sábado, 20 de octubre de 2018

¡QUE LE CORTEN LA CABEZA!



Esta era la frase favorita de la irascible Reina de Corazones, personaje que tanto desesperaba en Wonderland a la desesperada Alicia, la inolvidable heroína de Lewis Carroll. A una orden suya las cabezas rodaban como bolas en la bolera, mientras sus descabezados súbditos corrían como pollos sin cabeza huyendo del endemoniado carácter de su soberana estrafalaria y caprichosa. Más cabezas cortadas y más literatura anglosajona. Washington Irving y su Leyenda de Sleepy Hollow, donde un jinete sin cabeza terrorífico, aterrorizaba al pobre Ichabod Crane, asustadizo maestro de escuela, y hasta conseguía despertar a los somnolientos habitantes del Valle Dormido, holandesotes un poco bobos, con la cabeza hueca y el corazón de queso de bola. En la tradición oriental hay también cabezas cortadas. Son innumerables en ese Japón milenario y cruel hasta el infantilismo de los guerreros samurai. Recuerdo una cabeza de Las Mil y Una Noches que era capaz de seguir hablando después de separarse del tronco, para vengarse del tirano que ordenó su ejecución. La decapitación es práctica habitual entre piratas malayos y filipinos. Tanto los de ficción en las novelas de Salgari, como los reales de la Indochina y el Índico contemporáneos.


Los indígenas americanos también eran peritos en el noble arte de la decapitación. Los temibles jívaros de la selva amazónica por un irresistible impulso estético, los aztecas por motivos religiosos, y otros pueblos de Mesoamérica por simple glotonería, lo mismo que muchos africanos y no pocos melanesios. Está plagada la Historia de émulos de Hannibal Lecter con y sin taparrabos, espetando en sus asadores cabezas de viajeros, de misioneros, de sinvergüenzas, de santos y de conquistadores fracasados. Y nadie crea que en la civilizada Europa no cocían habas ni cortaban cabezas. Ahí están los patíbulos ingleses, los rusos, los españoles… ¡Qué decir de los franceses y su guillotina! ¡Mon Dieu! En los años gloriosos del amanecer revolucionario no dieron los canasteros abasto a fabricar cestas que recogieran tantas testas. Unas empelucadas, otras ilustradas, muchas insignes, y hasta algunas coronadas, entraban en la canasta con más garbo que si las hubiera lanzado el mismísimo Pau Gasol.


En Aragón y en Zaragoza podemos presumir de tener uno de los casos de decapitación con prodigio incluido, más notables que se conocen. Se trata ni más ni menos que de San Lamberto, mártir zaragozano y genuinamente baturro. De su historia existen dos versiones diferentes.

La primera se data en la frontera entre los siglos III y IV, durante la dominación romana, y concretamente bajo la prefectura de Daciano, que al parecer era un ferocísimo perseguidor de cristianos. No hay más que ver su extenso currículum de ejecutor. En Barcelona se cargó a Santa Eulalia, al obispo Severo, a San Félix Africano y al bueno de San Cucufate, que a buen seguro no pudo hacer mal alguno con ese nombre tan simpático. En Gerona acabó con la vida del obispo Poncio, de Santa Aquilina, de San Víctor diácono y San Narciso. A su paso por Zaragoza martirizó a Santa Engracia y a sus dieciocho compañeras. En Alcalá hizo ejecutar a los santos Justo y Pastor. En Toledo a Santa Leocadia. A través de su esbirro Calfurniano, asesinó en Mérida a San Verísimo y a las mártires Máxima y Julia; y en Ávila a Vicente, Sabina y Cristeta. En Córdoba se encargó personalmente de San Zoilo y sus diecinueve compañeros de martirio, y finalmente despachó a San Vicente en Valencia. Añadiendo San Lamberto a su historial, yo cuento cincuenta y ocho muescas en la culata. Esto que se sepa.

Bueno, pues al grano. Según esta primera versión, Lamberto sería un ciudadano hispanorromano de alta alcurnia, que había servido en las legiones y poseía tierras y riquezas. Habría ocupado altas magistraturas y hasta se dice que llegó a acariciar el mando supremo del poder político en las Hispanias. El caso es que se hizo cristiano, y cayó en desgracia. Naturalmente se negó en redondo a abjurar de su fe, con lo que el sanguinario Daciano halló excusa para darle matarile. Como ostentaba la ciudadanía romana no lo podían crucificar, así que lo condenaron a morir decapitado. La turba que se congregó a su alrededor le hizo objeto de las más crueles execraciones y burlas (esto del choteo público también es un clásico en cualquier martirologio que se precie). A la vez que proferían las más horribles blasfemias, le gritarían cosas del estilo de: ¿dónde está tu Dios, que no viene a salvarte? Y es que la sociedad hispanorromana estaba muy dividida con esto del paganismo y el cristianismo. ¡Menos mal que aun no existía el fútbol, porque aquí no habría quedado ni el apuntador!

