Tras
el efímero periodo del autoproclamado Imperio
Hispánico, un espejismo de unión de los reinos cristianos que protagonizó
Alfonso VII, llegando a señorear desde el
océano al Ródano, a su muerte, en 1157, se volvieron a dividir sus reinos.
Comenzó entonces la etapa histórica que se ha denominado de
los cinco reinos cristianos.
El
más occidental, Portugal, recuperó su autonomía bajo su primer rey, Alfonso I,
que conquistó Santarem, Lisboa, Beja y Évora. Su hijo y sucesor, Sancho I,
incorporó ya a principios del siglo XIII los territorios meridionales del
Algarve.
Castilla
pasó a manos de Sancho III, que reinó un solo año, hasta 1158. Durante la
minoría de edad de su hijo Alfonso VIII, dos familias, los Castro y los Lara,
se disputaron el poder castellano, lo que debilitó al reino considerablemente.
Los reyes vecinos se aprovecharon de ello, Fernando II en León y Sancho VI en
Navarra. El leonés prosiguió su avance hacia el sur conquistando Yeltes y
Alcántara en 1166. En Navarra, Sancho VI y su heredero Sancho VII, conocido
como el Fuerte, vieron cómo sus aspiraciones de expansión se frustraban al
quedar sin salida al mar tras la conquista castellana de Guipúzcoa, y sin
posibilidad de ampliación meridional por la presión de castellanos y
aragoneses. Los intereses políticos de Navarra se centraron desde entonces en
los territorios francos de allende los Pirineos.
En
el oriente peninsular, Alfonso II, el hijo de Petronila de Aragón y de Ramón
Berenguer IV, el conde barcelonés, anexionó a sus dominios los condados
catalanes de Rosellón y Pallars, así como gran parte de la Provenza. Hacia el
sur, extendió el territorio aragonés tras las conquistas de Caspe, Alcañiz,
Albarracín, y finalmente Teruel en 1171. El hijo de Alfonso II, Pedro II el
Católico, infeudó su reino a la Santa Sede, siendo el primer monarca peninsular
coronado en Roma por el pontífice Inocencio III en 1204. Aragón firmó con
Castilla el tratado de Cazorla, por el que se delimitaban sus futuros
territorios y se pactaban las conquistas. Más allá de las fronteras hispanas,
Aragón se asomó en ese tiempo al resto de Europa, manteniendo estrechos lazos
con Roma y con los monarcas franceses, y sobre todo, convirtiéndose
paulatinamente en la potencia marítima que le llevaría en los siglos siguientes
a dominar vastas áreas del Mediterráneo. Valencia, Baleares, Cerdeña, Sicilia,
Nápoles e incluso algunas plazas del Mediterráneo oriental, serían objeto de la
expansión aragonesa.
Mientras
tanto, en al-Andalus, la progresiva decadencia del reino almorávide, dio paso a
la incorporación de sus nuevos señores: los almohades.
El término, que podría traducirse por monoteísta,
alude al integrismo religioso de sus protagonistas. Con capital en Marraquech,
el movimiento almohade pretendía reformar las costumbres ateniéndose a los más
estrictos principios coránicos. Muchas tribus beréberes de la región del Atlas
se sumaron al credo almohade, cuya vertiente religioso-militar le convierte en
lo más parecido a las órdenes religiosas cristianas en el ámbito musulmán.
Posiblemente la chispa que encendió la mecha y decidió a los almohades a cruzar el Estrecho, fue la pérdida de
Zaragoza. Asentados ya en la Península, establecieron su capital en Sevilla,
siendo Córdoba, Granada o Badajoz algunas de sus principales plazas fuertes.
Los dirigentes almohades usaban el título de emir o príncipe de los
creyentes.
Los comienzos de la expansión almohade peninsular no pudieron ser más prometedores. Todo indica que la economía andalusí mejoró notablemente bajo su férula. Resurgieron con fuerza la agricultura, la ganadería y el comercio. Se produjo también cierto resurgimiento cultural, con nombres tan prestigiosos como los del filósofo Averroes o el médico judío Maimónides. En el plano militar, también fueron brillantes los primeros años de dominio almohade. La victoria de Alarcos sobre las tropas del rey castellano Alfonso VIII en 1195, hizo soñar a los andalusíes con el resurgimiento de un nuevo califato. Sin embargo, probablemente hay que buscar las causas del fracaso almohade en su propia intolerancia. Ello explicaría el imparable éxodo hacia el norte de importantes núcleos de población mozárabe y judía. El principio del fin de su efímero dominio se produjo en 1212 con la aplastante victoria cristiana en las Navas de Tolosa, en la que junto a las del rey castellano Alfonso VIII, intervinieron tropas navarras y aragonesas. Durante el resto del siglo XIII, la expansión cristiana hacia el sur resultaría ya imparable.
No
soy tan joven como para saberlo todo. Oscar Wilde.
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