Nadie
pareció entender en Roma que César designara como sucesor al joven Octaviano,
su ahijado, un adolescente aun imberbe y enfermizo más preocupado por evitar
las corrientes de aire que por la política. Lo lógico habría sido que eligiera
a Marco Antonio, que a sus treinta y ocho años era un soldado curtido en mil
batallas, querido por sus correligionarios políticos y admirado por sus
enemigos. Antonio no estaba dispuesto a renunciar al poder que consideraba
legítimamente suyo, así que acusó falsamente a Cayo Octavio de haber formado
parte de la conspiración que acabó con la vida de César. Por supuesto nadie
creyó la acusación, pero la aceptaron aquellos a quienes convenía.
Pero
resultó que el chiquillo enfermizo, el adoptado, había crecido siguiendo a su
padre adoptivo en las campañas militares y contaba con el cariño de los
legionarios veteranos. De manera que unió dos legiones a las otras dos que
llegaron de Iliria para ponerse a sus órdenes, y con esas fuerzas se dispuso a
hacer frente a Antonio.
En
los pocos días en que ejerció el poder, Antonio saqueó el tesoro, ocupó el
antiguo palacio de Pompeyo y se declaró gobernador de la Galia Cisalpina, lo
que le permitía disponer de un ejército en las mismas puertas de Roma. Los
senadores que tanto habían conspirado para librarse de César, comprendieron que
al muerto le sustituiría otro peor, por eso tomaron partido por Octavio, el
muchacho al que pretendían manejar más fácilmente. Cicerón, el gran orador,
desplegó todo su ingenio para zaherir a Antonio en las célebres Filípicas que le dedicó. Cargó Cicerón
las tintas en la escandalosa vida privada del general. Lo cierto es que los
excesos de Antonio habían llegado a escandalizar hasta al mismo César que fue
un hombre de mundo. Incluso en plena guerra, Marco Antonio llevaba tras de sí
un harén compuesto por jóvenes de ambos sexos que le procuraban placer. Se
jactaba de despreciar a los dioses, blasfemaba y bebía hasta la embriaguez.
Los dos ejércitos se encontraron cerca de Módena y allí la fortuna sonrió a Octaviano. Antonio, derrotado por primera vez en su vida, huyó.
Quedaban
por castigar Bruto y Casio, los dos principales ejecutores. Los ejércitos de
Antonio y de Octaviano los siguieron hasta las provincias orientales y el
encuentro tuvo lugar en Filipos. Corría el mes de septiembre del año 42 a.C.
Casio se hizo matar por un asistente. Bruto se suicidó arrojándose sobre la
espada de un amigo. En Filipos cayeron los últimos representantes del antiguo
patriciado romano, y puede decirse que cayó la República. Aquel día quedó
oficiosamente inaugurado el Imperio. Octaviano se quedó con Roma y la tajada
europea, la más suculenta. Lépido con la africana. A Antonio correspondieron
Egipto, Grecia y Oriente. Tenía más soldados que los otros dos, y sobre todo
tenía más ambición. Lo que finalmente iba a perderle, era que también tenía más
debilidades. Una de ellas, acaso la principal, tenía nombre de mujer:
Cleopatra.
La
reina de Egipto se presentó ante el romano en una nave de velas rojas, espolón
dorado y quilla laminada de plata. La dotación la formaban sus doncellas
vestidas de ninfas. Bajo un dosel yacía Cleopatra vestida de Venus, un hábito
tan ligero como aquel con el que se presentó a César años atrás. Seguía siendo
igual de bella, probablemente más, así que Antonio, hombre pasional y
enamoradizo, no se resistió. Le regaló Fenicia, Chipre, Arabia y Palestina, y
ella le recompensó esa misma noche. Sus generales se conformaron con las
ninfas.
Empujado
a partes iguales por Cleopatra y por su propia ambición, Antonio no esperó más.
Desembarcó a su ejército en Brindisi. Fue una acción imprudente e improvisada. Sus
hombres, viéndose en Italia, se unieron a las legiones de su rival. Tuvo que
huir de nuevo a Egipto, y Octavio tuvo ya el pretexto perfecto para acusarlo de
traición. Hasta la misma Fulvia, la esposa de Antonio, se sintió ultrajada y
exigió su cabeza. Antonio ya no tenía un ejército fiel, era un proscrito y lo
sabía. Con todo, quiso apurar el cáliz hasta las heces y permaneció con
Cleopatra diez años más viajando por el Mediterráneo oriental. Octavio por su parte,
se lo tomó con calma. Hizo una campaña en Hispania donde sometió a los
cántabros y astures y liquidó los restos del ejército pompeyano. Finalmente
Marco Antonio, asediado, encontró la muerte en Alejandría.
Cleopatra
se presentó ante Octavio procurando mostrarse tan seductora como fue capaz.
Pero ni Octavio era César o Antonio, ni Cleopatra era la mujer irresistible que
fue. En la primavera del año 32 tenía ya cuarenta años. Octavio, que había
dejado en Roma a su esposa Livia de quien estaba muy enamorado, la acogió con
frialdad y le anunció que la conduciría a Roma como adorno de su carro del
triunfo. Aquella misma noche Cleopatra se suicidó envenenada por la mordedura
de un áspid.
Lépido,
el tercer triunviro, nunca fue un verdadero obstáculo, de manera que Octavio,
con apenas treinta años se convirtió en el dueño de Roma, de su Imperio y del
mundo conocido.
Para Adán el Paraíso estaba donde estaba Eva. Mark Twain.
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