martes, 6 de septiembre de 2022

GUÁRDATE DE LOS IDUS DE MARZO

 


Con Julio César dueño del poder en Roma, sus enemigos los conservadores no cesaron de conspirar en la sombra. Corrió el rumor de que pretendía que el Senado cambiara su título de cónsul por el de rey. Tal vez no era más que una patraña o tal vez fuera cierto. El caso es que los conspiradores alimentaron el rumor añadiendo que César planeaba divorciarse de Calpurnia para proclamar a Cleopatra, una extranjera, su reina, y trasladarse hasta Egipto para instalar allí la nueva capital. Mientras en la Urbe todos fingían serle fieles, en Hispania el hijo de Pompeyo estaba armando un gran ejército, y otro tanto hacían en África Metelo Escipión, Labieno y otros generales próximos a Catón. César se propuso someter a estos últimos en primer lugar. Pero ya no tenía ejército. Los reaccionarios habían envenenado con calumnias y falsedades a sus antiguos camaradas de armas.

Julio se presentó ante sus legionarios solo y desarmado para anunciarles que partiría a combatir en África “con otros soldados”. Según Suetonio, los veteranos se estremecieron de vergüenza al escuchar esas palabras que en el seco estilo castrense de su jefe constituían todo un reproche. César aceptó a los arrepentidos, entre otras cosas porque nunca existieron aquellos “otros soldados”. En abril del 46 a.C. desembarcó en Tapsos. Una vez más se encontraba en desventaja numérica respecto a sus enemigos. Una vez más perdió la primera batalla, y una vez más venció en la definitiva. Esta vez sus hombres no respetaron las órdenes de clemencia y no tuvieron piedad de los vencidos. Tras una breve pausa en Roma, partió a dar el golpe de gracia al último ejército pompeyano en tierras hispanas. Lo descalabró en Munda (Montilla).


Después de regresar victorioso, el Senado le otorgó el título de dictador vitalicio. Se propuso culminar las reformas que habían pretendido primero los Gracos y más tarde Mario, su tío y mentor político. Tenía a la Asamblea de su parte, y para vencer la resistencia de los aristócratas, redujo el Senado a un órgano meramente consultivo. Como ningún patricio quiso formar parte de su proyecto, se rodeó de algunos hombres de confianza pero inexpertos en administración, con los que formó una especie de ministerio: Balbo, Oppio, Dolabela y su sobrino el joven Octavio, encabezados por Marco Antonio, el más brillante de sus generales. Otorgó la ciudadanía romana a los habitantes de la Galia Cisalpina y proyectó extenderla a toda Italia y a varias poblaciones de la Bética, la Tarraconense, Sicilia y Grecia. Sabía que nada bueno podía esperarse de los romanos de la Urbe, corrompidos e inmorales, mientras que en las provincias, pobladas por muchos ex legionarios eméritos que se mezclaron con los nativos, permanecían firmes la institución familiar, la educación severa y las costumbres sanas. Emprendió el reparto de tierras proyectado por los Gracos.

En lo personal, César se había reconciliado con Calpurnia, compensando con mil atenciones los cuernos que le había puesto durante años. Se volvió cuidadoso y hasta elegante en el vestir, y siempre manifestó alegría. Durante aquel breve periodo fue todo lo feliz que acaso no pudo ser antes.

Pero los conspiradores estaban ya planeando su muerte. Entre los principales cabecillas figuraban Casio y Bruto a quien César seguía queriendo como a un hijo, quizá porque lo era de verdad. Se tenían por adalides de la libertad republicana, aunque es muy dudoso que realmente lo fueran. Los argumentos fingían ser loables, pero las intenciones reales obedecían al interés de conservar los privilegios de la aristocracia. Bruto, un joven taciturno y hermético, odiaba a César, no porque ignorara que fuera su hijo, sino porque sabía que lo era. En una carta dirigida a otro de los conspiradores escribió: Nuestros antepasados nos han enseñado que no se debe soportar a un tirano aunque sea nuestro padre.



En los Idus de marzo del año 44, el día 15 del mes, mientras César se dirigía al Senado, un quiromante le advirtió en plena calle que se guardase de los Idus de marzo. “Ya estamos en ellos”, respondió. “Pero aún no han pasado”, replicó el otro. Entrando en la sala, alguien le entregó un papiro enrollado donde se le informaba de la conjura. No lo leyó pensando que se trataba de alguna de las muchas peticiones que recibía cada día. Mientras uno de los senadores entretenía en el vestíbulo a Antonio, que acaso habría sido el único que podría haberle defendido, los conjurados se abalanzaron sobre él armados de puñales. Como relata Suetonio, parece probable que al ver a Bruto entre ellos, exclamara: “¿tú también, hijo mío?”

Julio César cayó cosido a puñaladas al pie de la estatua de Pompeyo que poco antes había hecho erigir allí, y ante la que solía inclinarse al pasar. El 19 de marzo, Antonio leyó públicamente el testamento de César que, como dictaba la costumbre, había sido custodiado por las vestales. Donó sus suntuosos jardines al municipio para que se convirtieran en un parque público. Cien millones de sestercios debían repartirse entre todos los ciudadanos romanos. El resto de su fortuna se repartiría entre Calpurnia y sus tres sobrinos. Precisamente uno de ellos, el joven Cayo Octavio, quedaba adoptado como hijo y designado sucesor.

Antonio quedó lívido al leerlo porque siempre estuvo seguro de que él sería el elegido. Claro que dos noches antes de la muerte de César, había cenado con varios de los conjurados.

La ambición es el último refugio del fracaso. Oscar Wilde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario