Bigotini
y los suyos, al llegar a la capital de Inglaterra, se alojaron en un
hotel con nombre pretencioso: Carlton. Un viejo caserón en una zona
tranquila. Algo cutre, pero razonablemente limpio. La filosofía
hostelera del Carlton está presidida por el concepto británico de
la hospitalidad: sólo lo que marca la ley. ¿Que el
papel higiénico raspa? Bueno, es papel, ¿no? Pues ya está. La
ducha, diseñada para ciertos súbditos del Imperio procedentes de
una remota isla micronesia, tiene la ventaja de no permitirte caer
aunque resbales, es como un ataúd vertical en el que te puedes al
menos mojar, aunque no seas capaz de limpiarte demasiado. En el
severo comedor victoriano está al mando Mrs. Lamparonni (estricta
gobernanta). Si dejas caer uno de los cubiertos, la Lamparonni te
mira como si fuera a asesinarte. Pasado el primer momento de pánico,
conseguimos pasar algunos bocados de esos productos indefinibles que
los ingleses llaman el desayuno.
Cabinas
telefónicas rojas y entradas del metro. Nos decidimos por un autobús
de dos pisos para dirigirnos al Brithish Museum. Enormes salas,
largas caminatas e ingentes cantidades de magníficas obras de arte.
Especial atención al sector dedicado a Asiria y Mesopotamia. En
Londres lucen como en ninguna parte los expolios imperiales. La
belleza de los gigantescos relieves nos deja sin aliento. De asombro
en asombro recorremos ese templo de la cultura universal. Las
infinitas cosas que hay que contemplar en Londres, y las enormes
distancias, no nos permiten echar una siesta decentemente. Seguimos
en la brecha con un calor insoportable más propio de Algeciras que
de estas latitudes. Los tenderetes de Coven Garden, los pubs de
Somerset House... Nos damos a la cerveza en grandes cantidades en un
establecimiento llamado en la traducción Al cordero y la bandera.
Es un local tradicional fundado en el siglo XVIII y decorado con
numerosos grabados de esa época. Lo abandonamos casi a gatas.
Los
primeros días londinenses las cervezas frías y las salchichas con
puré de los pubs saben a gloria. Conforme van pasando las jornadas,
las cervezas frías siguen siendo deliciosas, pero hay que admitir
que la comida empieza a resultar un poco monótona. Cuando uno ha
repetido (o hasta tripitido) las salchichas con puré, los fish and
chips, las pechugas rebozadas y el corto etcétera que ofrece la
cocina inglesa (si puede llamarse así), añora cualquier otra cosa
comestible. Existen dos alternativas: entrar a un restaurante caro
donde por una pitanza decente puedes llegar a pagar el triple de lo
que costaría en un país civilizado, o decidirte por los
restaurantes étnicos, chinos, hindúes, tailandeses, jamaicanos...
qué se yo... Corres el riesgo de acabar con una úlcera del tamaño
de un cenicero, pero al menos te libras de las salchichas con puré.
Pasada
una semanita, parece que empezamos a caerle bien a Mrs. Lamparonni.
Ya apenas nos regaña, y hasta nos ha mostrado los colmillos de una
manera que se nos antoja vagamente amistosa. Esto marcha. Tras un
trayecto en la línea 11 del bus y una caminata por St. Paul,
llegamos a la célebre torre de Londres. Recorrido por las
dependencias de la vieja fortaleza. Turistas y más turistas.
Japoneses, indostánicos... Hay gentes de lugares que uno ni siquiera
sospechaba que existieran. Bombo y platillo imperial. Las joyas de la
corona, las armas tomadas a los naufragados navíos españoles de La
Invencible. Lo más entretenido son las mazmorras con sus sutiles
instrumentos de tortura. En esto se conoce todo el refinamiento y la
estatura moral de una cultura milenaria. Inolvidables también las
tardes en Hyde Park. Una elegante cena en un elegante restaurante de
Mayfair, seguida de una amena tertulia de sobremesa, nos reconcilia
con Londres y con la humanidad entera.
El
Museo de Historia Natural es sin duda el mejor del mundo en su
especialidad. Emoción en la galería de los primates, y devoción
ante la vitrina que contiene los restos de nuestra antepasada Lucy.
Impagable.
Mientras
sus tres hermosas acompañantes hacían compras en los tenderetes de
Portobello, Bigotini y su gran amigo el profesor Crespovich entraron
a tomar unas pintas en un pub cuyos parroquianos asistían a la
transmisión de la final de la copa del mundo de rugby, que
enfrentaba a Australia y Nueva Zelanda. El local estaba lleno de
naturales de ambas naciones con sus camisetas y sus bufandas.
Crespovich y Bigotini se mimetizaron de tal manera en aquel ambiente
de sana rivalidad, que acabaron entonando cánticos con sus jarrras
de cerveza levantadas al cielo londinense. Las chicas tuvieron que
sacarlos del bar a empujones como si fueran dos vulgares borrachos.
Un poco embarazoso, si, pero divertidísimo.
Vuelta
a Hyde Park y refrescos no alcohólicos a la orilla del lago. A la
sombra benéfica de un castaño de indias, y algo achispados todavía
por la espuma cervecil, caemos en la cuenta de que ya llevamos unos
cuantos días en Londres y aun no hemos visto un solo gato. De
repente despierta el poeta que el viejo Bigotini lleva dentro:
Ya
no hay gatos en Londres, y aunque dieses
vueltas
en derredor, y aunque los llames
por
su nombre: ¡Misino!, y pases meses
llamándolos
y a gritos los reclames,
nunca
los hallarás, querido amigo.
Quisiera
que un consejo me admitieses,
oye
con atención lo que te digo,
no
le busques al gato los tres pieses.
La
hortera magnificencia de los almacenes Harrods (o como se llamen) nos
devuelve dolorosamente a la realidad. Sucumbimos a la tentación de
la toilette para turistas. Salimos encantados, meados y perfumados.
La cena en un bullicioso pub de Chelsea con escandalosa abundancia de
comestibles y bebestibles, nos conduce al final de otra jornada.
Y
como al final todo llega, por fin llega el último día de nuestras
vacaciones londinenses. La Tate Gallery y la National Gallery nos
proporcionan sendas borracheras de arte del bueno. Cena en Belgravia
y festival de dulces cervezas negras con chocolate. El día siguiente
volaremos a Edimburgo. Bye, Londres, gran ciudad y divertidísimo
viaje. Hasta pronto.
Para
la mayoría de la gente la verdadera vida es la vida que no lleva.
Oscar Wilde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario