Es
bien conocida la predilección que la cultura del Renacimiento
manifestó por la ciencia greco-romana. Los motivos no pueden estar
más claros. El orbe cultural despertó entonces del largo sueño
letárgico en que que había estado sumido durante los oscuros siglos
medievales. Para entender con alguna profundidad este fenómeno,
conviene retrotraerse a la tardorromanidad, cuando la instauración
del cristianismo como religión oficial del Imperio, comenzó a
introducir algunos cambios importantes en la forma de entender las
ciencias y en general, la existencia, tanto en lo material como en lo
espiritual.
Si
bajo el término ciencia se entiende la formación
científica, puede decirse que el periodo del Imperio cristiano no es
en esencia diferente del inmediatamente precedente. La enseñanza,
subdividida en enseñanza primaria, secundaria (las siete artes
clásicas) y superior, continuó floreciente, contribuyendo los
mismos emperadores a esa prosperidad. Lo hicieron eximiendo de
contribuciones y cargas a los maestros, asignándoles sueldos a cargo
del aerarium sacrum, o cargando esos emolumentos en el
presupuesto de las ciudades. Así fue como San Agustín asistió a la
escuela primaria en su africana localidad natal de Tagaste, fue
educado en el Liceo de la vecina Madaura, y cursó estudios
superiores en la Universidad de Cartago. Instituciones similares
funcionaban en la mayor parte del Imperio. En el 425 Teodosio II
fundó una Universidad en Constantinopla con treinta y un profesores.
Nos ha llegado noticia documental de la constitución de este cuerpo
docente: tres retóricos latinos, diez gramáticos latinos, cinco
retóricos griegos, diez gramáticos griegos, un filósofo y dos
juristas.
Causa
asombro la ausencia de las ciencias matemáticas y naturales en ese
ciclo superior. Acaso la explicación radica en que dichas materias
formaban parte de lo que se llamaba grammatikê, lo que
explicaría el gran número de representantes de aquella especie de
ciencia sintética en que se había convertido.
El
cristianismo se mostró tolerante con la escuela antigua,
reservándole un papel en la sociedad renovada. Tras pasar el fino
tamiz censor, se conservó una parte de de la literatura de la
antigüedad. El medio de salvarla fue la creación de lo que se llama
el ars clericali, es decir, la función que tenían los
monjes de copiar los libros y completar las bibliotecas de los
monasterios. Tan benemérita medida se debe a uno de los hombres más
notables de aquel tiempo, a quien se considera junto a Boecio, el
último romano: Casiodoro, ministro del rey godo Teodorico. La
figura egregia de Casiodoro marca el límite de la Antigüedad y la
Edad Media.
Bajo
el reinado de Amalasvinta, hija de Teodorico, Casiodoro se retiró al
monasterio de Seyllacium, que él mismo había fundado y dotado de
su pecunio. Allí, bajo la regla de San Benito, exigía a los monjes
la dedicación a ciertos trabajos. El más importante era el de los
antiquarii, encargados de la copia de manuscritos. Al menos de
la pequeña parte que quedaba de ellos. Las famosas bibliotecas
fundadas por los soberanos helenísticos y por los emperadores
romanos, no sobrevivieron al Imperio cristianizado. Desconocemos los
detalles de la destrucción de la mayoría, sólo se han conservado
algunos datos acerca del martirologio de la biblioteca de Alejandría,
incendiada sucesivamente en tiempos de César, de Cómodo y de
Aureliano. Cuando en 390, la turba alejandrina, excitada por el
patriarca Teófilo, demolió el templo de Serapis, los restos de
aquella célebre biblioteca desaparecieron definitivamente.
Todo
esto en lo relativo a la formación. Si hablamos del trabajo
científico, el cuadro es mucho más desolador. Cabe
distinguir entre Oriente y Occidente. En el Oriente griego se
conservó a pesar de todo, cierta relevancia de las matemáticas, la
medicina (anatomía y fisiología), y hasta de la filología. No
olvidemos que las matemáticas formaban parte del legado de Platón,
la medicina estaba ligada a la vida, y la filología a la escuela.
Sin embargo en el Occidente romano se esforzaron en reducir la
ciencia a un estado de mínimos. Sólo lo estrictamente necesario. La
lengua formó parte de esos mínimos. Donato, grammaticus
urbis Romae (siglo IV), escribe su Ars sucinto, que
proporcionó material a los gramáticos latinos posteriores. Servio
compuso los Comentarios de Virgilio, Porfirio los de Horacio,
y Donato los de Terencio. También se necesitaban manuales
para el estudio de las siete artes. Así Marciano Capella escribió
De nuptiis Philologiae et Mercurii, una rara enciclopedia en
la que Mercurio celebra su matrimonio con la Filología y le da como
servidoras a las siete artes, que se explican cada una en un libro.
Esta obra convirtió a su autor en el creador de la alegoría
medieval.
También
hacía falta, por la alarmante desaparición en Occidente de la
literatura griega, la conservación de al menos algunos fragmentos
traducidos al latín. Un fraude literario ofrecerá a la Edad Media
una descripción de La guerra de Troya, San Agustín tradujo
ciertas partes del Timeo de Platón, Boecio (el favorito de
Teodoríco) tradujo la introducción de Porfirio a la Lógica
de Aristóteles, Julio Valerio adaptó en latín la novela del
pseudo-Calístenes sobre Alejandro Magno. Por último,
extinguida ya en la conciencia de los hombres la ciencia seria, había
que crear manuales poco voluminosos con los resultados de esa ciencia
que fueran capaces de interesar al espíritu grosero del lector
medieval. Así escribió Solino sus candorosas Mirabilia, una
geografía casi por completo imaginaria, y así Casiodoro y San
Isidoro de Sevilla compusieron sus escuetas enciclopedias. Tanto
desde la óptica de tiempos anteriores, como desde la nuestra en la
actualidad, estas actividades se muestran casi patéticas. Sin
embargo, hay que situarse en la mentalidad medieval. Estamos ni más
ni menos que contemplando los esfuerzos de los tripulantes de un
navío náufrago, que procuran salvar lo estrictamente necesario y lo
que ocupa menos lugar. Vistos desde esta perspectiva, esos esfuerzos
se muestran loables y dignos de reconocimiento.
Hablemos
por último de tres ciencias o pseudociencias que en esa sociedad
cristiana fueron oficialmente reprobadas, y desempeñaron un papel
muy especial. La astrología, la alquimia
y sobre todo, la demonología o magia, que en aquel
momento se consideraba una ciencia. Para el cristianismo era evidente
su relación con el reino del diablo y el culto a los falsos ídolos.
Resultaban del todo inadmisibles para los hijos de la Iglesia
iluminados por la fe. Estas ciencias que rechazaron los señores del
mundo cristiano, encontraron refugio en las comunidades igualmente
reprobadas y severamente cerradas de las juderías. Las pesadillas de
las sencillas gentes medievales se poblaron de rabinos descifrando la
cábala y crucificando a tiernos infantes. Algo más tarde,
cuando se encendió en el mundo árabe la antorcha de la ciencia,
estas y otras materias emigraron temporalmente a Oriente, para volver
a la Europa medieval a través de las traducciones de la Escuela de
Toledo. Paradójicamente los sabios bajomedievales y renacentistas
redescubrieron a Platón, a Aristóteles o a Hipócrates, entre
otros, a través de las traducciones del árabe.
Puede
admitirse la fuerza bruta, pero la razón bruta es inadmisible. Oscar
Wilde.
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