Los
albores del siglo XII coincidieron con una gran expansión del territorio
aragonés a costa de los almorávides del oriente de al-Andalus. Su protagonista
fue Alfonso I, conocido por su sobrenombre de Batallador. Alfonso era hijo de Sancho
Ramírez, rey de Aragón y Navarra, y sucedió en el trono aragonés a su
hermanastro Pedro I en 1104. En Alfonso se dieron cita un aguerrido espíritu
militar y una fe cristiana rayana en el fanatismo. Inspirado por las noticias
que llegaban del Mediterráneo oriental, se propuso emprender una cruzada en el
territorio peninsular que entendía como legítimamente destinado a conquistar.
Su proyecto comenzaba en Hispania, en su familiar valle del Ebro, y con la
ayuda de Dios, le llevaría hasta Tierra Santa, hasta Jerusalén, promisoria meta
de cualquiera que se preciara en aquel tiempo de ser un buen caballero.
Alfonso
sin duda lo era. Ya en los comienzos de su reinado, ocupó las plazas de Egea
(1105) y Litera (1107). En 1117 se adueñó de Belchite, y al año siguiente,
1118, cayó tras un largo asedio, Zaragoza, la Medina Albaida almorávide, la
gran ciudad del valle medio del Ebro. Durante el sitio, instaló su campamento
en un lugar Ebro arriba, cercano al que los zaragozanos actuales llaman
Juslibol, corrupción de la expresión bajolatina Deus li vol, Dios lo quiere, que para los cruzados de entonces era
una especie de mantra mil veces repetido. Prosiguió su avance conquistando en
1119 Tudela, Tarazona, Rueda y Borja. En 1120 infringió una severa derrota a
los musulmanes en la batalla de Cutanda. Ocupó entonces Soria y Calatayud. Se
adueñó de Daroca en 1121, y en 1126 llevó a cabo una exitosa expedición a
tierras andalusíes, de donde regresó con varios miles de mozárabes destinados a
repoblar los extensos territorios recientemente conquistados. Además de
aquellos nuevos pobladores, Alfonso llevó a Zaragoza a muchos guerreros de
allende los Pirineos, hombres navarros y francos a quienes asignó diferentes
barrios y parroquias de la capital.
También
se rodeó Alfonso de caballeros de las órdenes militares que proliferaron en la
época. El Temple y los caballeros sanjuanistas fueron especialmente favoritos
del monarca aragonés. Era un tipo rudo, lo que se dice un soldado. Así lo
muestra el retrato de Pradilla y la iconografía que se conserva del personaje.
Alfonso I estuvo a punto de unificar los destinos de Aragón y los reinos
occidentales mediante su unión con Urraca, la reina castellana. Sin embargo, el
matrimonio no dejó sucesor. Lo cierto es que Alfonso estuvo siempre más
interesado por sus batallas, sus justas caballerescas, sus peleas y sus
compañeros de armas, hombres fuertes, musculosos, sudorosos… Alfonso el
Batallador probablemente era gay, aunque ni la palabra y ni siquiera el mismo
concepto, se manejaran en su tiempo.
Falleció
en 1134 guerreando cerca de Fraga. Dejó a su muerte un testamento inverosímil
por el que legaba su reino a las órdenes militares.
El
testamento de Alfonso I jamás fue tomado en serio. Le sucedió en el trono
aragonés su hermano Ramiro II, también conocido
como Ramiro el Monje, porque había pasado media vida recluido en un cenobio y
llegó a ser obispo de Roda de Isábena. El nuevo monarca encontró resistencia
por parte de ciertos señores feudales que se le opusieron. Ramiro supo
maniobrar con astucia y con firmeza, haciéndose finalmente respetar. Quiere la
tradición y rezan los anales de San Juan de la Peña, que el Monje para sofocar
la revuelta de los nobles, pidiera consejo al abad de San Ponce que había sido
su consejero y confesor durante su vida monástica. Un emisario del rey encontró
al anciano padre podando unos rosales, le expuso sus problemas, y el abad por
toda respuesta tomó las tijeras y cortó las rosas que más sobresalían del
arbusto (en otras versiones se sustituyen las rosas por coles). Siempre según
la leyenda, Ramiro convocó a los nobles más díscolos en su palacio de Huesca, actual
museo provincial, y en una de sus salas, los hizo decapitar uno a uno a medida
que iban descendiendo a ella. Naturalmente, el suceso es apócrifo, pero tan
atractivo que excitó la imaginación de poetas y de artistas durante el
Romanticismo. Fruto ejemplar de aquella inspiración es el monumental cuadro de
Casado del Alisal que plasma el momento crucial de la leyenda.
A pesar de su resistencia, que debía ser cosa de familia, finalmente sus consejeros prácticamente obligaron a Ramiro a casarse. Lo hizo con Inés de Poitou, y tuvo una única hija, la reina Petronila de Aragón, que en 1137, siendo todavía recién nacida, fue prometida en matrimonio a Ramón Berenguer IV, el conde de Barcelona, uniéndose así desde entonces los destinos de aragoneses y catalanes.
Nuestro profe Bigotini ni guerrea ni poda rosas y hasta en general, ni pincha ni corta, pero en fin, le gusta recordar estos episodios históricos.
-Por favor, camarero, sírvame lo que está comiendo ese señor.
-Bueno, lo intentaré, pero no sé si dejará que se lo quite.
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