Su
nombre completo era Phillippus Aureolus Theophrastus Bombastus von
Hohenheim. A nadie extrañará pues que adoptara el apelativo de
Paracelso,
que además de ser mucho más breve y práctico, homenajeaba a Celso,
el célebre médico de la Roma imperial.
Nuestro
hombre nació en Zurich en 1493, y se crió en la vecina localidad de
Einsiedeln. Su padre, también médico, le inculcó su pasión por la
medicina, cursando sus estudios en Basilea, Viena y Ferrara. Dotado
de excepcional talento, Paracelso adquirió pronto reputación de
sabio tanto entre sus colegas médicos, como entre las gentes del
pueblo. Siendo muy joven ejerció su profesión en las minas,
convirtiéndose en uno de los primeros médicos y en prácticamente
el primer hombre de ciencia que se ocupó en el estudio de lo que
ahora llamamos enfermedades profesionales o laborales.
Entre
las principales aportaciones de Paracelso a la medicina, cabe reseñar
su descripción minuciosa de las estructuras articulares y del
líquido
sinovial
(término que introdujo en los tratados de anatomía). Destacan
también sus estudios sobre la naturaleza y el tratamiento de
enfermedades como el bocio o la sífilis. Paracelso fue además un
gran defensor de la cirugía, una práctica que en su tiempo se
consideraba oficio bajo, más propio de barberos que de médicos.
Pero acaso su mayor aportación a la ciencia médica fue la
introducción de fármacos de origen mineral, químico (o alquímico,
como se decía en su tiempo) en el tratamiento de diversas
patologías. Hasta entonces la farmacopea estaba prácticamente
limitada a las drogas clásicas de origen vegetal conocidas desde la
antigüedad greco-latina, y enriquecidas por la medicina del Islam.
El uso de este nuevo tipo de sustancias inorgánicas supuso un paso
de gigante para la farmacia, cuyo arsenal terapéutico se amplió de
forma exponencial. Como ejemplo, hasta la era antibiótica, en el
tratamiento de la sífilis se siguieron empleando las sales
mercuriales
introducidas por Paracelso. Sin embargo, no por ello desdeñó el uso
de sustancias orgánicas que habían probado su eficacia. En su
tratado Die
grosse wundartzney
(La gran
cirugía),
Paracelso apostó por el láudano,
y gracias a él su uso se extendió por toda Europa.
Así
pues, Paracelso no sólo fue un gran médico, sino que fue lo que hoy
se entendería como un médico moderno que desterró prejuicios
supersticiosos y adoptó una visión científica de la medicina. En
otros términos, si yo hiciera un viaje en el espacio-tiempo al
primer tercio del siglo XVI, y tuviera la desgracia de enfermar,
procuraría buscar a Paracelso. ¿De dónde procede entonces toda esa
fama de personaje controvertido, y hasta de hechicero, que acompaña
a la figura de Paracelso? Digamos que de sus otras aficiones, o más
bien pasiones, la astrología y la alquimia. En efecto, si repasamos
sus obras no médicas, nos encontraremos con cartas astrales,
ascendentes, horóscopos, y descendiendo a la Tierra, hasta con
gnomos, nereidas, hadas del fuego, espíritus del viento,
salamandras, lagartos y una especie de visión mística y
pampsiquista del universo.
Y
es esa otra faceta esotérica de Paracelso la que ha interesado a
autores tan dispares como Goethe, Herman Melville, Nathaniel
Hawthorne o Jorge Luis Borges. Una romántica como Mary Shelley (la
autora de Frankenstein)
consideraba a Paracelso uno de los tres grandes hechiceros de la
Historia, junto a Cornelio Agrippa y Alberto Magno. Paracelso
aparecía mencionado en los títulos de crédito del film clásico
Nosferatu,
y en fin, hasta forma parte del mágico universo de Harry
Potter.
Paracelso
murió en Salzburgo en 1541, y aunque probablemente no halló la
piedra filosofal que tanto ansiaba, ni consiguió transmutar el plomo
en oro, fue sin duda un hombre excepcional, poseedor de un talento
formidable. El profe Bigotini le rinde respetuosa pleitesía,
mientras observa cómo bulle su viejo alambique. Ojalá, invocando a
Paracelso, se pudieran transformar en oro del más fino las almas de
algunos desalmados que, como escribió nuestro inmortal Federico
García Lorca, no
lloran, por eso tienen de plomo las calaveras…
Los
solteros guapos y ricos deberían pagar más impuestos. Oscar Wilde.
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