensado manejar a Octavio a su antojo, muy pronto se dieron cuenta de su error. En política imperial el muchacho se comportó como un hábil estratega, proponiendo a imitación de César, su padre adoptivo, un segundo triunvirato junto a Lépido, otro lugarteniente de César, y Antonio, que a pesar de la sorpresa, aceptó inmediatamente. De esa manera se aseguró la estabilidad de los diferentes territorios. En cuanto a la política interna, Octavio se mostró inflexible. Trescientos senadores y dos mil funcionarios fueron inculpados del asesinato de César. Fueron procesados sumariamente y ejecutados tras el secuestro de todos sus bienes. Muchos se suicidaron. Cicerón trató de huir, pero las patrullas de Antonio le encontraron en Formia. Ante los triunviros llevaron su cabeza y su mano derecha cortadas. Antonio brincó de gozo. Octaviano se indignó o fingió hacerlo.

Quedaban por castigar Bruto y Casio, los dos principales ejecutores. Los ejércitos de Antonio y de Octaviano los siguieron hasta las provincias orientales y el encuentro tuvo lugar en Filipos. Corría el mes de septiembre del año 42 a.C. Casio se hizo matar por un asistente. Bruto se suicidó arrojándose sobre la espada de un amigo. En Filipos cayeron los últimos representantes del antiguo patriciado romano, y puede decirse que cayó la República. Aquel día quedó oficiosamente inaugurado el Imperio. Octaviano se quedó con Roma y la tajada europea, la más suculenta. Lépido con la africana. A Antonio correspondieron Egipto, Grecia y Oriente. Tenía más soldados que los otros dos, y sobre todo tenía más ambición. Lo que finalmente iba a perderle, era que también tenía más debilidades. Una de ellas, acaso la principal, tenía nombre de mujer: Cleopatra.

La reina de Egipto se presentó ante el romano en una nave de velas rojas, espolón dorado y quilla laminada de plata. La dotación la formaban sus doncellas vestidas de ninfas. Bajo un dosel yacía Cleopatra vestida de Venus, un hábito tan ligero como aquel con el que se presentó a César años atrás. Seguía siendo igual de bella, probablemente más, así que Antonio, hombre pasional y enamoradizo, no se resistió. Le regaló Fenicia, Chipre, Arabia y Palestina, y ella le recompensó esa misma noche. Sus generales se conformaron con las ninfas.

Empujado a partes iguales por Cleopatra y por su propia ambición, Antonio no esperó más. Desembarcó a su ejército en Brindisi. Fue una acción imprudente e improvisada. Sus hombres, viéndose en Italia, se unieron a las legiones de su rival. Tuvo que huir de nuevo a Egipto, y Octavio tuvo ya el pretexto perfecto para acusarlo de traición. Hasta la misma Fulvia, la esposa de Antonio, se sintió ultrajada y exigió su cabeza. Antonio ya no tenía un ejército fiel, era un proscrito y lo sabía. Con todo, quiso apurar el cáliz hasta las heces y permaneció con Cleopatra diez años más viajando por el Mediterráneo oriental. Octavio por su parte, se lo tomó con calma. Hizo una campaña en Hispania donde sometió a los cántabros y astures y liquidó los restos del ejército pompeyano. Finalmente Marco Antonio, asediado, encontró la muerte en Alejandría.

Cleopatra se presentó ante Octavio procurando mostrarse tan seductora como fue capaz. Pero ni Octavio era César o Antonio, ni Cleopatra era la mujer irresistible que fue. En la primavera del año 32 tenía ya cuarenta años. Octavio, que había dejado en Roma a su esposa Livia de quien estaba muy enamorado, la acogió con frialdad y le anunció que la conduciría a Roma como adorno de su carro del triunfo. Aquella misma noche Cleopatra se suicidó envenenada por la mordedura de un áspid.

Lépido, el tercer triunviro, nunca fue un verdadero obstáculo, de manera que Octavio, con apenas treinta años se convirtió en el dueño de Roma, de su Imperio y del mundo conocido.

Para Adán el Paraíso estaba donde estaba Eva. Mark Twain.



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