Ismail
había sido un honrado vendedor de camellos de esos que solo
regateaban hasta donde le está permitido a un honrado comerciante de
cualquier tipo de género. Procuraba obtener una ganancia razonable
de aquellos clientes a los que sabía ricos, pero a cambio hacía un
buen precio a los menos pudientes, dejando de ganar dinero, o incluso
perdiéndolo en más de una ocasión cuando se las veía con personas
verdaderamente necesitadas.
La
revolución islámica le dejó sin trabajo, pero Ismail sufrió su
pérdida con resignación. Era ante todo un creyente, así que daba
por bueno cualquier sacrificio que se hiciera a mayor gloria del
Islam. Además Ismail estaba acostumbrado a sufrir. Unas semanas
antes de perder su trabajo, había perdido a su querida esposa.
Contempló impotente como la pobrecilla agonizaba en el pasillo de un
hospital desabastecido, cuyos médicos y enfermeras habían huido del
país.
-Igual
que las ratas, -pensó entonces-. Huyen porque no tienen la
conciencia limpia, pero Alá es grande. Recibirán su justo castigo
como todos los infieles. Alá es grande, -repetía como un mantra-,
y eso le procuraba algún consuelo.
Eso
y su pequeña. Ismail tenía una única hija, un ángel llamado
Naima, a la que profesaba el más tierno amor paterno. Si sus piernas
y su torturado corazón le seguían sosteniendo era para Naima. Y
para Naima eran sus más amorosos pensamientos. El día que cumplió
trece años no pudo ofrecerle otra cena que un trozo de pan y unos
arenques. Después, sollozando en silencio, la miró dormir durante
horas, mientras le acariciaba la mano y le retiraba de la frente un
mechón de sedosos cabellos, poniendo un cuidado exquisito para no
despertarla. Naima era hermosa como la luna, una belleza morena de
ojos de gacela y corazón purísimo.
Ismail
estaba decidido a cualquier cosa, incluso a robar, para su pequeña.
Pero no fue necesario. La mañana siguiente oyó como llamaban a su
puerta, y encontró afuera a la gente de Mansul Billah, el jefe
tribal más influyente de la región; un señor de la guerra,
como le llamaba la prensa occidental. Mansul era todo un personaje.
Su familia descendía del mismo Profeta a través de su hija Fátima.
Era por lo tanto uno de aquellos orgullosos y admirables príncipes
fatimíes. Cuando le llevaron a su presencia, Ismail inclinó
respetuosamente la cabeza. –Te conozco bien Ismail, -le dijo Mansul
Billah-, y sé que eres un devoto creyente y un buen patriota.
-Me
conoce y sabe quien soy, -repitió para sí Ismail abrumado. Allí
mismo juró obediencia a Mansul Billah, el victorioso por la Gracia
de Alá. A partir de ese día a él y a su hija no les faltó de
nada. A cambio Ismail tuvo que aprender a manejar las armas y tuvo
que utilizarlas con decisión. Mató a muchos, pero así es la
guerra, se decía. La yihad, mejor dicho. La guerra santa contra los
enemigos del Islam, contra los sicarios del mal, y contra quienes
niegan la Verdad Revelada.
Cuando
Ismail participaba en feroces razzias contra la población civil,
cuando veía correr regueros de sangre como riachuelos en el suelo
reseco, cuando, como una vez en Kandahar, tuvo que guardar la puerta
de un cobertizo mientras Mansul y sus dos cuñados violaban adentro a
un puñado de mujeres y de chiquillas supervivientes de su última
matanza; Ismail se repetía machaconamente: -¿No es Alá el único
Dios, y Mahoma su Profeta?, ¡pues muerdan el polvo sus enemigos y
sufran sus mujeres como perras apaleadas a mayor Gloria del
Todopoderoso!