A todo esto, Lamberto seguía firme en su fe y confortado como estaba por la Gracia Santificante, devolvía sonrisas por injurias y su pecho no albergaba otra cosa que compasión por sus despiadados perseguidores. Mártir y aragonés por añadidura, seguía siempre en sus trece, impertérrito y resuelto al sacrificio a ejemplo del Redentor. Rezó Lamberto sus oraciones, dio Daciano la orden al verdugo y ¡zas!, rodó la cabeza del mártir hasta separarse doce pies del resto de su cuerpo. Aplausos y vítores de la chusma excitada por la visión de la sangre. Y acto seguido el milagro: Lamberto descabezado se levanta de un salto con prodigiosa agilidad, toma su cabeza en las manos, le ordena un poco los pelos, se la pone bajo el sobaco, y montado en su jaca jerezana, galopa hasta Cesaraugusta y allí se entierra con Santa Engracia y con las demás víctimas sin ayuda de nadie, en plan self-service. A la chusma se le debió helar la risa en la boca, y lo que más llama la atención es que después de contemplar con sus propios ojos el poder del Dios de los cristianos, Daciano no cambiara de conducta, y siguiera martirizando discípulos de Cristo por las Hispanias como si nada. El tío debía ser el mismo demonio encarnado en prefecto.


La segunda versión nos sitúa unos siglos más tarde, en el medievo y en tiempo de moros. Parece algo más verosímil porque el nombre de Lamberto, claramente germánico, se ajustaría más a esa época que a la de la romanidad (repase el lector los nombres de mártires que se citaban más arriba, todos latinos, y verá que el de nuestro héroe no encajaba ni con calzador). En tiempos de moros pues, situaremos a Lamberto, un labrador cristiano, émulo aragonés del San Isidro de los madriles. Su amo, un morazo más malo que la quina, se empeñó en que Lamberto renegara de Cristo y abrazara el Islam. Lamberto, sabiendo a lo que se exponía, siguió firme en su fe sin reblar ni una pizca, haciendo oídos sordos tanto a las amenazas del moro, como a los consejos de sus amigos (¡vamos hombre, a ti qué más te da!, le decían…). Un día el moro se hartó y le dijo: te vas a enterar, chaval. Luego mandó llamar al clásico esclavo del alfanje, un negro con pinta de pívot de la NBA, pero en más rústico y más bestia, y como la Reina de Corazones, sentenció: ¡que le corten la cabeza! Dicho y hecho. El increíble Hulk empuñó la cimitarra como la Sarapova para un revés a dos manos, y arreó a Lamberto un tajo formidable que le decapitó bastante. O sea, del todo, vaya.

¿Qué sentirá alguien sin cabeza? Nadie lo sabe (o quizá sólo Jesulín de Ubrique). Por lo que sea, a Lamberto no debió agradarle mucho, así que ni corto ni perezoso, la recuperó del suelo y con ella en la mano se marchó caminando (en esta versión, siendo un labrador pobre, no le pega montar a caballo) desde el lugar de su martirio, en las afueras de Zaragoza (actual camino de Miralbueno-Garrapinillos) hasta el sepulcro de Santa Engracia y los innumerables mártires (en esto coinciden las versiones). Cinco o seis kilómetros, que entonces serían millas o leguas o vete a saber, pero que en cualquier caso, es una buena caminata hasta para un grupo de jubiladas del Picarral. Fíjate tú lo que sería para un recién decapitado con la cabeza en la mano, el cuello chorreando sangre como un aspersor y poniéndolo todo perdido.

Pero los prodigios no terminaron ahí. En 1522 el cardenal Adriano de Utrech, preceptor del emperador Carlos y mandamás religioso de la Europa de entonces, fue nombrado Papa de Roma (el último no italiano hasta Karol Wojtyla). El nombramiento (que estaba cantado porque su discípulo tenía algunas influencias) le pilló en Vitoria, así que siguiendo el curso del Ebro, viajó hasta Tortosa para embarcarse hacia Roma. A su paso por Zaragoza visitó la cripta de las Santas Masas (Santa Engracia), y los jurados de la ciudad quisieron agasajarle obsequiándole una parte del cráneo de San Lamberto. Sabían que a Adriano VI le haría mucha ilusión, porque era grandísimo devoto de un santo del mismo nombre oriundo de su tierra de Flandes. Cuenta la crónica que al abrir la urna funeraria y remover los restos, comenzó a manar de ellos abundantísima sangre, tan roja y fresca que parecía recién vertida. Llenaron con aquel bendito licor varias ampollas grandes. Una llevó con él a Roma el pontífice, y otra se conservó en Zaragoza hasta que la cripta primitiva fue destruida en 1808, siendo una de las más lamentables pérdidas del primer asedio de la ciudad por las tropas napoleónicas.

San Lamberto ocupa en los cielos un lugar de honor entre los santos mártires. Dicen que suele estar muy cerca de San Sebastián (concretamente en Rentería), aunque como el hombre es un poco distraído, a veces se equivoca de sitio, y se pone con Santa Úrsula y sus compañeras. Ellas le reprenden suavemente, y él se justifica: perdonad chicas, es que no sé donde tengo la cabeza.


-¿Cómo quedaste en el campeonato de tiro para disléxicos?
-Fui certero.
-Entonces, ¿quedaste el primero?
-No, fui certero, entre el gesundo y el tuarco.




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