Dominguito
de Val era un infante de coro de siete años, hijo de Sancho de Val,
notario, y de Isabel Sancho, sus labores. Estamos en la Zaragoza de
mediados del siglo XIII. Si nos atenemos a lo que enseñan las series
de televisión, en aquel tiempo, en Zaragoza lo mismo que en Toledo,
reinaba una paz idílica. Era una sociedad en la que convivían
felizmente cristianos, moros y judíos. En los últimos años parece
que ha hecho fortuna una especie de “pensamiento Alicia” que nos
pinta una España de las tres culturas donde llovían pétalos de
rosa, y todos eran buenos, felices, comían perdices en el desayuno,
el almuerzo, la cena, y a los chiquillos les ponían las perdices
entre el pan para merendar.
Pero,
¿era así de verdad? Veamos. Según la crónica, un judío de nombre
Albayuceto, que también, vaya nombrecito, raptó al pobre
Dominguito. Hacía tiempo que un grupo de judíos de la aljama
zaragozana (sin duda resentidos porque los cristianos eran altos,
rubios, de ojos azules y guapetones; mientras que ellos iban
encorvados, tenían la nariz ganchuda, la mirada torva, y eran más
feos que comer con gorra), abrigaban el secreto proyecto de repetir
de forma ritual la pasión de Cristo, simplemente para hacer escarnio
de la fe cristiana, y pasar un buen rato martirizando a algún
inocente, que era lo que más les gustaba hacer por las tardes, al
salir del trabajo, donde se dedicaban, como todo el mundo sabe, a la
usura.
Una
vez raptado el niño, lo escarnecieron, lo flagelaron, y luego lo
crucificaron con unos clavos tremendos en una pared de la iglesia de
San Miguel de los Navarros. Le alancearon el costado, como al
Redentor, y no contentos con eso, le decapitaron, le amputaron manos
y pies, echaron sus despojos en un saco, y los tiraron al Ebro como
si fueran un desperdicio. Corría el 31 de agosto de 1250. Unos
barqueros que acertaron a pasar, viendo unas extrañas luces, se
acercaron a la ribera y descubrieron el cadáver. Fueron depositados
sus restos en la iglesia de San Gil Abad, y más tarde en la catedral
de La Seo, en una capilla dedicada al infante mártir, donde todavía
pueden venerarse. El pequeño santo fue canonizado. Ejerce el
patronazgo de los monaguillos y de los infantes de la escolanía de
la ciudad, conocidos mundialmente como infanticos del Pilar, unas
voces blancas y cristalinas admirables. Como dicen Les
Luthiers, “escúchelos
antes de que crezcan”.
Así
nos narra el martirio la crónica de la época. Como lógica
consecuencia, una muchedumbre legítimamente enardecida arrasó la
judería de Zaragoza, degollando a hombres, mujeres, niños,
caballerías, y resto de animales de pelo y pluma. Y es que, como
razonaban algunos de los que portaban antorchas y cuchillos
cabriteros: ¡estas no son formas de convivir en armonía, caramba!
El
de Dominguito no fue un caso único ni mucho menos. Entre los
despiadados asesinatos de niños perpetrados por judíos (y vengados
después reglamentariamente) cabe añadir en España los casos del
Santo Niño de La Guardia y el Santo Niño de Sepúlveda. Y en el
resto de Europa destacan el del niño Guillermo de Norwich de 1144, y
el del niño Hugo de Lincoln, de 1255. En el correspondiente artículo
de wikipedia,
aparecen en toda Europa, seis casos en el siglo XII, quince en el
XIII, diez en el XIV, dieciséis en el XV, trece en el XVI, ocho en
el XVII, quince en el XVIII, y nada menos que treinta y nueve en el
XIX. Véase pues qué fiebre asesina dominaba a los seguidores de la
Ley Mosáica.
Alfonso
X el Sabio, ese rey que últimamente se nos presenta como ejemplo de
tolerancia y convivencia pacífica, escribe: Et
porque oyemos decir que en algunos lugares los judíos ficieron et
facen el día del Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro
Señor Jesucristo en manera de escarnio, furtando los niños et
poniéndolos en la cruz, o faciendo imágenes de cera et
crucificándolas cuando los niños non pueden haber, mandamos que, si
fama fuere daquí adelante que en algún lugar de nuestro señorío
tal cosa sea fecha, si se pudiere averiguar, que todos aquellos que
se acercaren en aquel fecho, que sean presos et recabdados et aduchos
ante el rey; et después que el sopiera la verdad, débelos matar muy
haviltadamente, quantos quier que sean. (Alfonso
X el sabio. Partidas, VII, XXIV, ley 2).
La
mayor parte de los historiadores modernos encuadra el martirio de
Santo Dominguito de Val y el resto de casos similares, en el llamado
Libelo de sangre,
especie de conspiración literaria de propaganda antisemita, del que
también formaría parte el célebre Protocolo
de los sabios de Sión.
Otros sin embargo, han dado y siguen dando crédito a estas
historias. Entre los antiguos valedores de la saga de martirios de
infantes, destacan además de Alfonso el Sabio, Thomas de Monmouth,
Geoffrey Chaucer (autor de Los
Cuentos de Canterbury), y
hasta los Reyes Católicos. Entre los modernos y contemporáneos
sobresalen Stalin, Hitler y el resto de nazis, así como más
recientemente los islamistas radicales, muchos católicos
integristas, y una legión de novelistas de éxito. Así que, como a
la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, el tema no les
importa en absoluto, las fuerzas están más o menos equilibradas.
Por
mi parte, ni quito ni pongo rey. Parece evidente que toda esa
fabulación de judíos comeniños no se sostiene desde un mínimo
rigor histórico. Lo que tengo claro es que hay en este mundo más
hijos de puta que botellines. En nombre, con excusa, al amparo, con
motivo, por causa y como consecuencia de las creencias religiosas
(esas que según dicen, son tan sagradas, tan inviolables y tan
constitucionales en las democracias) se han declarado más guerras y
cometido más crímenes, abusos y tropelías en la faz de la Tierra,
que por ninguna otra razón. Cierto que casi siempre tras el móvil
religioso se ocultan intereses económicos, sexuales, políticos…
En fin, siempre andan detrás del mal las pulsiones más primitivas e
inconfesables. Oculto tras la máscara altruista del patriota y del
creyente, está permanentemente ese mono dominante que aspira a
señorear su territorio de caza y apareamiento. El hombre no es más
que un gorila ávido de poder,
pasta, pantallas de plasma, plazas de parking, y
en suma, de todo lo que empiece por “pe” o por cualquier otra
letra del abecedario.
La
oportunidad llama una sola vez a nuestra puerta. Las demás veces
suelen ser los vecinos. Enrique Jardiel Poncela.