Pasaron
como una pesadilla aquellos meses de sangrientas orgías, sobre todo
porque no quedó en la región prácticamente un solo enemigo de Dios
con vida. Más tarde llegó el tiempo de la política. Los políticos,
los militares y los señores de la guerra se reunieron una vez, dos,
diez, veinte veces. Hicieron pactos primero y después los
deshicieron. De vez en cuando un grupo traicionaba a otro. Algún
tiroteo, algún muerto… -Para negociar en mejor posición, -era la
explicación que daba a Ismail algún hombre de confianza de Mansul,
cuando se sorprendía al saber de una u otra escaramuza-.
Con
todo ese guirigay de paces a medias, Ismail había vuelto a quedarse
sin trabajo. Llegó a pensar seriamente en hacerse policía, y hasta
se acercó un día a la cola de la oficina de reclutamiento, sin
decidirse a ponerse en ella. De vuelta en su barrio, vio una limusina
parada en la puerta de su casa. Le invitaron a subir. Era Mansul
Billah. –Has sido elegido Ismail, -le dijo-, y al escuchar aquellas
cuatro palabras recorrió al antiguo vendedor de camellos un
escalofrío mortal. –Dios te ha elegido entre los mejores hombres
de sus ejércitos, para llevar la muerte a sus enemigos. Serás un
héroe y un mártir, Ismail, -confirmó el imán sentado junto a
Mansul-. Se abrirán para ti las puertas del Paraíso. Serás
premiado con la vida eterna en el Dichoso Jardín donde los ríos
manan leche y miel. Donde setenta jóvenes e inmaculadas vírgenes te
servirán, y atenderán solícitas hasta el último de tus caprichos…
Cuando
se acercó a la oficina de reclutamiento Ismail temblaba como una
hoja. Sudaba tan copiosamente que se nublaron sus ojos y le escocían
horriblemente, hasta el punto de impedirle mantenerlos abiertos más
allá de un parpadeo. Iba cargado de muerte. Treinta kilos de
explosivo plástico y un detonador que debía activar al alcanzar el
interior del edificio. Al final de la calle interminable, fuera del
alcance de la detonación, le pareció adivinar entre dos
polvorientos montones de cascotes ruinosos, el morro de la limusina
de Mansul. Voy a morir, -pensó un instante-. Pero la muerte nos
igualará a todos. Mi Jardín del Paraíso no será inferior al tuyo
ni en el menor detalle.
Esa
idea le reconfortó. Caminó unos pasos más… Uno de los guardias
armados reparó entonces en él. Ese es un antiguo vendedor de
camellos llamado Ismail. Yo lo conocía y lo trataba hace años.
Pero… ¿qué lleva bajo la ropa? Camina como si fuera arrastrando
un peso. La idea del atentado se encendió en la mente del guardia
como una luz repentina y providencial.
Le
dio el alto una vez, dos… La gente de la cola comenzó a huir en
desbandada. Ismail no oía ni veía. Siguió caminando. El guardia se
parapetó tras una vieja camioneta. Apuntó su fusil con cuidado.
Apretó el gatillo. Ismail solo notó un extraño zumbido, e
inmediatamente… nada. Nada en absoluto.
Luego,
como si despertara de un profundo sueño, se halló en el Paraíso.
Miró
a su alrededor. Era todo exactamente como el imán le había dicho.
En el Jardín celestial no faltaba ninguna flor que habitara la
Tierra en el pasado, el presente o el futuro. Su hermosura superaba
todo cuanto pueda expresarse con palabras. Deliciosos y fragantes
arroyos corrían como hilos de vida. Ismail probó sus dulcísimos
néctares. En efecto, cremosa leche y miel purísima. Y por supuesto,
allí estaban sus setenta vírgenes. Rubias, morenas, castañas,
pelirrojas… Todas hermosísimas y todas apasionadas. ¡Gran Dios!
¡Todo era verdad! ¡Alá premia a sus mártires como merecen!
Subido
en un pequeño cerro de su Jardín, contempló Ismail las parcelas
colindantes. ¡Que bien planeado!, -pensó-. ¡Todas son del mismo
tamaño! Miró la parcela de su derecha… y allí vio a Mansul
Billah. ¡Caramba, qué sorpresa! Resulta, -e Ismail lo supo
inmediatamente, porque los elegidos conocen por ciencia infusa todo
lo que debe conocerse-, que Mansul murió a las pocas horas de la
explosión abatido por un comando especial de una agencia americana
en una de esas operaciones a las que ponen nombre de película (zorro
rojo, o algo por el estilo).
-¡Cuánta
razón tenía cuando pensé que la muerte nos iguala a todos!,
-exclamó-, y después, elevando una voz prodigiosamente melodiosa
(téngase en cuenta que se había convertido en un bienaventurado),
inició un cántico repetitivo y místico: ¡Alá es grande!, ¡Alá
es grande!, ¡Alá es… ¡pero, será posible lo que contemplan mis
ojos! Ismail se los frotó incrédulo, pero lo cierto es que no le
engañaban. Ahora su visión era perfecta, como el resto de sus
sentidos. De hecho podía ver nítidamente a través de distancias
siderales. En la parcela de Mansul estaba viendo a Naima, su querida
hija.
En
efecto. A cada justo le corresponden setenta hermosísimas vírgenes,
y todo el mundo se hace cargo de lo difícil que resulta encontrar
vírgenes hermosas. Naima, que era virgen y era bella como un
amanecer, tocó en suerte a Mansul. Ismail corrió hacia la verja que
separaba las dos parcelas. ¡Naima!, -gritó-, y su hija, con un
gesto de sorpresa indecible, le reconoció al instante. ¡Ven aquí,
-le apremió Ismail-. Naima se apresuró a abrazar a su padre, y en
un santiamén se halló en sus brazos al otro lado de la verja.
Ambos
disfrutaron unos días de la leche, de la miel y del fragante aroma
de las flores. A Ismail, teniendo con él a su pequeña, le parecía
indecente gozar de sus setenta vírgenes a pesar de lo mucho que
todas solicitaban sus atenciones, sobre todo cuando no cesaban de
escucharse gemidos provenientes de la parcela vecina.
Mansul
Billah por su parte, disfrutaba como un camello en la charca de un
oasis hasta que cierto día, algunas de sus muchachas repararon en
que no dejaba de contarlas una y otra vez. ¡Sesenta y nueve!, fue el
sorprendente resultado. Luego se fue derecho a la verja y empezó a
contar las vírgenes de Ismail. ¡Setenta y una!, rugió ciego de
ira. Pidió audiencia con el Profeta (no se olvide que era
descendiente suyo). Tras alguna deliberación y hasta una consulta al
patriarca Abraham, la conclusión no pudo ser otra: Ismail había
osado robar una virgen a su vecino. Un caso sin precedentes en el
Paraíso, que sin duda merecía ejemplar castigo.
Poco
tiempo después Mansul había disfrutado ya innumerables veces de la
agradable compañía de sus ciento
cuarenta vírgenes. En ese momento se encontraba con
la pequeña Naima en los brazos. Era su preferida, acaso porque
temblaba como una gacela, y le recordaba los goces de cierto
cobertizo en Kandahar. Mansul apartó un poco las nubes y miró un
instante a aquel desdichado Ismail que se consumía en los infiernos.
En ese momento estaba siendo sodomizado por una tropa de babuinos de
tamaño colosal. No pudo evitar un breve sentimiento de compasión,
pero lo desechó al instante. Después de todo, como escuchó a
Abraham decirle al Profeta: no puedes fiarte nunca de los perros
callejeros; a veces les ofreces pan y te muerden en la mano.
Ismail vendía camellos, la religión vende camelos.
Ser
ateo no te hace más inteligente, simplemente te libra de creer a
pies juntillas las estupideces que te cuentan curas, imanes, rabinos
y otros charlatanes semejantes.
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