Esta
era la frase favorita de la irascible Reina de Corazones, personaje
que tanto desesperaba en Wonderland a la desesperada Alicia, la
inolvidable heroína de Lewis Carroll. A una orden suya las cabezas
rodaban como bolas en la bolera, mientras sus descabezados súbditos
corrían como pollos sin cabeza huyendo del endemoniado carácter de
su soberana estrafalaria y caprichosa. Más cabezas cortadas y más
literatura anglosajona. Washington Irving y su Leyenda
de Sleepy Hollow, donde
un jinete sin cabeza terrorífico, aterrorizaba al pobre Ichabod
Crane, asustadizo maestro de escuela, y hasta conseguía despertar a
los somnolientos habitantes del Valle Dormido, holandesotes un poco
bobos, con la cabeza hueca y el corazón de queso de bola. En la
tradición oriental hay también cabezas cortadas. Son innumerables
en ese Japón milenario y cruel hasta el infantilismo de los
guerreros samurai. Recuerdo una cabeza de Las
Mil y Una Noches que era
capaz de seguir hablando después de separarse del tronco, para
vengarse del tirano que ordenó su ejecución. La decapitación es
práctica habitual entre piratas malayos y filipinos. Tanto los de
ficción en las novelas de Salgari, como los reales de la Indochina y
el Índico contemporáneos.
Los
indígenas americanos también eran peritos en el noble arte de la
decapitación. Los temibles jívaros de la selva amazónica por un
irresistible impulso estético, los aztecas por motivos religiosos, y
otros pueblos de Mesoamérica por simple glotonería, lo mismo que
muchos africanos y no pocos melanesios. Está plagada la Historia de
émulos de Hannibal Lecter con y sin taparrabos, espetando en sus
asadores cabezas de viajeros, de misioneros, de sinvergüenzas, de
santos y de conquistadores fracasados. Y nadie crea que en la
civilizada Europa no cocían habas ni cortaban cabezas. Ahí están
los patíbulos ingleses, los rusos, los españoles… ¡Qué decir de
los franceses y su guillotina! ¡Mon
Dieu! En los años
gloriosos del amanecer revolucionario no dieron los canasteros abasto
a fabricar cestas que recogieran tantas testas. Unas empelucadas,
otras ilustradas, muchas insignes, y hasta algunas coronadas,
entraban en la canasta con más garbo que si las hubiera lanzado el
mismísimo Pau Gasol.
En
Aragón y en Zaragoza podemos presumir de tener uno de los casos de
decapitación con prodigio incluido, más notables que se conocen. Se
trata ni más ni menos que de San Lamberto, mártir zaragozano y
genuinamente baturro. De su historia existen dos versiones
diferentes.
La
primera se data en la frontera entre los siglos III y IV, durante la
dominación romana, y concretamente bajo la prefectura de Daciano,
que al parecer era un ferocísimo perseguidor de cristianos. No hay
más que ver su extenso currículum de ejecutor. En Barcelona se
cargó a Santa Eulalia, al obispo Severo, a San Félix Africano y al
bueno de San Cucufate, que a buen seguro no pudo hacer mal alguno con
ese nombre tan simpático. En Gerona acabó con la vida del obispo
Poncio, de Santa Aquilina, de San Víctor diácono y San Narciso. A
su paso por Zaragoza martirizó a Santa Engracia y a sus dieciocho
compañeras. En Alcalá hizo ejecutar a los santos Justo y Pastor. En
Toledo a Santa Leocadia. A través de su esbirro Calfurniano, asesinó
en Mérida a San Verísimo y a las mártires Máxima y Julia; y en
Ávila a Vicente, Sabina y Cristeta. En Córdoba se encargó
personalmente de San Zoilo y sus diecinueve compañeros de martirio,
y finalmente despachó a San Vicente en Valencia. Añadiendo San
Lamberto a su historial, yo cuento cincuenta y ocho muescas en la
culata. Esto que se sepa.
Bueno,
pues al grano. Según esta primera versión, Lamberto sería un
ciudadano hispanorromano de alta alcurnia, que había servido en las
legiones y poseía tierras y riquezas. Habría ocupado altas
magistraturas y hasta se dice que llegó a acariciar el mando supremo
del poder político en las Hispanias. El caso es que se hizo
cristiano, y cayó en desgracia. Naturalmente se negó en redondo a
abjurar de su fe, con lo que el sanguinario Daciano halló excusa
para darle matarile. Como ostentaba la ciudadanía romana no lo
podían crucificar, así que lo condenaron a morir decapitado. La
turba que se congregó a su alrededor le hizo objeto de las más
crueles execraciones y burlas (esto del choteo público también es
un clásico en cualquier martirologio que se precie). A la vez que
proferían las más horribles blasfemias, le gritarían cosas del
estilo de: ¿dónde está tu Dios, que no viene a salvarte? Y es que
la sociedad hispanorromana estaba muy dividida con esto del paganismo
y el cristianismo. ¡Menos mal que aun no existía el fútbol, porque
aquí no habría quedado ni el apuntador!
