Los
núcleos cristianos peninsulares que se libraron del completo dominio musulmán
al comienzo del siglo VIII, estaban circunscritos a territorios agrestes y muy
reducidos en las cordilleras Cantábrica y Pirenaica. Si no fueron totalmente sometidos
a la obediencia, primero por los emires y después por los califas de
al-Andalus, fue en gran medida, consecuencia de la presión que los carolingios
franceses ejercieron sobre la Marca Hispánica. Vimos en artículos anteriores el
declive político andalusí al que condujo su fragmentación en diferentes reinos
de Taifas, y el declive económico y cultural que supuso la llegada de los
almorávides norteafricanos. Estaba servido el escenario para que los en
principio incipientes reinos cristianos del norte iniciaran una ofensiva
expansionista que, como sabemos, a la postre resultaría imparable.
Pasadas
aquellas segundas invasiones, y pasada la barrera un tanto terrorífica que en
la cristiandad representó el año 1000, la Europa cristiana, y a su sombra
también los territorios cristianos peninsulares, entraron en una fase histórica
expansiva que afectó a aspectos tanto materiales como espirituales.
La
España cristiana pasó de ser totalmente rural, sin apenas núcleos urbanos, o al
menos muy reducidos, a contar con algunas ciudades de cierta importancia como
Oviedo, Pamplona o Jaca, y sucesivamente otras como León, Burgos, Zamora… que disfrutaban
una vida urbana y una economía cada vez más notables, aunque no comparables ni
a las del Islam peninsular, ni a las del resto de la cristiandad europea. El
primitivo reino astur-leonés, así como el condado de Castilla, aprovecharon la
despoblación del valle del Duero, que se consideraba tácitamente tierra de
nadie, para realizar primero invasiones militares y después asentamientos de
población que curiosamente en su mayoría provenía del sur. Muchos mozárabes,
judíos, e incluso muladíes, descontentos con el trato de los almorávides,
cambiaron de señores asentándose en la meseta norte. Los capitanes de guerra
leoneses y castellanos, un grupo minoritario, se erigieron en la aristocracia
feudal de aquellos nuevos territorios conquistados. Parecidos avances, aunque
de menor extensión, se produjeron por parte de navarros en el Pirineo
occidental, y de aragoneses, ribagorzanos, catalanes y occitanos más hacia el
Este. Se iniciaba así lo que se ha llamado la Reconquista, una expresión con una indudable carga ideológica.
En
el siglo XI se produjo un notable incremento demográfico no sólo en la
península Ibérica, sino en el resto de Europa. La causa de este fenómeno se
debe a la introducción de mejoras en los cultivos, como el arado de vertedera y
ruedas, el auge de los molinos de trigo, la adopción de métodos agrícolas como
las rotaciones bienal y trienal, el perfeccionamiento de las colleras y otros
aparejos de los animales. Ese aumento de los rendimientos, unido a la cada vez
más notable división del trabajo que se establecía en los núcleos urbanos,
contribuyó al auge de la economía de los reinos cristianos. Surgieron
agrupaciones gremiales de artesanos. La fabricación de manufacturas y el
intercambio mercantil, experimentaron también avances importantes. Esos
progresos económicos posibilitaron la recuperación de la Europa cristiana, que
antes de concluir el siglo XI, puso en marcha las cruzadas destinadas a reconquistar los Santos Lugares, objetivo
espiritual que se consideró irrenunciable, y que se alentó por parte del papado
y las diferentes autoridades religiosas.
También
en el terreno militar se produjeron importantes innovaciones, como la
definitiva consolidación de la caballería pesada. Elementos tan valiosos como
estribos, espuelas o herraduras, surgieron en ese tiempo. Grandes ejércitos con
una caballería temible, unas seguras, aunque pesadas, armaduras, y un orden de
combate bien organizado, avanzaron hacia Oriente, barriendo a su paso a
magiares en Hungría, musulmanes en los Balcanes o en Grecia, y llegando a guerrear
ante las murallas de la propia Jerusalén, mítico objetivo de aquella ofensiva
acaso más mística que práctica.
Naturalmente,
los reinos cristianos peninsulares hicieron su propia cruzada en sus
territorios. La comunicación con los demás reinos cristianos europeos se hizo
cada vez más fluida y constante. A través de los Pirineos penetraron
innovaciones tecnológicas, ideológicas y religiosas. Se construyeron
catedrales, monasterios y abadías a imagen y semejanza de las de allende las
fronteras. Floreció el comercio marítimo de lana y otros artículos a través
primero de los puertos del Cantábrico, y a través del Mediterráneo unas décadas
más tarde, con la expansión aragonesa. Se creó la ruta más importante de
Europa: el Camino de Santiago, que
supuso también un notable recurso de intercambio cultural y comercial. Un
cordón umbilical que fue capaz de unir de forma definitiva las naciones
hispanas con las europeas. Faltaban aún cuatro siglos para que la
cristianización peninsular fuera completa, pero el camino se había iniciado. Ya
no había vuelta atrás.
La mejor política consiste en decir siempre la verdad… A menos, claro está, que sea usted un mentiroso excepcionalmente bueno. Groucho Marx.
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