El
lugar en que se desarrollaba la vida familiar entre los romanos era la casa. La
clásica casa itálica tenía en el centro una sala de grandes dimensiones, el atrium,
iluminada por una abertura rectangular practicada en el techo. Por ella el agua
de las lluvias caía en una fuente situada en mitad de la sala, llamada impluvium.
En el atrium se encontraba el lar,
altar del hogar doméstico. Frente a la entrada se abría la alcoba de los amos (tablinum),
y delante de esta pieza, el atrium se
prolongaba a ambos lados en forma de dos alas (alae), lo que le confería
la figura de una cruz latina, estando ocupados los ángulos por alcobas para los
miembros de la familia y para los esclavos y sirvientes.
En
el siglo II esta antigua forma de casa-hotel se modificó entre la gente rica, y
se agrandó imitando la casa griega. Remedaba el estilo de Pérgamo. A la casa
itálica se añadieron el peristilo y las piezas adyacentes,
con el resultado de que en el nuevo tipo de casa, el antiguo tablinum perdió su condición de alcoba
para transformarse en una pieza de paso y de lujo. La vida íntima de la familia
transcurría en el peristilo y en las
piezas confortables que desembocaban en él. Así el atrium llegó a ser el salón oficial de las recepciones del amo. Con
el peristilo, el resto del lujo del
Oriente griego había pasado a los romanos, como las decoraciones de las
paredes, los pavimentos de mosaico, los techos artesonados, los muebles ornamentados,
los vasos y candelabros de mármol y de bronce, los adornos esculpidos y,
particularmente, esa mezcla de edificios y de follaje que constituía el encanto
de la casa helenística.
Fue
así como se formó poco a poco el tipo de casa grecorromana, del que pueden
darnos alguna idea las ruinas de Pompeya. Sin embargo, la casa urbana estaba
lejos de satisfacer las necesidades de los grandes patricios y nobles romanos,
y entre ellos, pocos había que no poseyeran algunas villas, bien en las afueras
de la ciudad (suburbanae) o en algún lugar de las montañas sabinas o de Alba
(Tusculanum),
y aun más lejos, en Nápoles, en Tarento o en Baias, por ejemplo.
Los
banquetes de los ricos los hacían tendidos en los triclinium, conjuntos de
tres divanes con una mesa central donde se disponían las viandas. Como
curiosidad diremos que los divanes se hallaban orientados de manera que los
comensales reposaran sobre su costado izquierdo, lo que facilita enormemente
las digestiones. Este dato, que hoy en día conocen perfectamente quienes
padecen reflujo gastroesofágico, era ya bien conocido por los antiguos romanos.
Por
supuesto, todo lo anterior sólo es aplicable a las casas de la gente rica. Los
pobres debían contentarse con un pequeño hotel en las poblaciones pequeñas, y
en Roma se alquilaban apartamentos (cenaculum) en casas de alquiler
llamadas ínsulas, con varios pisos de altura, construidas con materiales
de ínfima calidad, con ventanucos abiertos, lo que daba lugar a pasar frío en
invierno y calor en verano. Muchas de estas ínsulas
se incendiaban a menudo e incluso se derrumbaban debido a su deficiente
fábrica.
Carecían
de agua corriente, de manera que sus habitantes se veían forzados a utilizar
las letrinas públicas (letrinarium) mediante el pago de un as,
moneda de escaso valor. En los letrinarium
públicos se hacía vida social, los comerciantes cerraban negocios y los siervos
se ajustaban con nuevos amos por un mejor salario. Consistían en salas
cuadradas o rectangulares con una inclinación suficiente para que el agua
corriente produjera el arrastre de las heces hasta el sumidero. Tres laterales
estaban dotados de bancos bien de madera o bien de planchas de mármol con
agujeros. Cada puesto se separaba de los contiguos por unas pequeñas placas de
apenas diez o quince centímetros, por lo que la intimidad brillaba por su
ausencia. En el centro de la estancia había una fuente donde se enjuagaban las
esponjas, elementos de limpieza de infinitos usos.
Cuenta
Tácito que los encargados de regentar estos establecimientos solían dejar
entrar en ellos a vagabundos y pícaros de toda índole que, fingiendo
estreñimiento, pasaban allí el tiempo e importunaban a sus vecinos de letrina
con toda clase de peticiones. Vespasiano, emperador muy preocupado por las
materias de higiene, extendió estos letrinarium
por todo el Imperio. Como curiosidad, en Francia hasta tiempos recientes se
llamaban vespasiennes a los urinarios públicos. Todos los materiales de
arrastre acababan en el sufrido Tíber, inmensa cloaca donde se bañaban en
verano los chiquillos y las gentes más pobres.
Los
baños en las casas eran muy poco usuales, reservándose sólo a grandes mansiones
y palacios de los nobles más opulentos. Quienes podían permitírselo acudían a
los baños públicos, las termas, que contaban con agua
caliente (caldarium), templada (tepidarium) y fría (frigidarium).
No faltaba tampoco el baño de vapor (laconicum), y todos estos espacios
se encontraban naturalmente por partida doble, para hombres y para mujeres.
Las
termas romanas contaban además con un
espacio al aire libre destinado a practicar ejercicio (palestra), vestuarios (apodyterium),
y hasta con una zona circundante de establecimientos de comidas y bebidas (tabernae).
Para la mayoría de los ciudadanos la visita a las termas se convertía en una especie de fiesta. A menudo pasaban en
ellas varias horas e incluso el día entero, así que puede suponerse que no
practicaban estas medidas higiénicas diariamente ni mucho menos. Los espacios
públicos en Roma y en las demás urbes imperiales no debían oler precisamente a
perfume. Se sabe de emperadores que con motivo de aniversarios y diferentes
efemérides gloriosas, convidaban a bañarse a toda la población mediante el pago
de las termas de su peculio. Así,
durante unos días el ambiente sería algo más respirable.
El
viejo Bigotini emplea tanto tiempo en la limpieza de su enorme nariz, que
apenas tiene ocasión de ocuparse del resto del cuerpo. No obstante, procura
seguir el consejo que cuando niño le dio su difunta abuela: hijo, báñate y múdate la ropa interior cada
sábado, te haga falta o no. Y es que los grandes hombres, amigos, son gente
muy limpia.
Que
me digan disléxico me entra por un odio y me sale por el orto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario