jueves, 11 de agosto de 2022

EL SACO VITELINO, EL HUEVO Y EL ÚTERO. TRES SOLUCIONES A UN MISMO PROBLEMA

 


La finalidad de la reproducción es traer al mundo descendencia viable. Para ello todas las especies de seres vivos pasadas y presentes (esperemos que también las futuras) procuran hacerlo en las condiciones más idóneas y que más favorezcan esa finalidad. Conviene recordar como preliminar que la vida se originó en el agua, y que es precisamente el medio acuático el que reúne las características más favorables para el desarrollo reproductivo. En el agua todo lo relacionado con la vida y la reproducción resulta infinitamente más sencillo.

Los organismos unicelulares generalmente flotan en medios donde la humedad es elevada. Para ellos no existe el menor problema en este sentido. También los primeros seres pluricelulares son habitantes del medio acuático. Los insectos y otros invertebrados que abandonaron el agua, se las ingenian mediante diferentes métodos, para mantener húmeda a su prole durante las fases de desarrollo embrionario. Moscas y mosquitos buscan charcos donde depositar sus larvas. Los insectos sociales construyen estructuras para mantener un grado suficiente de humedad. Incluso algunos parásitos son capaces de inyectar a sus hijos en el interior del cuerpo de alguna víctima inocente, para asegurarles calor, alimento y un medio líquido en el que desarrollarse.


Los prolíficos peces, que fueron, no lo olvidemos, los primeros vertebrados, realizan por regla general unas puestas de huevos masivas, con la esperanza biológica puesta en que sobrevivan unos pocos ejemplares entre los cientos de miles (a veces millones) de descendientes abandonados a su suerte en océanos y cursos fluviales, y que en su mayoría sirven de alimento a otras criaturas. No puede negarse que el método resulta algo antieconómico.

Por eso otras especies escogen la opción de limitar la cantidad de descendencia, a cambio de proporcionarles mayor protección y seguridad, eso si, siguiendo siempre la regla de oro reproductiva: los embriones deben formarse en el medio acuático. La evolución nos ha legado diferentes estrategias en este sentido, y por supuesto, todas ellas son igualmente válidas y exitosas, puesto que han perdurado hasta el tiempo presente. Hoy vamos a ocuparnos de tres de estas estrategias. Tres soluciones para un mismo problema.



En el caso de los tiburones basta con unos sacos vitelinos que las hembras mantienen en su interior, repletos de nutrientes para proporcionar proteínas y sustancias energéticas al embrión, que se desarrolla en el interior de estas cápsulas transparentes con forma de saco, que los antiguos pescadores llamaban poéticamente bolsas de sirena. Los productos de desecho (orina y dióxido de carbono) pasan por difusión a través de la permeable membrana de esos huevos singulares. Los embriones de tiburón pronto están en condiciones de  abandonar estas estructuras protectoras y continuar su desarrollo en el exterior. Así pues, los tiburones son vivíparos, y desde hace siglos los buceadores más curiosos y atrevidos se asombraban al ver a las hembras de tiburón parir literalmente a sus hijos.

En los reptiles y las aves, sus inmediatas descendientes, el problema resulta algo más difícil, ya que han optado por una vida totalmente terrestre en un entorno seco y hostil. En estos casos el embrión necesita más tiempo para desarrollarse y nacer con posibilidad de sobrevivir a pesar de la desecación y la cruel fuerza de la gravedad. Crece en el interior de un huevo de cáscara calcárea y muy resistente, tapizado en su interior por una bolsa llena de líquido amniótico (la clara del huevo), donde se encuentra caliente, protegido, ingrávido y ajeno a cualquier asechanza. La energía y el sustento los recibe, lo mismo que el embrión de tiburón, del saco vitelino (la yema). Sin embargo, no puede deshacerse de los productos de desecho. Para eso una segunda bolsa llamada alantoides se convierte en una especie de cubo de basura, recogiendo la orina. El dióxido de carbono, al ser un gas, puede seguir siendo expulsado a través de los vasos sanguíneos del alantoides, que lo llevan hasta una cámara de aire situada en uno de los extremos del huevo. Desde esta cámara es expulsado al exterior a través de los poros de la cáscara.


El embrión humano, como el del resto de los mamíferos placentados, no se desarrolla en el interior de un huevo, sino en la seguridad y el confort del útero materno. Es la tercera de las soluciones que aporta la evolución. Ya no es necesaria la cáscara externa, sin embargo, el embrión sigue creciendo dentro del amnios. Como será la madre quien le proporcione alimento, aquel saco vitelino lleno de nutrientes resulta un estorbo, y en los mamíferos se ha convertido en apenas un esbozo residual. Sin embargo el alantoides cobra una especial importancia, transformándose en una estructura carnosa y profusamente vascularizada llamada placenta. A través de la placenta el feto recibirá directamente de su madre sangre rebosante de oxígeno y nutrientes; y a través de ella expulsará a la circulación materna la orina y el dióxido de carbono. Aquí todo queda en la familia.

Desde que los primeros anfibios abandonaron el mar y se adentraron en la procelosa tierra han transcurrido unos 350 millones de años. A pesar de ello, nuestras crías continúan creciendo como pececillos mientras flotan en acuarios transportables.

Es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida… lo cual no dice mucho en mi favor.  Groucho Marx.


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