Los polímeros, que
coloquialmente solemos denominar plásticos,
en cierto modo han estado con nosotros desde hace millones de años. Básicamente
consisten en cadenas complejas de átomos de carbono e hidrógeno. Las arañas
están tejiendo sus telas (que esencialmente son polímeros) desde el periodo carbonífero.
También son polímeros el caucho, el algodón, la lignina y la celulosa de las
maderas, y hasta nuestras propias uñas sin ir más lejos. Ocurre que todos estos
polímeros naturales llevan en la naturaleza mucho tiempo. El suficiente como
para que hayan evolucionado estirpes bacterianas capaces de alimentarse de
ellos, y por lo tanto capaces de hacerlos desaparecer para que no constituyan
un problema. Los polímeros
naturales son biodegradables.
Otro polímero natural es la laca. La segrega un insecto asiático para
producir escamas. Hasta la década de 1920 la laca fue el único revestimiento
disponible para los cables eléctricos. Precisamente la búsqueda de un sustituto
artificial de la laca, fue lo que llevó al químico americano Leo Baekeland a mezclar fenol con formaldehído para
conseguir baquelita, un
material moldeable que se convirtió en el primer plástico artificial. Aquello
fue el pistoletazo de salida. Los químicos de todo el mundo se pusieron a
manipular cadenas de hidrocarburos y a mezclarlas con un sinfín de sustancias.
Añadiendo cloro se obtiene PVC, insuflando gas se obtiene poliestireno. En los
cuarenta se descubrió el nailon, un material que revolucionó la indumentaria
femenina. A partir de 1945 se produjo un verdadero aluvión de nuevos plásticos:
tejidos acrílicos, plexiglás, polietileno, polipropileno, gomaespuma de
poliuretano…
Hasta la década de los cuarenta toda
la basura que generábamos era biodegradable o fácilmente reciclable (el caso de
las chatarras metálicas). A partir de la aparición de los plásticos la
situación cambió sustancialmente. Hay una isla de bolsas de plástico flotando
en el océano Pacífico que tiene la extensión aproximada de Texas. Existe otra
isla parecida en el Atlántico Norte con una superficie mayor que la de Francia… Las bolsas de plástico
obstruyen las bocas de las alcantarillas y los esófagos de las tortugas
marinas, que las confunden con medusas. Las omnipresentes bolsas de plástico
están por todas partes. Flotan en los ríos y en el mar. Arrastradas por el
viento, se enganchan en las ramas de los árboles y arbustos. Se acumulan en los
vertederos hasta formar auténticas cordilleras. Se rasgan y se fraccionan en
pedazos cada vez más y más pequeños. Esos pedazos adheridos a los alimentos,
son consumidos por muchos animales terrestres o marinos que invariablemente
sufren las funestas consecuencias de su elevada toxicidad.
Hay plásticos supuestamente biodegradables,
pero toda la degradación consiste en que desaparece el almidón y se convierten
en una nube de microscópicos millones de partículas imposibles de destruir.
Esas diminutas bolitas forman parte de la composición de un sinfín de productos
de belleza e higiene: geles, exfoliantes, champús, jabones, suavizantes,
limpiadores, lociones, pasta de dientes, cremas… Entre sus ingredientes
aparecen “microesferas de polietileno” o
alguna otra denominación similar. Todo eso va a parar a los desagües, a los
ríos y finalmente al océano. Las pequeñas esferas de plástico son consumidas
por la microfauna marina que forma el plancton y por los microscópicos
crustáceos del krill, que se envenenan masivamente. Toda esa microfauna
constituye el primer eslabón de la cadena trófica alimentaria en los océanos, y
cada vez es más escasa… Si no detenemos esto de alguna forma, estamos abocados
a un desastre ecológico sin precedentes.
El que avisa no es traidor, es
avisador. Las señales de alarma llevan ya mucho tiempo encendidas, sin que
aparentemente nadie les preste atención más allá de los ecologistas a los que
nadie parece tomar realmente en serio, o de denuncias aisladas como la
presente. ¿Sabéis cuánto tiempo puede transcurrir hasta que evolucionen
estirpes bacterianas capaces de alimentarse con nuestros plásticos? Una
respuesta optimista podría ser decenas de miles de años. Otra más realista,
millones. Para cuando eso ocurra nos habremos cargado el planeta. En los
cuarenta unas seductoras medias de nailon se anunciaban como la perdición de los hombres. El
publicista no era consciente de hasta qué punto estaba en lo cierto.
Todos somos unos
ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas.
Albert Einstein.