El
estudio del genoma humano, cuyo desciframiento se completó en 2001, ha aportado
un caudal de información tan notable como también tan asombroso en ciertos
detalles. Como era de esperar, las diferencias genéticas se van agrandando poco
a poco cuando nos comparamos con especies distantes filogenéticamente de
nosotros, con especies con las que no
compartimos un ancestro común reciente. La distancia
genética puede definirse como la medida de las diferencias
existentes entre los genes de dos especies. Se expresa como probabilidad de
compartir un mismo gen. Evidentemente, hay una gran distancia genética entre la
especie humana y una bacteria, a pesar de lo cual es sorprendente que incluso
con las bacterias compartamos muchos genes indispensables para metabolizar
carbohidratos, grasas o proteínas, por ejemplo. Presentamos menos distancia
genética con un reptil, aun menos con un mamífero, y por supuesto, apenas
ninguna con un primate.
La
distancia genética entre Homo sapiens
y Pan troglodytes (el chimpancé) es asombrosamente
insignificante. Compartimos con los chimpancés casi el 99% de los genes.
Prácticamente ambas especies tenemos los mismos genes que heredamos de un
antepasado común compartido que debió vivir hace apenas unos pocos millones de
años. Según las reglas que estableció Carl von Linneus, dos especies que
comparten un antepasado común tan reciente, deberían clasificarse en el mismo
género. No hay más remedio que concluir que nuestros “primos” cercanos, los
chimpancés, nos avergüenzan tanto que la comunidad científica ha optado por la
convención de establecer dos géneros separados.
¿Por
qué somos diferentes de los chimpancés? Las diferencias somáticas y de
comportamiento dependen de la combinación de diversos alelos
de los genes que conforman los genomas de ambas especies. Un mismo gen puede
existir en distintas variantes que llamamos alelos. Los alelos, aun codificados
para la misma función, por ejemplo, el color de los ojos, pueden tener diversas
variantes (ojos castaños, verdes, negros, azules…). En la práctica, una persona
es distinta de un chimpancé por la misma razón que dos personas son distintas
entre sí. Las diferencias se crean por las diferentes combinaciones de alelos,
lo que explica la razón de que dos hijos de los mismos padres sean diferentes
entre sí.
De
hecho, como nuestra especie cuenta con más de veintitrés mil genes, y muchos de
ellos presentan diversas variantes, la probabilidad de tener dos hijos
idénticos, siempre que no sean gemelos homocigóticos, es de 1/6 x 1043,
un número tan abrumador que garantiza que todos y cada uno de los seres humanos
seamos únicos, como lo son un gato, un pingüino o en definitiva, cualquier ser
vivo fruto de la reproducción sexual en la que cada progenitor aporta una parte
de los genes.
El
ADN de dos personas se diferencia como promedio en tan solo un insignificante
0,2%. Generalmente, presentamos mayores semejanzas genéticas con miembros de
poblaciones cercanas. Sin embargo, la enorme variedad de posibles combinaciones
de genes, una auténtica lotería genética,
hace que no siempre suceda así, de manera que un señor de Hamburgo puede tener,
y de hecho ocurre, mayor coincidencia genética con un senegalés que con su
cuñado de Berlín. O bien, una señora de Logroño puede tener menos genes en
común con su vecina con la que desayuna cada mañana, que con la camarera china
del bar. El color de la piel y otros rasgos menores representan diferencias
insignificantes, aunque a lo largo de la Historia se les haya otorgado una
importancia que jamás han tenido.
Así pues, el desciframiento del genoma nos ha brindado (y esto no ha hecho más que empezar) valiosos conocimientos acerca de la naturaleza de muchas enfermedades, de procesos degenerativos como el cáncer o el envejecimiento, y de muchos otros importantes detalles sobre nuestra especie. Entre ellos, la certeza de que las que tradicionalmente se han llamado razas humanas, sencillamente no existen. Por si todos esos sujetos racistas y fascistoides no han hecho ya bastante el ridículo, he aquí que la genética los sitúa todavía un paso más allá de su propia estupidez. Aunque sólo fuera por eso, vale la pena invertir en investigación genética.
Quienes prefieren la seguridad a la libertad, no merecen ni la una ni la otra. Benjamin Franklin.
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