En
un atardecer otoñal y londinense, a esa hora ubicua y papirofléxica
en que los viejos cocheros de alquiler se refugian en los pubs para
entregarse en cuerpo y alma al vicio nefando del cinquillo, nos
encontrábamos Sherlock Holmes y servidora en el gabinete de Baker
street, envueltos en la espesa niebla del humo de su pipa, y en el
sopor que produce el desaforado consumo de estupefacientes. La vieja
señora Padmore, la casera, lanzó uno de sus gritos guturales, abrió
la puerta de un puntapié, y dando tres volteretas y un salto mortal,
se plantó en el centro geométrico de la alfombra persa. Yo saqué
inmediatamente la cartulina del 10, mientras que Holmes, siempre más
exigente, le concedió un 7. La casera anunció al visitante: un tal
Mr. Korceniovsky, solicita ser recibido, dijo, pero aquel sujeto con
cara de comadreja divorciada y modales de subinspector de hacienda,
estaba ya descaradamente plantado ante nosotros.
Señores,
yo soy..., balbuceó en un inglés apenas inteligible con su voz
impostada de barítono checoslovaco. Holmes le atajó con un gesto
elegante pero firme, diciendo: caballero, usted es Mr. Korceniovsky,
a lo que el aludido contestó entre maravillado y alérgico al látex:
si.
Holmes,
admirado de su propia perspicacia, se frotó las manos. Yo, admirado
de la perspicacia de Holmes, me hurgué la nariz sin disimulo. El
señor Korceniovsky, admirado de la perspicacia de Holmes, confundido
por mi gesto un tanto ordinario, y acaso hambriento, se zampó dos
sandwiches mixtos y seis salchichas con puré que la señora Padmore
nos había preparado para cenar.
Y
bien, inquirió el célebre detective, ¿cuál es su problema, amigo?
Korceniovsky, completamente abatido, se hundió en el sillón de las
visitas. El retrato del zar
Nicolás el sanguinario ha asesinado a los tres últimos
conservadores del museo de Kaliningrado. Como no
habíamos entendido nada, Holmes y yo nos acercamos al sillón de las
visitas donde se hallaba hundido Korceniovsky, y aproximando el oído
al profundo hoyo entre los cojines, pudimos escuchar: el
retrato del zar Nicolás el sanguinario ha asesinado a los tres
últimos conservadores del museo de Kaliningrado. Tirando
uno de cada brazo, conseguimos sacar del agujero del sillón a
Korceniovsky, que tan aturdido como agradecido, repitió: el retrato
del zar Nicolás el sanguinario ha asesinado a los tres últimos
conservadores del museo...
...de
Kalinigrado, terminó Holmes, ante nuestra sorpresa mayúscula.
El
gran detective hizo un gesto displicente con la mano, que lo mismo
podía significar que le dejáramos solo, como podía indicar que
Budapest es la capital de Hungría. Korceniovsky y yo quedamos
perplejos. Holmes nos agarró por el cuello y nos lanzó a ambos por
el hueco de la escalera, con lo que terminamos de deducir que con el
gesto displicente había querido decir que le dejáramos solo.
Ascendimos la escalera a duras penas, y nos pusimos a espiarle por el
ojo de la cerradura que, por una de esas felices coincidencias,
atravesaba la puerta de parte a parte. Holmes permaneció meditando
en su sillón e inyectándose morfina en la pantorrilla durante doce
horas y catorce minutos. De súbito, se levantó como empujado por un
resorte, y abriendo la puerta, anunció con gran alborozo:
caballeros, el caso está resuelto.
Ante
la esperanzada espectación de Korceniovsky, la mía, la del lechero
y la del cartero del vecindario, que llevaban ya varias horas con
nosotros esperando el desenlace del misterio, Holmes sentenció: el
retrato del zar Nicolás el sanguinario es sordo como una tapia.
No
acertaré a describir el estupor que nos causó aquella declaración.
El genial detective, exultante de júbilo, nos llevó a patadas y
empujones ante el retrato de su bisabuela Mildred, que presidía con
gesto adusto el gabinete, y exclamó: ¿Es que no lo ven? Este
retrato, como todos los retratos, es completamente sordo. Y luego,
complaciéndose en su propia genialidad, aconsejó al bueno de
Korceniovsky: vuelva usted a Kaliningrado y advierta al actual
conservador que se situe frente al retrato del zar con un cartel
escrito en ruso en el que le ruegue encarecidamente que no le
asesine. Ya vera usted qué bien, hombre de Dios.
Allí
nos abrazamos todos y lloramos como niños. Korceniovsky se despidió
de Holmes agradecido, el lechero se despidió de la señora Padmore,
y el cartero me tiró un beso guiñándome un ojo, lo que, la verdad,
me dejó sin saber muy bien qué partido tomar. El día siguiente, ya
más sosegados, Holmes y yo entonamos Dios salve a la reina, y
nos tiramos por el balcón para, resbalando en el toldo de la
frutería de abajo, caer perfectamente sentados en un coche
descubierto que nos condujo al club. ¿Puede concebirse mayor
felicidad?
Una
vez descartado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que
parezca, debe ser la verdad. Sir Arthur Connan Doyle.
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