A
todo esto, Lamberto seguía firme en su fe y confortado como estaba
por la Gracia Santificante, devolvía sonrisas por injurias y su
pecho no albergaba otra cosa que compasión por sus despiadados
perseguidores. Mártir y aragonés por añadidura, seguía siempre en
sus trece, impertérrito y resuelto al sacrificio a ejemplo del
Redentor. Rezó Lamberto sus oraciones, dio Daciano la orden al
verdugo y ¡zas!, rodó la cabeza del mártir hasta separarse doce
pies del resto de su cuerpo. Aplausos y vítores de la chusma
excitada por la visión de la sangre. Y acto seguido el milagro:
Lamberto descabezado se levanta de un salto con prodigiosa agilidad,
toma su cabeza en las manos, le ordena un poco los pelos, se la pone
bajo el sobaco, y montado en su jaca jerezana, galopa hasta
Cesaraugusta y allí se entierra con Santa Engracia y con las demás
víctimas sin ayuda de nadie, en plan self-service.
A la chusma se le debió helar la risa en la boca, y lo que más
llama la atención es que después de contemplar con sus propios ojos
el poder del Dios de los cristianos, Daciano no cambiara de conducta,
y siguiera martirizando discípulos de Cristo por las Hispanias como
si nada. El tío debía ser el mismo demonio encarnado en prefecto.
La
segunda versión nos sitúa unos siglos más tarde, en el medievo y
en tiempo de moros. Parece algo más verosímil porque el nombre de
Lamberto, claramente germánico, se ajustaría más a esa época que
a la de la romanidad (repase el lector los nombres de mártires que
se citaban más arriba, todos latinos, y verá que el de nuestro
héroe no encajaba ni con calzador). En tiempos de moros pues,
situaremos a Lamberto, un labrador cristiano, émulo aragonés del
San Isidro de los madriles. Su amo, un morazo más malo que la quina,
se empeñó en que Lamberto renegara de Cristo y abrazara el Islam.
Lamberto, sabiendo a lo que se exponía, siguió firme en su fe sin
reblar ni una pizca, haciendo oídos sordos tanto a las amenazas del
moro, como a los consejos de sus amigos (¡vamos hombre, a ti qué
más te da!, le decían…). Un día el moro se hartó y le dijo: te
vas a enterar, chaval. Luego mandó llamar al clásico esclavo del
alfanje, un negro con pinta de pívot de la NBA, pero en más rústico
y más bestia, y como la Reina de Corazones, sentenció: ¡que le
corten la cabeza! Dicho y hecho. El increíble Hulk empuñó la
cimitarra como la Sarapova para un revés a dos manos, y arreó a
Lamberto un tajo formidable que le decapitó bastante. O sea, del
todo, vaya.
¿Qué
sentirá alguien sin cabeza? Nadie lo sabe (o quizá sólo Jesulín
de Ubrique). Por lo que sea, a Lamberto no debió agradarle mucho,
así que ni corto ni perezoso, la recuperó del suelo y con ella en
la mano se marchó caminando (en esta versión, siendo un labrador
pobre, no le pega montar a caballo) desde el lugar de su martirio, en
las afueras de Zaragoza (actual camino de Miralbueno-Garrapinillos)
hasta el sepulcro de Santa Engracia y los innumerables mártires (en
esto coinciden las versiones). Cinco o seis kilómetros, que entonces
serían millas o leguas o vete a saber, pero que en cualquier caso,
es una buena caminata hasta para un grupo de jubiladas del Picarral.
Fíjate tú lo que sería para un recién decapitado con la cabeza en
la mano, el cuello chorreando sangre como un aspersor y poniéndolo
todo perdido.
Pero
los prodigios no terminaron ahí. En 1522 el cardenal Adriano de
Utrech, preceptor del emperador Carlos y mandamás religioso de la
Europa de entonces, fue nombrado Papa de Roma (el último no italiano
hasta Karol Wojtyla). El nombramiento (que estaba cantado porque su
discípulo tenía algunas influencias) le pilló en Vitoria, así que
siguiendo el curso del Ebro, viajó hasta Tortosa para embarcarse
hacia Roma. A su paso por Zaragoza visitó la cripta de las Santas
Masas (Santa Engracia), y los jurados de la ciudad quisieron
agasajarle obsequiándole una parte del cráneo de San Lamberto.
Sabían que a Adriano VI le haría mucha ilusión, porque era
grandísimo devoto de un santo del mismo nombre oriundo de su tierra
de Flandes. Cuenta la crónica que al abrir la urna funeraria y
remover los restos, comenzó a manar de ellos abundantísima sangre,
tan roja y fresca que parecía recién vertida. Llenaron con aquel
bendito licor varias ampollas grandes. Una llevó con él a Roma el
pontífice, y otra se conservó en Zaragoza hasta que la cripta
primitiva fue destruida en 1808, siendo una de las más lamentables
pérdidas del primer asedio de la ciudad por las tropas napoleónicas.
San
Lamberto ocupa en los cielos un lugar de honor entre los santos
mártires. Dicen que suele estar muy cerca de San Sebastián
(concretamente en Rentería), aunque como el hombre es un poco
distraído, a veces se equivoca de sitio, y se pone con Santa Úrsula
y sus compañeras. Ellas le reprenden suavemente, y él se justifica:
perdonad chicas, es que no
sé donde tengo la cabeza.
-¿Cómo
quedaste en el campeonato de tiro para disléxicos?
-Fui
certero.
-Entonces,
¿quedaste el primero?
-No,
fui certero, entre el gesundo y el tuarco.
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